—Oh, sí que lo sabes. En caso contrario, no habrías llegado tan lejos. ¿De qué se trata? ¿Qué es lo que sabes?
Palin agarró el Bastón de Mago y se puso de pie.
—Sé que te di mi palabra de honor, y no faltaré a ella.
—La palabra de honor de un mago es tan inconsistente como el humo —replicó el caballero con sorna.
—Pero la palabra de honor de un Majere, no —contestó Palin con gran dignidad—. ¿Seguimos adelante?
Continuaron subiendo y subiendo por la tortuosa escalera. Sabían que los vigilaban, aunque no veían a los que los observaban.
Cada peldaño traía recuerdos a Palin, recuerdos de su Prueba, que había tenido lugar en esta torre. Todo una ilusión, según Dalamar. ¿Lo había sido? Parecía tan real... Claro que la Prueba siempre parecía real a los magos que la pasaban y que arriesgaban la vida a fin de poseer la magia.
Quizá la Prueba había sido realidad, y el resto de la vida de Palin, pura ilusión.
Palin cerró los ojos, se apoyó en la fría pared de la torre y, por primera vez en su vida, se entregó, con una entrega total y sin reservas, a la magia. La sintió bullir en su sangre, acariciarle la piel con un cosquilleo. Las palabras que susurró fueron de bienvenida, de aceptación absoluta. Su cuerpo se estremeció en un éxtasis...
Palin recordó ese momento de la Prueba con una punzada de pesar. Hacía mucho, mucho tiempo que no experimentaba esa sensación de éxtasis. Nunca lo había admitido ante nadie, ni siquiera ante sí mismo, hasta ahora: la magia se había convertido en un trabajo pesado. El estudio de hechizos en plena noche a solas; palabras recitadas una y otra vez procurando darles la inflexión correcta, la pronunciación debida. Las palabras mágicas le daban vueltas en la cabeza cuando intentaba dormir; los componentes de hechizos plagaban sus sueños. El cosquilleo en la sangre cuando se ejecutaba el hechizo, la satisfacción cuando la magia funcionaba como se suponía tenía que hacer... todo eso lo experimentaba. Pero nunca excedía la sensación de insuficiencia, el vacío, la impotencia, el terror que aparecían cuando el conjuro no funcionaba.
Y cada vez más a menudo la magia no funcionaba. Las palabras se mezclaban en su mente, amontonadas en un revoltijo. No se acordaba si tenía que pronunciar la primera palabra con el acento en la última sílaba o si era la última palabra con el acento en la primera sílaba. Era incapaz de encontrar el componente de un hechizo que había visto en su saquillo un momento antes...
¿Cuándo había empezado a crecer el temor dentro de él? No en su primera aventura, viajando con sus hermanos, cuando habían conocido al enano Dougan Martillo Rojo y habían salido a capturar la Gema Gris de Gargath. Entonces la magia había sido embriagadora, y el peligro, regocijante.
Había vuelto a sus estudios con ansiedad, aunque no tenía un maestro que le enseñara. Ningún mago de Krynn quería al sobrino de Raistlin Majere por discípulo. Palin lo comprendía. No había sentido la necesidad de tener un maestro en ese momento de su vida. Trabajaría solo, como lo había hecho su tío.
Al principio, Palin trabajó bien, aunque sin obtener resultados. Los meses pasaron. Hizo poco o ningún progreso. A veces parecía incluso que retrocedía. Viajó a la Torre de Wayreth, buscando consejo en el Cónclave.
—Paciencia —le había dicho Dalamar—. Paciencia y disciplina. Los que toman la Túnica Blanca alcanzan, finalmente, un mayor poder que los que llevan la Roja y la Negra, pero se paga un precio. Tienes que caminar antes de que puedas correr.
«¡Mi tío no caminó!» Palin sentía la frustración ardiendo en su interior. Se impacientaba con el repetitivo aprendizaje de memoria, con la interminable redacción de pergaminos, con las horas perdidas hurgando en la tierra de su jardín de hierbas. Y por debajo de todo esto, como unas aguas residuales que contaminaban su vida y su trabajo, estaba el creciente temor de no ser lo bastante bueno, de que nunca sería más que un mago de bajo nivel, adecuado para practicar su magia en las fiestas infantiles.
Probarse a sí mismo su valía era una de las razones por las que había abandonado los estudios y cabalgado con los caballeros. Había fallado estrepitosamente... y fueron sus hermanos los que pagaron su fracaso.
Palin subía los peldaños, uno tras otro, obligando a sus doloridas piernas a dar otro paso, y otro más; su mente estaba tan absorta en el pasado que no se daba cuenta del presente. Ya no era consciente del entorno, no reparó en que habían llegado a su destino hasta que el kender le dio tirones de la túnica.
Miró aturdido a Tas, sin reconocerlo al principio. Entonces parpadeó y regresó al presente súbitamente.
—¿Sí? ¿Qué pasa?
—Creo que hemos llegado —dijo Tas en un susurro alto mientras señalaba—. ¿Es aquí?
Palin levantó el cayado, y la luz del cristal disipó la oscuridad.
Se encontraban en un rellano amplio, directamente debajo de una puerta de madera con goznes de hierro forjado. Un corto tramo de escalones conducía a ella.
—Conozco este sitio —contestó el joven mago con esfuerzo. Tenía la garganta y la boca tan secas que le costaba trabajo hablar—. Pasé mi Prueba aquí. Sí. —Hizo una pausa y se lamió los resecos labios—. Este es el laboratorio.
Nadie habló, ni siquiera Tas. Se juntaron más, dentro del círculo de la luz del bastón. Fuera de él la oscuridad farfullaba y susurraba. Sombras vislumbradas pasaban veloces, tanteándolos con manos tan inconsistentes como volutas de humo. Si se apagaba la luz del bastón se sumergirían en la más absoluta oscuridad.
—¡Vamos, Majere! —La voz de Steel sonaba ronca, destemplada—. Adelante. Abre esa puerta.
A Palin le vino a la mente una visión del pasado.
Dos ojos fríos y transparentes los observaban desde la oscuridad. Eran unas pupilas sin cuerpo, a menos que la propia oscuridad formase parte de su carne, su sangre y sus huesos...
—Hazte a un lado y déjanos pasar --dijo Dalamar.
—Imposible, maestro. Tus órdenes fueron: «Toma esta llave y guárdala por toda la eternidad. No se la entregues a nadie, ni siquiera a mí mismo. Desde hoy en adelante, guardarás esta puerta. Que nadie la cruce. Que la muerte alcance a aquellos que lo intenten...».
—Tenemos que pasar ante el guardián —dijo Palin.
—¿Qué guardián? —demandó Steel, impaciente—. ¡No hay ningún guardián!
Palin miró fijamente ante sí. Reinaba la oscuridad. La única luz era la del Bastón de Mago. Y ante esa luz la oscuridad se apartaba.
Al espectro no se lo veía por ningún sitio. Los susurros en la oscuridad no eran amenazadores, comprendió de repente Palin. Eran jubilosos. ¿Acaso presagiaban el regreso del verdadero Amo de la Torre?
—¡Todo esto es un error, está mal! —musitó Palin.
No, sobrino. ¡Está eminentemente bien!
Las lágrimas le escocían en los ojos. Se estremeció; la luz del bastón titiló en su temblorosa mano.
«¿Qué hago aquí? Me está utilizando...»
—¡Por supuesto que el guardián se ha marchado! —dijo Tasslehoff Burrfoot con satisfacción—. Se enteró de lo de mi cuchara. ¡Vamos, Palin! ¡Yo iré delante!
El kender se guardó la cuchara en el bolsillo y echó a correr escalera arriba.
—¡Tío Tas, detente! ¡No entres ahí!
Estas palabras, desgraciadamente, no se encuentran en el vocabulario kender.
Palin observaba atemorizado, esperando ver aparecer al guardián, y al kender desplomarse muerto en la escalera.
No ocurrió nada.
Tasslehoff llegó a la puerta del laboratorio sin sufrir ningún percance. Tiró del picaporte, se asomó por el agujero de la cerradura, y dio un empujón a la puerta... que se abrió silenciosamente.