¿Qué objeto? ¿Cuál de ellos?
—Si no quieres quedar atrapada y sola en la escalera, a oscuras, te aconsejo que vengas conmigo —advirtió Jenna, que añadió secamente:— A menos que quieras dejarnos.
—Me marcho —contestó Usha.
O era el amuleto de obsidiana o la redoma de cristal; el uno o la otra. Uno de los dos objetos tenía algo que ver con sombras, lo que sin duda no le sería de mucha ayuda. Este espantoso sitio tenía sombras más que de sobra. El otro la sacaría del peligro. ¿Cómo? Usha no lo recordaba, pero cualquier cosa era mejor que esto.
La obsidiana era negra, como lo eran las sombras. La lógica descartaba el amuleto y le aconsejaba intentarlo con la redoma.
Usha había vivido rodeada de magia toda su vida, pero sólo el tipo de magia que se utilizaba para el bien y para propósitos prácticos. Jamás había visto magia negra o perjudicial... hasta que había entrado en esta horrenda torre. Por lo tanto no sentía un especial temor por probar una magia desconocida. Su Protector se lo había dado, y confiaba en él.
Usha sacó la redoma de la bolsa y rompió el sello de cera que la tapaba.
Jenna saltó sobre ella, pero era demasiado tarde.
Un fino hilillo de humo amarillo blanquecino salió del recipiente de cristal. Tenía un olor dulzón, como a hierba recién cortada, y disipó el hedor a muerte y putrefacción que flotaba en el aire.
Usha se puso la redoma bajo la nariz e inhaló el humo...
Y se transformó en humo.
29
La cámara de la Visión
—¿Donde estamos ahora? —preguntó Steel.
—Nos encontramos en la Cámara de la Visión —repuso Dalamar—. La creó mi shalafi, Raistlin Majere.
Estaban en una cámara circular en el centro de la cual, ocupando casi todo el espacio a excepción de una estrecha franja, había una laguna de agua oscura. Un chorro de llamas azules surgía del centro de la charca. Las llamas no echaban humo y lo que les servía de combustible —a menos que quemara el agua— era un misterio. Aunque emitía un fuerte brillo proporcionaba escasa luz, de manera que la cámara permanecía a oscuras.
—¿Y para qué sirve esta Cámara de la Visión —inquirió Steel mientras miraba con desagrado a su alrededor—, aparte de despedir un olor asqueroso?
Un movimiento junto al borde de la laguna atrajo su mirada; su mano fue hacia la espada.
—Tranquilízate, caballero —dijo Dalamar en voz queda—. No pueden hacerte daño.
Steel, que no se fiaba del Túnica Negra, no soltó la empuñadura del arma. Dirigió una mirada escrutadora hacia donde había visto el movimiento e hizo una brusca y siseante inhalación.
—¿Qué es eso, en nombre de Takhisis?
—En cierto momento de su notoria carrera, mi shalafi intentó crear vida. Éstos fueron los resultados. Se los conoce como los Engendros Vivientes.
Los Engendros Vivientes, unas masas sanguinolentas que semejaban larvas, reptaban, se retorcían o se arrastraban a lo largo del borde de la laguna. Hacían ruidos, pero Steel ignoraba si estaban hablando o meramente gimoteaban de angustia y dolor. El caballero había visto muchas cosas horribles; había presenciado cómo hacían pedazos a sus compañeros en una batalla; había visto dragones moribundos cayendo a plomo desde el cielo. Por primera vez en su vida, no tuvo más remedio que apartar la mirada y poner todo su empeño en calmar su estómago revuelto.
—Sacrilegio —dijo, deseando que las criaturas dejaran de emitir sus lastimosos gemidos.
—Cierto —se mostró de acuerdo Dalamar—. Mi shalafi no sentía mucho respeto por los dioses..., por ninguno de ellos. Pero no malgastes tu compasión con éstos. Los Engendros Vivientes han corrido mejor suerte, y lo saben.
—¿Mejor suerte que quién? —demandó Steel ásperamente.
—Que los que se conocen como los Engendros de la Muerte. Pero, vamos, señor caballero. Tu comandante quiere hablar contigo y estamos haciendo que pierda su valioso tiempo. Parecía muy impaciente.
—¿Cómo hablo con él? ¿Dónde está? —Steel escudriñó las sombras de la cámara como si esperara que el subcomandante Trevalin saliera de las paredes de piedra.
—No tengo idea de dónde está. No me lo dijo. Mira en la laguna.
Los gemidos de los Engendros Vivientes se volvieron excitados, y varios arrastraron sus cuerpos cerca del borde y señalaron el agua con sus deformes apéndices. Steel los miró a ellos, al elfo oscuro y a la charca con desconfianza.
—Ve al borde —instruyó Dalamar con impaciencia—, y mira en el agua. No te ocurrirá nada malo. Vamos, adelante, no es sólo tu comandante quien está perdiendo tiempo. El mundo está pasando por un momento crítico a causa de ciertos acontecimientos, como creo que estás a punto de descubrir.
Steel, sin estar del todo convencido, pero acostumbrado a obedecer órdenes, caminó hacia el borde de la charca con cuidado de no pisar a ninguno de los Engendros Vivientes. Miró fijamente la oscura agua y, al principio, no vio nada salvo el reflejo de las llamas azules. Entonces, éstas y el agua se mezclaron, se agitaron en ondas. El caballero tuvo la horrible sensación de que se sumergía en la laguna; extendió las manos para frenarse y casi estuvo a punto de tocar la imagen del subcomandante Trevalin.
El oficial se encontraba en las ruinas calcinadas de un castillo. Los muros estaban negros y chamuscados; las vigas del techo se habían desplomado y el techo era ahora el cielo.
El subcomandante estaba celebrando una reunión con sus oficiales, aparentemente, pues muchos caballeros que estaban a su mando se encontraban en la amplia habitación. Al otro lado de la estancia había otro caballero sentado, éste vestido con la armadura de los Caballeros de Solamnia. Steel podría haber tomado a este caballero por un prisionero, pero su armadura estaba chamuscada y ennegrecida igual que los muros del castillo. Unos ojos rojos como el fuego ardían a través de las rendijas del yelmo metálico. Steel conocía el nombre de este temible caballero, y comprendió dónde se encontraba su comandante.
En el alcázar de Dargaard, hogar del caballero muerto, lord Soth.
—Subcomandante Trevalin —saludó Steel.
El oficial se dio media vuelta.
—Ah, Brightblade. Aún eres un invitado de mi señor Dalamar, por lo que veo. —El subcomandante hizo un saludo—. Gracias, señor, por transmitir mi mensaje.
Dalamar inclinó la cabeza levemente, la boca curvada con una sonrisa que casi era una mueca burlona. Se encontraba en una posición muy delicada. No sentía ningún aprecio por los magos vestidos con túnicas grises, y sin embargo estaba obligado —al menos aparentemente— a hacer todo lo posible para el progreso de la causa de la Reina Oscura.
—¿Cómo va tu misión, Brightblade? —continuó Trevalin—. Los Caballeros Grises están deseosos de saber algo. —El modo en que enarcó una ceja expresaba claramente lo que pensaba de los Caballeros Grises y su impaciencia.
Steel afrontó a su superior con resolución, sin pestañear.
—Mi misión ha fracasado, subcomandante. El Túnica Blanca, Palin Majere, ha escapado.
—Un suceso muy lamentable. —Trevalin tenía una expresión grave—. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas volver a capturar al prisionero?
Steel miró de soslayo a Dalamar. El elfo oscuro sacudió la cabeza.
—A donde ha ido, no —dijo suavemente.
—No, subcomandante —contestó Steel.
—Una pena. —La actitud de Trevalin se tornó repentinamente fría—. Majere estaba sentenciado a muerte, y tú te ofreciste como garante de su regreso. Puesto que lo has dejado escapar, serás tú quien ocupe el puesto del prisionero.
—Soy consciente de ello, subcomandante.
—Tendrás, naturalmente, el derecho de exponer tu caso ante el censor correspondiente. Aunque en otros casos éste es elegido entre los caballeros de rango superior al nivel doce, en esta ocasión será el propio lord Ariakan quien ejerza el derecho, puesto que fue tu padrino y quien te presentó como solicitante para ser admitido en la orden de los Caballeros de Takhisis. —Trevalin parecía aliviado—. Afortunadamente para ti, Brightblade, y para mí, lord Ariakan está muy ocupado en este momento, y tu juicio será pospuesto debido a esta circunstancia. Eres un soldado valiente y diestro. Lamentaría perderte en vísperas de una batalla. Lo que me trae al asunto por el que quería comunicarme contigo. Tienes orden de regresar y reunirte con tu garra.