—¿Qué demonios...? —Steel se giró tan deprisa que casi perdió el equilibrio.
—¡El maldito pajarraco me ha picado! —dijo Palin, dolorido y furioso.
—¿Eso es todo? —exclamó, iracundo, Steel—. Creí que una legión de ladrones había saltado sobre ti, por lo menos.
—¡Este asqueroso bicho me ha hecho sangre! —Palin retiró la mano y miró la mancha oscura que tenía en los dedos.
El cuervo soltó otro graznido, que en esta ocasión sonó como una risita burlona, y, levantando el vuelo, regresó por encima de la muralla.
—No te morirás por el picotazo de un cuervo —dijo Steel. Caminó hasta el final del callejón y se asomó a la calle.
Estaba silenciosa, desierta. Unas cuantas luces brillaban retadora, insolentemente, en el edificio con aspecto de almacén que albergaba el Gremio de Ladrones, pero ninguno de sus miembros recorría las calles. O, si lo hacían, ni Steel ni Palin los vieron.
Steel echó una ojeada a un lado y a otro de la calle, con cautela, y después alzó la vista hacia los tejados.
—Allí está la torre.
Señalaba una alta estructura, la más alta de Palanthas. La luz de Solinari no tocaba el edificio, que permanecía sumido en sombras de su propia creación. Aun así, los dos jóvenes podían verlo con claridad. Quizá la luna negra derramaba su maligno resplandor sobre los minaretes rojos, que parecían teñidos de sangre. Palin asintió, incapaz de hablar. De repente lo asustaba la enormidad de su tarea.
«Soy un necio», se dijo. «Debería dar media vuelta y regresar a casa ahora mismo.»
No lo haría, y lo sabía. Había llegado demasiado lejos, había arriesgado demasiado...
Llegar demasiado lejos...
Palin miró a su alrededor, desconcertado.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—Dentro de las murallas de la ciudad de Palanthas —repuso Steel esbozando una sonrisa astuta.
—¿Cómo..., cómo hemos llegado aquí?
—¿No lo recuerdas?
—No..., no tengo ni idea... —Palin parpadeó y se llevó la mano a la cabeza. Se sentía mareado, desorientado.
—Eso es lo que pasa por tomar aguardiente enano —comentó el caballero en tono coloquial—. Pronto te sentirás mejor.
—¿Aguardiente enano? Pero si yo no bebo... ¡Y tú jamás habrías parado en una taberna cuando corremos tanto peligro! —El mago se había puesto furioso de repente—. ¡Dime qué está pasando aquí! ¡Tienes que decírmelo!
—No —replicó Steel con calma—. No lo haré.
Palin sintió una punzada de dolor y algo cálido que le resbalaba por el cuello. Se tocó y vio que estaba herido, que sangraba.
Tampoco recordaba cómo se lo había hecho.
Steel echó a andar calle adelante, encaminándose hacia la torre.
Palin, totalmente perplejo, lo siguió.
Desde alguna parte, en lo alto, llegó el espeluznante, burlón graznido de un cuervo.
23
Templo de vida. Arboleda de muerte
La noche estival era calurosa, oscura. Los ciudadanos de Palanthas dormían a ratos, si es que dormían algo. Las luces titilaban en muchas casas, y podía verse a la gente asomada a las ventanas, mirando el cielo en una vana esperanza de algún indicio de lluvia, o paseando de un lado a otro por los dormitorios, intentando calmar a los llorosos e inquietos niños. Steel y Palin se mantuvieron a resguardo de las sombras, evitando llamar la atención o que les hicieran preguntas, sobre todo la de por qué iba un hombre por la calle cubierto con una capa haciendo tanto calor.
Estaban cerca de su destino. Steel veía la torre asomando en lo alto, pero parecía incapaz de encontrar la calle que llevaba hasta ella, por lo que se sentía frustrado. Palin no podía ayudarlo. Había estado en la torre antes, pero había llegado a ella viajando por los caminos de la magia. Al llegar a una intersección, los dos se pararon un momento para debatir hacia qué lado girar. Palin dejó la decisión en manos de Steel, pero, al parecer, el caballero tomó la calle equivocada, pues acabaron ante un amplio espacio sembrado de césped que se extendía, como una alfombra de bienvenida, desde la calle hasta un edificio construido con mármol blanco. El aroma a flores sugería la presencia de jardines que sólo se atisbaban borrosamente a la luz plateada de Solinari y el resplandor blanco que emitía el propio edificio. La angustia estrujó el corazón de Steel; era una angustia olvidada hacía mucho, pero que había despertado al removerse los recuerdos.
—Sé dónde estamos —dijo.
—En el Templo de Paladine. ¡El último sitio donde querría estar! —Palin parecía alarmado—. Hemos venido por una calle más al este de lo debido. Tendríamos que haber torcido a la derecha antes, no a la izquierda. —Miró de soslayo al caballero—. Me sorprende que conozcas el templo.
—Cuando era un niño, Sara me trajo aquí después del ataque a Palanthas. Perdimos nuestra casa en el incendio que estalló por toda la ciudad. Sara vino aquí para dar las gracias por haber salvado nuestras vidas. Fue aquí donde me enteré de la muerte de mi madre... y quién era el responsable.
Palin no contestó. Se frotó la parte del cuello donde el demonio familiar de lady Catalina, Ojo Amarillo, le había picado. El dolor pasaría pronto; la magia del picotazo duraría toda la vida, evitando que el joven recordara que había conocido a una dama de las fuerzas de Takhisis encubierta bajo la apariencia de una pescadera. Palin empezó a desandar sus pasos, y Steel empezó a seguirlo, pero no lo hizo. Se paró un momento, remoloneando delante del templo, e incluso llegó a dar uno o dos pasos por la hierba recortada.
Había bultos oscuros desperdigados por el césped, y por un instante Steel creyó que había habido un combate y que eran los cadáveres que habían quedado tras la lucha. Entonces se dio cuenta de que estos cuerpos estaban vivos, y que la única batalla que habían sostenido era contra el terrible calor. La gente dormitaba tranquilamente en la pradera.
Steel conocía bien este sitio, mucho más de lo que había dado a entender. Quizás el haber llegado hasta aquí no había sido un hecho accidental. Quizás había sido atraído hacia el lugar, como había ocurrido a menudo con anterioridad.
La juventud del caballero había sido turbulenta. Nunca había disfrutado de la vida fácil y despreocupada de la infancia descrita por los poetas. El conflicto entre la luz y la oscuridad, entre emociones y deseos contradictorios, no era nuevo para él. Había sostenido esta lucha desde el comienzo de su vida. La oscuridad, representada por la imagen de su madre con su armadura azul de dragón, había impulsado a Steel, aun siendo un niño, a dirigir, a controlar a cualquier precio, sin importar las consecuencias para él o para otros.
Y cuando le resultaba imposible, cuando los otros runos se rebelaban contra su autoridad y rehusaban obedecerlo, la oscuridad lo instaba a golpear, a hacerles daño. La luz, representada en sus sueños por la imagen de un caballero desconocido vestido con armadura plateada, hacía que Steel tuviera remordimientos después. Luchaba con la turbulencia de su alma, sentía como si tiraran de él en direcciones opuestas dos fuerzas poderosas que no comprendía. A veces temía que lo partirían en dos si no elegía una u otra. En estas ocasiones, había huido a su refugio: había venido al Templo de Paladine.
Steel no sabía por qué lo hacía. Era joven, tan inmortal como los propios dioses, pensaba, y por lo tanto no necesitaba gran cosa de ellos. No había entrado en el templo propiamente dicho. Sus paredes de mármol le resultaban sofocantes, restrictivas. No muy lejos de donde se encontraba ahora había un álamo. Debajo del árbol había un banco de mármol, uno viejo, una reliquia de alguna familia noble de tiempos remotos. Frío y duro, el banco de piedra no era un asiento cómodo y por lo general era evitado por la mayoría de los fieles.
A Steel le encantaba. Había un friso esculpido en el respaldo del banco. De ejecución algo burda, ya que probablemente lo había hecho algún aprendiz mientras aprendía el oficio, el friso representaba el funeral de un Caballero de Solamnia y era una obra conmemorativa. El caballero yacía sobre su sepulcro de piedra, con los brazos cruzados sobre el pecho, con el escudo recostado a un lado del sepulcro, algo impropio, pero así es la licencia artística. A ambos lados del cuerpo del caballero había doce caballeros de escolta, todos ellos idénticos y todos en actitud muy solemne y severa.