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—¡Vamos, maldito seas!

Palin no tenía opción. Tenía que confiar, como Steel había dado a entender, en que el cayado cuidaría de sí mismo. Lo soltó suavemente sobre el asiento del bote y se puso de pie, esforzándose por mantener el equilibrio. Steel consiguió, a base de pura fuerza, arrimar más el bote al muelle. Palin se lanzó hacia la escala, la cogió, y se agarró a ella aterrorizado cuando el bote se deslizó bajo él.

Sus pies buscaron un apoyo frenéticamente y encontraron el último escalón. Con un suspiro de alivio, empezó a trepar, tropezando con la túnica, pero logró llegar a salvo arriba. De inmediato se dio media vuelta y se inclinó para recobrar el bastón.

Vio, aterrado, que no estaba en el bote.

—¿Qué has hecho con mi bastón? —gritó, olvidando, en su miedo y su rabia, que se suponía que debían guardar silencio.

—¡Cierra el pico! —instó Steel con los dientes apretados—. ¡No he hecho nada con él! ¡Estaba aquí y, de repente, desapareció!

Palin, atenazado por el pánico y con el corazón en un puño, estaba a punto de arrojarse de cabeza a las sucias y tenebrosas aguas cuando, al apoyar la mano en el muelle, sintió que sus dedos se cerraban sobre una suave y cálida madera.

El Bastón de Mago estaba a su lado.

El joven mago exhaló un grito sofocado, sintiéndose casi mareado por la profunda sensación de alivio.

—Ya está —susurró, avergonzado, a Steel—. Lo he encontrado.

—¡Alabada sea su Oscura Majestad! —masculló el caballero.

Se puso de pie en el bote, se agarró a la escala y, a despecho del peso de la armadura y las armas, se aupó con ágil facilidad. El bote se alejó a la deriva.

Steel subió al muelle pero casi inmediatamente se agazapó detrás de un barril grande, arrastrando a Palin consigo.

—¿Qué sucede? —susurró el joven mago.

—Pasa un patrulla —contestó Steel, también en un susurro—. Podrían vernos silueteados contra las luces de las embarcaciones.

Palin no distinguía a la patrulla, pero, ahora que el caballero había llamado su atención, podía oír el ruido de varios pares de botas. Los dos permanecieron agachados, escondidos tras el barril, hasta que el sonido se perdió en la distancia.

Steel se incorporó y echó a andar rápida pero silenciosamente por el muelle. A Palin lo maravilló que el caballero fuera capaz de moverse de un modo tan sigiloso. Todos los guerreros que el joven mago conocía habrían metido un montón de ruido, la espada rebotando contra el muslo, la armadura crujiendo o chirriando. Steel era tan silencioso como la propia oscuridad.

Palin se imaginó legiones de caballeros así, marchando sigilosamente a través de Ansalon, conquistando, esclavizando, matando.

«Y aquí estoy yo», comprendió, espantado de repente consigo mismo, «aliado con uno de ellos, mi implacable enemigo, uno de los que fueron responsables de la muerte de mis hermanos. ¡Y lo estoy llevando al lugar donde los caballeros de la Reina Oscura probablemente podrán incrementar su poder! ¿Qué estoy haciendo? ¿Es que me he vuelto loco? ¡Debería llamar a la guardia ahora mismo! ¡Denunciarlo! Entregárselo.»

¡No!, sonó la voz. Lo necesitamos, tú y yo. Precisarás de su espada para abrirte paso a través del robledal. Lo necesitarás dentro de la torre. Una vez que te haya llevado a salvo hasta allí, entonces podrás librarte de él.

«Esto no está bien», se dijo Palin. Pero la voz de su conciencia era menos fuerte que la de su tío, así que pudo hacer caso omiso de ella. «Además», reflexionó el joven con cinismo, «le di mi palabra a Steel. Y después de hacer tanto hincapié en ello con mi padre, mal podría echar marcha atrás ahora.»

Habiendo acomodado el asunto con su conciencia, o al menos justificando su postura, apretó con fuerza el bastón y echó a andar.

Steel se dirigía hacia la muralla de la Ciudad Vieja; caminaba a largas zancadas, y Palin, entorpecido por la túnica mojada que se sacudía contra sus tobillos, tuvo que apresurar el paso para no quedarse atrás. Los puestos de guardia se veían con claridad al estar bien iluminados. El quieto aire nocturno traía las voces de los que montaban guardia. Palin tenía preparada una docena de mentiras fáciles que les permitiera cruzar la muralla y entrar en la ciudad. Por desgracia, ninguna sonaba en absoluto convincente. Examinó la muralla con ansiedad, pensando que podrían buscar algún punto oscuro y sin protección y trepar por él.

Los pinchos de hierro, clavados en lo alto de la muralla con una separación de un palmo entre ellos, descartaban esa posibilidad.

Palin se preguntaba si había suficiente parecido familiar entre su primo y él para convencer al guardia de la entrada de que eran hermanos, cuando reparó en que ya no se dirigían hacia el portón principal. Steel había girado a la derecha, hacia un grupo de edificios destartalados que se apiñaban al pie de la muralla.

En esta zona estaba extremadamente oscuro; la muralla arrojaba una sombra que interceptaba la luz de la luna, y un barco grande, amarrado en las cercanías, hacía otro tanto con las luces de las embarcaciones del puerto. Era el sitio ideal para escondite de contrabandistas, pensó Palin con inquietud, y dio un brinco de sobresalto, con el corazón en la boca, cuando la mano de Steel le tocó el brazo. El caballero condujo a Palin hacia las sombras aún más oscuras de un callejón.

A despecho de estar tan oscuro que el joven mago no podía verse la punta de la nariz —una antigua expresión kender—, fue precisamente su nariz la que le indicó dónde estaba.

—¡Pescaderos! —exclamó quedamente—. ¿Por qué...?

La mano de Steel sobre su brazo ejerció más presión, advirtiéndole que guardara silencio.

Una patrulla pasaba cerca, avanzando lentamente por este sector y asomándose a los callejones. Steel se aplastó contra la pared de un edificio, y Palin hizo lo mismo. Los guardias iban haciendo una detenida investigación, compartiendo, evidentemente, la opinión de Palin sobre que éste era un escondite ideal. De hecho, uno de los guardias empezó a adentrarse en el callejón. Palin notó la mano de Steel apartándose de su brazo, y supuso que ahora estaba aferrando la empuñadura de la daga.

Sin saber muy bien si ayudarlo o impedírselo, el joven mago aguardó en tensión que los descubrieran.

Un sonido furtivo, a cierta distancia, atrajo la atención de los guardias. El capitán llamó a su hombre, y la patrulla reanudó presurosa la marcha muelle abajo.

—¡Hemos pillado a uno!

—¿Dónde?

—¡Lo veo! ¡Ahí está! —gritó uno de los guardias.

Se oyó el ruido de botas corriendo por el muelle; las porras golpearon con fuerza. Un grito penetrante resonó sobre el agua. Palin rebulló con inquietud; aquel grito no le sonaba como el de un depravado contrabandista.

—No te muevas —le gruñó Steel—. No es asunto nuestro.

Uno de los guardias chilló.

—¡Maldita sea! ¡Me ha mordido!

Se escucharon más golpes de las porras. El grito dio paso a un lloriqueo.

—¡No daño mí! ¡No daño mí! ¡Mí no hace nada malo! ¡Mí caza ratas! ¡Ratas gordas! ¡Ratas ricas!

—Un enano gully —dijo uno de los guardias con un tono de asco.

—¡Me mordió, señor! —repitió el guardia, cuya voz sonaba ahora realmente preocupada—. Me siento mal.

—¿Lo arrestamos, señor? —preguntó otro.

—Echad un vistazo a lo que lleva en ese saco —ordenó el capitán.

Al parecer había cierta renuencia a cumplir la orden, ya que el capitán tuvo que repetirla varias veces. Por fin, uno de los hombres debió de hacerlo. Se lo oyó vomitar.

—Sí que son ratas, señor —confirmó otro—. Muertas o a punto de morir.

—¡Mí da todas ratas! —exclamó la voz llorosa—. ¡Tú coges, general, «vuesa mercés»! Hace buena cena. No daño pobre Larvo. No daño.

—Soltad a ese desdichado —ordenó el capitán—. Si lo apresamos, tendrán que desinfectar otra vez la celda. No es un contrabandista, de eso no cabe duda. Vamos, teniente. No te vas a morir por un mordisco de gully.