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La sugerencia había desconcertado al kender.

—Pero no necesitaremos escabullimos, Usha. Para cuando haya terminado con él, el espectro obedecerá todas mis órdenes. ¡Puede que lo lleve con nosotros! —añadió, inspirado.

—No. —Usha se estremeció—. No creo que ésa sea una buena idea.

—¡Pero nunca se sabe cuándo te puede venir bien un espectro! —argumentó Tas, mohíno.

Usha iba a razonar con lógica, señalando que un espectro sería un compañero muy desagradable, por no mencionar un potencial peligro. Pero se tragó su lógica a tiempo. Estaba aprendiendo mucho sobre los kenders.

—¿Y qué pensaría Dalamar de nosotros si le robamos un espectro? —preguntó con gesto grave. Se colgó las bolsas—. Se pondría furioso, y no lo culparía por ello.

—¡No se lo robaría! —protestó el kender, escandalizado por la acusación—. Sólo quiero tomarlo «prestado» un tiempo, enseñárselo a unas cuantas personas... Oh, está bien, supongo que tienes razón. Además, puedo volver más adelante y coger uno.

Guardó todas sus posesiones en los saquillos. Una o dos cosas que no eran suyas y que por «casualidad» también habían ido a parar a ellos volvieron a salir por sí mismas.

Aferrando la cuchara en la mano izquierda, la sostuvo en alto frente a él y echó a andar audazmente hacia la puerta.

—Abre tú —le dijo a Usha.

—¿Yo? —La joven dio un respingo—. ¿Por qué yo?

—Porque yo tengo que estar aquí plantado dando la cara y sosteniendo la cuchara —contestó Tas algo irritado—. No puedes esperar que actúe valientemente y abra la puerta al mismo tiempo.

—¡Oh, de acuerdo!

Usha avanzó sigilosa hacia la puerta, pegada a la pared. Alargó una mano y agarró el picaporte con cautela; contuvo la respiración y dio un tirón a la manilla.

La puerta se abrió. Los dos ojos incorpóreos —ahora entrecerrados en un gesto de ira— empezaron a flotar hacia adentro.

Tas adelantó la cuchara hacia lo que suponía era la cara del espectro.

—¡Aléjate de aquí inmediatamente! ¡Márchate! Vuelve a... a dondequiera que vengas. —Tas no fue muy preciso en este punto. Suponía que era el Abismo, aunque, claro, nunca se sabía, y no quería herir los sentimientos del espectro.

Márchate, guardián, y déjanos en paz. —Eso era una rima, y Tas, bastante orgulloso de su talento poético, la repitió:— Márchate, guardián, y déjanos en paz.

El espectro no miraba la cucharilla con el debido respeto, teniendo en cuenta que ésta era la sagrada Cuchara Kender de Rechazo. Los ojos espectrales estaban, de hecho, mirando a Tas con una expresión letal. Un frío gélido, como el de la tumba, hizo que los dientes del kender castañetearan. Pero al menos el espectro miraba a Tas, no a Usha, que casi había cruzado la puerta y se dirigía a la escalera.

En ese momento los ojos empezaron a girarse.

—¡Alto! —gritó el kender con toda la osadía de que fue capaz—. ¡Detente y desiste! —Era lo que había oído decir una vez a un alguacil, y le encantaba esta exclamación.

La mirada del espectro siguió moviéndose.

—¡Corre, Usha! —gritó.

La joven no podía. El gélido frío entumecía huesos y músculos, helaba la sangre en las venas. Tiritaba de pies a cabeza, incapaz de moverse un solo centímetro. El espectro estaba casi encima de ella.

Tas, enfadado de verdad —al fin y al cabo, ésta era la Cuchara Kender de Rechazo— se puso de un salto delante del espectro.

—¡Lárgate! —le gritó.

Los ojos se volvieron hacia él, hacia la cucharilla. De repente, los ojos se abrieron de par en par, parpadearon, se cerraron y desaparecieron.

El frío cesó. La puerta seguía abierta.

A lo lejos, una campanilla de plata tintineó débilmente.

Usha miraba fijamente, no a la cuchara, sino a algún punto del fondo del cuarto.

—¡Lo hice retroceder! —La voz de Tas sonaba algo sorprendida—. ¡Lo hice marcharse! ¿Lo viste, Usha?

—Vi algo —repuso ella, con voz temblorosa—. Detrás de ti. Era un hombre que llevaba ropas negras. Una capucha le cubría el rostro. No pude ver...

—Seguramente sería otro espectro —dijo Tas. Se dio media vuelta, presentando la cucharilla con gesto osado—. ¿Está aún ahí? Haré que se marche.

—No, ya no está. Desapareció después de que lo hiciera el espectro, cuando sonó esa campanilla.

—Oh, vale. —Tas estaba desilusionado—. Quizás en otra ocasión. De todas formas, la puerta está abierta. Podemos marcharnos.

—¡Cuanto antes, mejor! —Usha se encaminó hacia la salida, vaciló y se asomó a la escalera—. ¿Crees que el espectro se ha marchado de verdad?

—Desde luego que sí. —El kender frotó la cucharilla contra la pechera de su camisa. Hecho esto, se la guardó en el bolsillo que tenía más a mano, por si necesitaba utilizarla otra vez, y salió del cuarto.

Usha lo siguió de cerca.

Salieron a un amplio rellano. La escalera ascendía y descendía en espiral. El interior de la torre estaba oscuro, pero al llegar ellos aparecieron en las paredes unas parpadeantes llamas cuya fuente de combustión era invisible. A la tenue luz que arrojaban estas espeluznantes llamas, Tas y Usha vieron que la escalera no tenía barandilla ni otro tipo de cerramiento. El centro de la torre era un hueco. Un paso mal dado en los estrechos escalones podía ser el último.

—Hay una buena caída hasta abajo —comentó el kender mientras se asomaba temerariamente por el borde de la escalera a las sombras del hueco central.

—¡No hagas eso! —Usha lo agarró por la correa de una de sus bolsas y tiró de él hacia atrás, contra la pared—. ¿Hacia dónde vamos?

—¿Hacia abajo? —sugirió Tas—. La salida está en esa dirección.

—De acuerdo —musitó la joven. El camino no parecía muy prometedor ni en una ni en otra dirección. Echó una última mirada atrás, al cuarto que abandonaban, medio temiendo, medio esperando, ver de nuevo la extraña figura vestida de negro.

La habitación estaba vacía.

Pegados a la pared, agarrados de la mano —por si acaso alguno de los dos resbalaba, comentó amablemente Tas— empezaron a bajar la escalera lenta y cuidadosamente. Nada ni nadie los molestó hasta que llegaron al nivel inferior.

Allí, en la planta baja, los aprendices de mago, que estudiaban bajo la tutela de Dalamar, tenían sus aposentos. Tas empezaba a soltar un suspiro de alivio por haber llegado al final de tan largo descenso, cuando oyó el susurro de túnicas, las suaves pisadas de pies calzados con zapatillas, y el sonido de voces altas. Una luz alumbró la oscura escalera.

—Vaya, me pregunto qué está pasando —dijo el kender—. Quizá sea una fiesta. —Reanudó el descenso con entusiasmo.

—¡Es Dalamar! ¡Ha vuelto! —susurró la muchacha, atemorizada.

—No, ésa no es su voz. Será la de alguno de sus discípulos. —Escuchó un momento las voces—. Parecen muy alterados. Voy a ver qué pasa.

—¡Pero si los discípulos nos sorprenden nos harán volver a la habitación!

—Bueno, pues entonces pasaremos otro rato divertido intentando salir —repuso Tas alegremente—. Vamos, Usha, ya se nos ocurrirá algo. No podemos quedarnos en esta aburrida escalera toda la noche.

—Supongo que tienes razón. Esas voces suenan a personas de verdad, vivas. ¡Puedo enfrentarme a gente de verdad! Además, si nos quedamos aquí, alguien acabará por encontrarnos, y parecerá menos sospechoso si salimos a descubierto, sin andar escondiéndonos.

—¿Sabes una cosa? —Tas la miraba con admiración—. Si no tuvieras ascendencia irda, diría que tienes antepasados kenders. Tómalo como un cumplido —añadió apresuradamente. A veces, cuando decía esto, la gente intentaba darle un puñetazo.

Pero Usha parecía halagada. Sonrió, cuadró los hombros, levantó la cabeza y empezó a bajar la escalera hacia la luz.

Tas tuvo que darse prisa para alcanzarla. Los dos estuvieron a punto de chocar con un Túnica Roja que apareció corriendo por la esquina. El mago se frenó en seco y los miró atónito.