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—¿Qué sucede? —preguntó Usha con calma—. ¿Podemos ayudar?

—¿Quién infiernos sois y qué hacéis aquí? —demandó el Túnica Roja.

—Me llamo Usha... —La joven hizo una pausa.

—Majere —completó Tas.

—¡Majere! —repitió el joven mago, sobrecogido. Casi dejó caer el libro de hechizos que llevaba en las manos.

—¡Ya has metido la pata! —Usha miraba al kender con simulada furia—. ¡Se suponía que no tenías que decirlo!

—Lo siento. —Tas se llevó la mano a la boca.

—En fin, ahora ya lo sabes. —La joven suspiró de manera teatral—. Resulta tan difícil esto de la popularidad... La gente no me deja en paz. No se lo dirás a nadie, ¿verdad? A Dalamar no le haría gracia.

—Soy Tasslehoff Burrfoot, Héroe de la Lanza —se presentó el kender, pero el Túnica Roja no se mostró impresionado, y parecía haber olvidado la existencia de Tas. Miraba a Usha con una expresión de veneración, con el corazón y el alma en los ojos.

—Lo prometo, señorita Majere —dijo suavemente—. No se lo diré ni a un alma.

—Gracias. —Usha sonrió; una sonrisa que parecía decir «Estamos solos los dos, tú y yo, contra el mundo».

El Túnica Roja no cabía en sí de placer. A Tas le sorprendió que el aprendiz no empezara a derretirse a sus pies.

—Tal vez me quede a estudiar aquí, con vosotros —siguió Usha mientras echaba un vistazo a su alrededor para ver si el sitio le gustaba—. Todavía no lo he decidido. —Volvió los ojos hacia el mago—. Pero creo que me gustaría este lugar.

—Espero que sí —dijo él—. Es muy cómodo y acogedor.

—Oscuro, húmedo y con un olor raro —observó Tas—. He estado en prisiones que eran mejores, pero supongo que debe de tener sus compensaciones.

El Túnica Roja parpadeó y cayó de repente en la cuenta de que había un kender en la Torre de la Alta Hechicería. Lanzó una mirada fulminante a Tas, ceñudo.

—¿Qué haces tú aquí? Mi maestro jamás permitiría que un...

Usha cogió al hombre por el brazo y se aproximó a él.

—Estábamos profundamente dormidos en los excelentes aposentos que nos proporcionó lord Dalamar cuando oímos repicar una campana. Creímos que podía ser...

—¡Un incendio! —se apresuró Tas a concluir la frase—. ¿Hay un incendio? ¿Vamos a quemarnos todos como tizones? ¿Es por eso por lo que tocaba la campana?

—¿Repicar una campana? —El Túnica Roja tenía una expresión como si estuviera escuchando campanillas desde que había puesto los ojos sobre Usha. Pareció salir dé un trance—. ¡Campanas! ¡La campana de plata! ¡He de irme! —Se soltó con brusquedad.

—¡Hay un fuego! —Tas volvió a agarrarlo.

—No, no lo hay —replicó el joven aprendiz, enfadado—. Suéltame. ¡Y devuélveme eso! —Le quitó de un tirón el rollo de pergamino que tenía el kender en las manos, un pergamino al que le faltaban pocos centímetros para desaparecer en uno de los saquillos de Tas.

—Qué suerte tienes de que lo encontrara —dijo el kender con seriedad—. Podrías haberlo perdido. ¡Eh, la campana suena otra vez! El fuego debe de estar extendiéndose.

—No es ningún fuego. La campana de plata significa que alguien ha entrado en el Robledal de Shoikan. Tengo que irme —repitió el Túnica Roja, pero era incapaz de apartar los ojos de Usha—. No te muevas, aquí estarás a salvo.

¡El Robledal de Shoikan!», dijo Tas para sus adentros. «¡Y los intrusos serán arrastrados bajo tierra por los espectros y yo no estaré allí para verlo! A menos que...» Tuvo una idea. «¡A menos que vaya allí para salvarlos!»

Sacó del bolsillo la cucharilla de plata y, antes de que Usha o el Túnica Roja pudieran impedírselo, salió a todo correr hacia la entrada de la torre.

25

Túnica Blanca. Armadura negra

Las espantosas voces del Robledal de Shoikan guardaban silencio. Las manos de los espectros, que intentaban arrastrar a sus víctimas bajo tierra para que se unieran a ellos en su eterna y hambrienta oscuridad, se agitaban incansables debajo de las hojas putrefactas, pero no atacaban. Los árboles mantenían su severa vigilancia, pero parecían dispuestos a dejar pasar al caballero y al mago.

Codo con codo, los dos jóvenes entraron juntos en la horrenda arboleda. Las voces de los muertos los instaban a seguir adelante, los incitaban, engatusadoras, a continuar.

El camino no era fácil. No existía ninguna senda en el Robledal de Shoikan, al menos, no para Steel y Palin. Tenían que abrirse paso a medida que avanzaban, luchando contra la maleza enmarañada y espinosa; los olores nocivos a muerte y putrefacción casi los asfixiaban. En el mundo fuera del Robledal de Shoikan, el suelo estaba seco y abrasado por el sol, cubierto de polvo. Dentro de la arboleda, la tierra estaba empapada de humedad; el cieno rezumaba bajo sus pies, y un agua salobre cubría las huellas que dejaban a su paso. El aire era frío y neblinoso, y una humedad —como el sudor de un enfermo febril— les cubría la piel y les escurría por el cuello.

Cada paso era una experiencia aterradora. Los muertos del robledal no decían nada en voz alta. Susurraban palabras apenas inteligibles, pero rebosantes de odio y de una horrible ansia.

Steel se puso al frente, sosteniendo la espada desenvainada con las dos manos y levantada para atacar. Estaba vigilante, alerta, haciendo cada movimiento con extremada precaución. Palin lo seguía, caminando a la luz del Bastón de Mago que utilizaba para alumbrarles el camino. Quizá fuera fruto de la imaginación sobreexcitada, pero le daba la impresión de que unas manos esqueléticas retrocedían cuando la luz del cayado iluminaba los huesos.

El trayecto parecía interminable. El miedo convertía los segundos en horas, las horas en años. La susurrante oscuridad, el asfixiante hedor, el frío que se metía en los huesos y dejaba los dedos entumecidos empezaron a hacer efecto tanto en el guerrero como en el mago.

El suelo estaba cada vez más mojado, y caminar se hacía más difícil a cada momento. Steel, con sus pesadas botas y la carga de la armadura, se hundía hasta los tobillos en el repugnante y pegajoso cieno. Cada paso que daba requería de un gran esfuerzo para sacar el pie del barro, y se convertía en una brega contra el lodoso terreno; al poco tiempo respiraba de manera jadeante y el agotamiento se empezaba a apoderar de él. Las piernas le ardían por el esfuerzo. Intentó encontrar terreno más firme, mirando dónde ponía los pies, pero no sirvió de nada. A cada paso se hundía un poco más; cada vez le costaba más soltarse del barro. Cansado, mucho más cansado de lo que debería haber estado, casi sin respiración, hizo un alto y volvió la vista hacia las huellas que dejaba tras de sí.

Se estaban cubriendo de sangre.

Palin no tenía dificultad para caminar; marchaba con ligereza sobre el terreno, sin dejar huella de su paso. Podía andar, pero no respirar.

Bajo los árboles, el aire parecía líquido que fluía por su nariz y su boca como agua oscura y aceitosa. Se atragantó, tragó con esfuerzo y volvió a atragantarse. Los pulmones le ardían. Inhaló profundamente, pero sólo consiguió que le diera una arcada y vomitara como si hubiese bebido agua estancada. Empezó a ver minúsculos puntos luminosos; se estaba ahogando lentamente, y empezó a perder el sentido.

Boqueando para coger aire, se vio obligado a detenerse junto a Steel.

Los muertos los esperaban.

Unas manos descarnadas que no eran más que hueso y tendones salieron de la negra marga y agarraron a Steel por las espinillas. Unas voces crujientes como huesos resecos farfullaban y reían. Las manos tiraron hacia abajo con fuerza inhumana, intentando arrastrar al caballero bajo tierra para que se uniera a ellos en una muerte sin descanso.

Blandiendo su espada al tiempo que lanzaba un grito, Steel descargó sobre las manos la reluciente hoja.

Más manos aferraron los pies del caballero, cerrándose en torno a sus tobillos. La espada cercenaba manos de las esqueléticas muñecas. Una mano caía cortada, pero al punto era reemplazada por otra, y otra más después. Estaba perdiendo la batalla; lo estaban arrastrando bajo tierra inexorablemente. De hecho, ya estaba hundido en la ciénaga hasta las rodillas.