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Sus gigantescos robles permanecían inmóviles. Ningún viento, ni siquiera los violentos vendavales de ciclones y huracanes, conseguía que se moviera ni una sola hoja. Sus inmensas ramas se entrelazaban, formando un dosel tan denso que la luz del sol no podía atravesarlo. El Robledal de Shoikan estaba envuelto en una noche perpetua, y sus sombras eran tan gélidas como la muerte.

El propio dios Nuitari había lanzado el encantamiento de terror que provocaba la arboleda. Todos los que se aproximaban a ella —incluso aquellos invitados por el señor de la torre— experimentaban un terror paralizante que atacaba al corazón de cualquier ser humano. La mayoría ni siquiera era capaz de estar a la vista de los árboles. Aquellos dotados de un extraordinario valor que lograban llegar hasta el propio robledal, generalmente lo hacían arrastrándose sobre manos y rodillas. Aun eran menos los que habían ido más lejos. Uno fue Caramon Majere; otra, la Hija Venerable Crysania; otra fue Kitiara. Las dos últimas llevaban consigo medallones mágicos para contrarrestar el miedo, para ayudarlas a cruzar la arboleda. En cuanto a Caramon, faltó poco para que perdiera la razón.

Y, ahora, Steel Brightblade se encontraba de pie a la sombra del Robledal de Shoikan. El encantamiento lo afectó, despertando su miedo; un miedo terrible, impotente, debilitador e irracional. Era el miedo a la muerte, una certeza para quienes pusieran el pie dentro de sus límites; el miedo al suplicio y a la tortura que precederían al final; e incluso un miedo mayor al prometido tormento eterno que vendría después.

No podía combatir ese miedo, pues estaba inspirado por un dios. Lo estrujaba, lo consumía, le retorcía las entrañas, le comprimía el estómago, le dejaba la boca seca, agarrotaba sus músculos, le hacía sudar las palmas de las manos. Casi lo hizo caer de rodillas.

Oyó las voces de los espectros, tan secas y quebradizas como huesos:

Tu sangre, tu calor, tu vida. ¡Nuestros! ¡Nuestros! Acércate más. Tráenos tu dulce sangre, tu carne cálida. Tenemos mucho frío, un frío insoportable. Ven, acércate más.

La oscuridad de la arboleda, una oscuridad eterna que jamás alumbraba ninguna luz salvo, quizá, la invisible luz de la luna negra, envolvió a Steel. El caballero rezó a Takhisis, aunque sabía que su plegaria no recibiría respuesta. La potestad de su Oscura Majestad acababa al borde de esta arboleda. Aquí era su hijo, Nuitari, señor de la magia negra, quien ejercía un dominio supremo. Y todos sabían que rara vez atendía a su madre.

Morir en combate; ésa era la suerte que Steel había creído siempre que lo aguardaba. Yacer sobre un sepulcro de mármol, con las armas del enemigo a sus pies, alabado por sus compañeros, que llorarían su muerte. Ésta era la muerte soñada por Steel.

Pero no de este modo, hecho pedazos por las afiladas uñas de los espectros, llevado a rastras bajo tierra, debatiéndose y jadeando, hundiéndose, asfixiándose. Y luego, después de que la muerte llegara como un acto piadoso, su alma quedaría atrapada, esclavizada, obligada a servir al dios de los muertos vivientes, Chemosh.

Una voz, otra voz nueva, interrumpió los gélidos siseos de los esclavos de Chemosh. Una mujer, vestida con armadura azul, salió de las sombras entre los altos árboles. Era encantadora, con el cabello cortado para llevar con comodidad un yelmo. Los oscuros rizos le enmarcaban el rostro. Sus negros ojos eran seductores. Sonrió —una sonrisa sesgada— y se echó a reír. Se reía de él.

—¡Mírate! ¡Sudando y temblando como un niño en la Noche del Ojo! ¿Es que parí a un cobarde por hijo? ¡Por mi reina que si es eso lo que hice, yo misma te entregaré de alimento a Chemosh!

La Dama Oscura se acercó a él con andares contoneantes. Una espada colgaba en su cadera, la capa azul ondeaba constantemente a su alrededor, aunque el irrespirable aire de la noche estaba quieto.

Steel la conocía. Nunca la había visto en vida, pero la conocía. Había venido a él en otra ocasión: durante la Visión.

—Madre... —susurró.

—¡No me llames madre! —dijo con sarcasmo—. Tú no eres hijo mío. Mi hijo no es un cobarde. Yo crucé el temible robledal, y ahí estás tú, ¡pensando en dar media vuelta y huir con el rabo entre las piernas!

—¡No es verdad! —replicó Steel, más encolerizado por el hecho de que, en efecto, había considerado la posibilidad de retirarse—. Yo...

Pero la imagen se desvaneció, desapareciendo de nuevo en la oscuridad.

Con los dientes apretados y la mano sobre la empuñadura de la espada, el caballero echó a andar, dirigiéndose directamente hacia el Robledal de Shoikan. Se había olvidado de Palin; ni siquiera recordaba que existía. Lo aguardaba una batalla, un combate entre el robledal y él. No oyó las precipitadas pisadas que lo seguían. Saltó, sobresaltado, cuando una mano le tocó el brazo. Giró veloz sobre sus talones al tiempo que desenvainaba la espada.

Palin, respirando entrecortadamente, retrocedió un paso al ver su expresión enajenada.

—Steel, soy yo...

La luz del Bastón de Mago lució brillante sobre el rostro del joven mago. Steel lanzó un hondo suspiro de alivio, por el que se sintió avergonzado de inmediato.

—¿Dónde estabas, Majere?

—¡Intentando alcanzarte, Brightblade! Corrías tan deprisa que... Vamos a tener que colaborar los dos para cruzar la maldita arboleda... si es que lo logramos.

Ambos podían oír ahora las voces de los muertos vivientes:

Sangre cálida, sangre dulce, venid a nosotros..., venid...

Palin tenía lívidos hasta los labios. Los nudillos de la mano con la que sostenía el bastón estaban blancos, y la palma resbaladiza por el sudor.

—¡Bendito sea Paladine! —Palin agarró a Steel por el brazo—. ¡Mira! ¡Por los dioses! ¡Viene directamente hacia nosotros!

Steel se volvió, con la espada enarbolada. Y entonces la bajó.

—Pero ¿qué haces? —El joven mago manoseó torpemente el saquillo de los componentes de hechizos—. Tenemos que luchar...

—Mi padre no nos hará daño —dijo suavemente Steel.

Dos guías, había dicho lady Crysania.

Un caballero vestido con una armadura que brillaba como la plata bajo la luz de la luna salió de las sombras del robledal. La armadura estaba decorada con la Rosa, la Corona y el Martín Pescador. Era una armadura antigua, pasada de moda, que databa prácticamente de la época del Cataclismo. El caballero no llevaba espada; se la había entregado a su hijo.

El caballero se paró frente Steel.

—¿Has jurado por tu honor entrar en este lugar maldito? —preguntó Sturm Brightblade.

—Así es, padre —contestó Steel con voz firme. También era firme ahora la mano con la que sostenía la espada.

Los ojos de Sturm, preocupados, tristes, amorosos, orgullosos, parecieron tomar la medida del hombre vivo. Asintió con la cabeza una vez, solemnemente.

Est Sularis oth Mithas —dijo.

Steel inhaló hondo y exhaló muy despacio.

—Entiendo, padre.

Sturm sonrió. Alzó la mano y señaló al cuello de su hijo. Luego, dando media vuelta, se alejó. No desapareció en las sombras, sino que dio la impresión de que las sombras se apartaban a su paso. Se desvaneció en un claro de luz de luna.

—¿Sabes lo que quiso decir? —preguntó Palin en un susurro.