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Palin se adelantó presuroso para ayudarlo. Con las palabras de un hechizo en los labios, se esforzó para inhalar el aire que necesitaba para pronunciarlas en voz alta. Pero fue incapaz de hablar; el poco aire que conseguía coger tenía que usarlo para respirar y evitar asfixiarse. Desesperado, golpeó las manos con la punta del bastón.

Los huesos se rompieron, los tendones se partieron.

Animado, continuó el ataque, y de repente notó que podía respirar con más facilidad. También Steel luchaba con renovada esperanza, y consiguió mover las piernas.

—¡Agárralo! —gritó Palin mientras le tendía la punta del bastón.

Steel extendió la mano hacia él.

Unos fríos huesos se cerraron sobre la garganta de Palin, hincándose en la carne. Un dolor ardiente, lacerante, lo recorrió de la cabeza a los pies. Sus extremidades se sacudieron con movimientos espasmódicos. El Baston de Mago cayó al suelo, y la brillante luz del cristal se apagó.

La oscuridad, densa y palpable, se abalanzó sobre ellos como si les hubiera puesto una emboscada y sólo estuviera esperando que se le presentara la ocasión para atacar. Palin tiró de las manos con frenesí, con un pánico creciente, y, de pronto, supo lo que tenía que hacer. El recuerdo de sus hermanos, entrenándose en la lucha cuerpo a cuerpo, acudió a su memoria con desesperada claridad. Vio a Tanin agarrar a Sturm por el cuello desde atrás, y vio a Sturm plantar los pies firmemente y empujar hacia atrás; recordó cómo Tanin había caído patas arriba, soltando su presa.

Palin plantó los pies tan firmemente como le fue posible en el terreno cenagoso y, con todas sus fuerzas, se arrojó hacia atrás. Al no haber ningún cuerpo sólido que detuviera su caída, cayó en medio de la oscuridad, y se dio un fuerte golpe en el suelo que lo dejó sin el poco resuello que le quedaba. Pero había conseguido que las manos le soltaran la garganta.

Quedó tumbado, boqueando para coger aire, sabiendo que tenía que moverse, pero demasiado débil para intentarlo todavía. Miró a lo alto y creyó ver brillar una estrella en medio de la oscuridad; se preguntó maravillado cómo era esto posible, hasta que cayó en la cuenta de que se trataba de la luz de la Joya Estrella, que relucía sobre el pecho de Steel.

—¡Deprisa, Majere! —ordenó el caballero mientras le ofrecía la mano para ayudarlo a levantarse—. Se han ido... de momento.

El joven mago no cogió la mano tendida. Se puso de rodillas y empezó a tantear entre las hojas podridas. La oscuridad susurraba a su alrededor.

—¿Qué ocurre? ¿Estás herido? —preguntó Steel.

—¡Mi bastón! ¿Dónde está? ¡No lo encuentro! ¡No veo nada! —Palin tanteaba las hojas mojadas.

—¡Date prisa, mago! —lo urgió Steel.

El caballero se plantó, protectoramente, a su lado, escudándolo con su cuerpo y con la espada desenvainada.

—¡Lo tengo! —exclamó Palin con alivio. Su mano se cerró sobre la suave madera y de inmediato el cristal brilló radiante. Apoyándose en el cayado, se puso de pie.

Y allí, ante ellos, estaba la Torre de la Alta Hechicería.

Era un edificio alto, construido con magia y mármol negro, que se elevaba hacia el oscuro cielo. Ni siquiera las estrellas lucían sobre la Torre de Palanthas. Las tres lunas sí lo hacían. Los muros de mármol relucían a la luz de Solinari, pues, aunque Solinari era un dios reverenciado por los Túnicas Blancas, él —como sus hermanos— reverenciaban a toda la magia. En lo alto de la torre, los rayos rojos de Lunitari relucían sobre los minaretes, que parecían estar teñidos con sangre. Por encima de ellos, más arriba de la galería conocida como la Avenida de la Muerte, se cernía Nuitari, la luna negra, guardiana especial de esta torre y sólo visible para los Túnicas Negras.

—Lo hemos conseguido —dijo Palin, con un nudo en la garganta.

El momento tan esperado había llegado. Casi echó a correr, pero los acontecimientos le habían enseñado a actuar con precaución. Esperó a que el caballero lo precediera.

A despecho de la fatiga, Steel echó a andar rápidamente. Él, también, se sentía aliviado al ver que la travesía de la arboleda llegaba a su fin. Juntos, caminando ahora a la luz de las dos lunas visibles, se acercaron a la cancela de hierro.

Que ellos vieran, no había ninguna cerradura. Daba la impresión de que la cancela se abriría con sólo empujarla. Sin embargo, ninguno de los dos alargó la mano ni deseaba tocar aquella reja, que chorreaba con la extraña, misteriosa humedad del Robledal de Shoikan.

No se veía a nadie. En las ventanas no brillaba ninguna luz, pero eso podía ser una ilusión. Quizás había —casi seguro que había— varios ojos observándolos.

—Bueno, Majere, ¿a qué esperas? —Steel señaló la cancela con su espada—. Éste es tu terreno. Adelante.

El joven mago no podía discutirle tal circunstancia, de manera que dio unos pasos y puso la mano en la verja.

Ésta se abrió suavemente.

Palin cobró ánimos. Se volvió a mirar a Steel con algo parecido a un abatido triunfo. Ahora le tocaba a él ir delante.

—Vamos —dijo—. Se nos ha invitado a entrar.

—Qué afortunados somos —rezongó Steel sin bajar la espada. Cruzó la cancela y entró en un patio ajardinado. Era un jardín extraño.

En él crecían muchas hierbas y flores que se utilizaban para componentes de hechizos. Cultivadas y cuidadas por los aprendices de mago, la mayoría de estas plantas crecían por la noche, desarrollándose con la luz invisible de Nuitari. Belladona, lirio de la muerte, orquídeas negras, rosas negras, ruda, dulcamara, beleño, adormidera, mandrágora, ajenjo, muérdago... Su perfume dulzón, cargado, intenso, saturaba el aire.

—No cojas ni toques ninguna de las plantas —advirtió Palin mientras caminaban por los húmedos adoquines grises del patio.

—No es la clase de ramillete que me gustaría —contestó Steel, aunque se detuvo para hacer una leve reverencia ante el lirio que era el símbolo de su orden.

Palin se estaba planteando cómo entrar en la torre propiamente dicha —guardaba un vago recuerdo de que había una campana— cuando los vio. Por todas partes, a su alrededor.

Ojos. Ojos inmóviles, sin pestañear. Sólo ojos.

Nada de calaveras, ni cuellos, ni brazos, torsos o piernas.

Ojos y manos.

Manos espantosas. Manos de fría muerte.

Steel estaba detrás de Palin.

—¿Qué son esos? —siseó el caballero al oído del mago.

—Los guardianes de la torre —advirtió Palin—. No..., no dejes que se acerquen a ti.

Los ojos se deslizaron hacia ellos, aproximándose. Tenía que haber centenares, brillando pálida y fríamente a la luz de Nuitari.

—¿Cómo, en nombre del Abismo, se supone que puedo impedírselo? —Steel se pegó a Palin, protegiendo la espalda del mago, del mismo modo que Palin guardaba la del caballero—. ¡Haz algo! ¡Di algo!

—Soy Palin Majere —exclamó el mago en voz alta—. ¡Apartaos!

—Majere... Majere... Majere...

El nombre se repitió como un eco en los muros de la torre, resonando a través del patio como el tañido de campanas disonantes, terminando en una risa burlona.

Palin se estremeció. La mandíbula de Steel se tensó; el semblante del caballero brillaba por el sudor.

Los ojos seguían acercándose más y más. Unas manos blancas, incorpóreas, aparecieron en la oscuridad. Los dedos esqueléticos señalaban los palpitantes corazones de los dos seres vivos. Un leve roce, y la sangre se les congelaría, el latido del corazón cesaría.

—¡En nombre de Chemosh, os ordeno que os apartéis! —gritó Steel de repente.

Los ojos relucieron... pero sólo de cólera.

—Yo no mencionaría ese nombre otra vez —advirtió Palin en voz queda—. Aquí sólo se respeta a un dios.