—Sí, subcomandante Trevalin. ¿Cuándo?
—Ahora, inmediatamente. No hay tiempo que perder. Ya he enviado a Llamarada para que te recoja.
—Gracias, subcomandante. ¿He de unirme a mi garra en el alcázar de Dargaard?
—No, Brightblade. Para entonces ya habremos partido de aquí. Te reunirás con nosotros en las montañas Vingaard. Mañana, al amanecer, atacaremos la Torre del Sumo Sacerdote. No te resultará difícil encontrarnos —añadió Trevalin, cuya ocurrencia fue celebrada con risas por los caballeros reunidos—. Los propios dioses mirarán desde lo alto a este vasto ejército y lo contemplarán con asombro. De todos modos te daré las indicaciones oportunas.
Dalamar observó y escuchó la conversación en silencio. Al principio de ésta, Jenna había entrado en la cámara y le hizo señas de que necesitaba hablar con él. Él respondió que esperara con un gesto. Cuando hubo oído lo que consideraba necesario oír, Dalamar fue hacia el extremo de la cámara y se paró junto a Jenna.
—¿Qué ocurre? Habla en voz baja.
Jenna se inclinó hacia él y susurró:
—¡La chica se ha marchado!
—¿Marchado? —Dalamar enarcó una ceja—. ¿Cómo?
—Con medios mágicos. —Jenna se encogió de hombros—. ¿De qué otro modo, si no? Sacó una redoma de cristal y rompió el sello de cera. Del recipiente salió humo y, antes de que tuviera ocasión de impedírselo, lo inhaló y ella se transformó en humo. No podía invertir el hechizo sin saber cuál había utilizado la irda.
—De todos modos, es muy probable que tampoco hubieras podido hacerlo aunque lo hubieses sabido —comentó Dalamar—. ¿Así que se ha marchado?
—La nube de humo se disipó, y con ella la muchacha.
—Interesante. Me pregunto por qué no se fue antes si posee esa capacidad.
—Quizá, como dijiste, los irdas la enviaron a espiarnos. ¿Te convence lo ocurrido de que la chica tiene al menos una parte de ascendencia irda?
—No. Un gully podría haber utilizado esos objetos encantados si alguien le hubiera enseñado cómo hacerlo. Esto no responde a ninguna de nuestras preguntas acerca de la muchacha. Bien, si se ha marchado, no hay nada que hacer. Tenemos otros asuntos más preocupantes de los que ocuparnos. Los Caballeros de Takhisis planean atacar la Torre del Sumo Sacerdote al amanecer.
Jenna abrió los ojos desmesuradamente.
—¡Por Gilean bendito! —exclamó, atónita.
—Vencerán —pronosticó Dalamar al tiempo que miraba con gesto ceñudo a Steel.
Jenna observaba fijamente al elfo oscuro.
—¿Es posible que tal noticia no te complazca? ¿Acaso no estás de parte de tu reina?
—Si Takhisis estuviera de mi parte, yo estaría de la suya —replicó Dalamar con acritud—. Pero no es así. Mi reina ha considerado oportuno tener sus propios hechiceros para que le hagan el trabajo. Si la Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de sus caballeros, la ciudad de Palanthas se rendirá sin la menor duda, y estaremos al capricho y arbitrio de los Túnicas Grises.
—No estarás pensando que se atreverían a arrebatarte la Torre de la Alta Hechicería, ¿verdad? —Jenna estaba consternada.
—¡En cuanto puedan, querida! El Cónclave se les enfrentará, desde luego, pero ya vimos lo bien que funcionó nuestro ataque al alcázar de las Tormentas.
Jenna asintió con la cabeza, pálida y silenciosa. Su padre, Justarius, había muerto en la fallida intentona.
—A Nuitari le tiene que estar resultando difícil resistirse a su madre —continuó Dalamar sombríamente, refiriéndose al dios de la magia negra, hijo de Takhisis—. He notado que su poder ha menguado últimamente.
—Y no es sólo él —dijo la hechicera—. Lunitari está atravesando un momento de extraña debilidad, y, según el Túnica Blanca con el que hablé ayer en Wayreth, también Solinari parece estar alejado de sus seguidores.
Dalamar asintió con la cabeza.
—Creo que voy a hacer un corto viaje, querida.
—A la Torre del Sumo Sacerdote —adivinó Jenna—. ¿Qué hago con el caballero?
—Su dragón azul viene a recogerlo. Llévalo arriba, a la Avenida de la Muerte. Haré que la protección que rodea a la torre se abra el tiempo suficiente para que el dragón descienda y recoja a su amo.
—¿Es conveniente que lo dejemos marchar? Podríamos hacerlo prisionero.
Dalamar consideró esta posibilidad.
—No —decidió—. Dejaremos que se reúna con su ejército. Un caballero más o menos no va a influir en el resultado de la batalla.
—Podríamos utilizarlo como rehén...
—Los Caballeros de Takhisis no harían nada para salvarlo. De hecho, a su regreso será juzgado y probablemente sentenciado a muerte. Dejó escapar a su prisionero, ¿comprendes?
—Entonces, no volverá. ¿Por qué iba a hacerlo?
—Est Sularis oth Mithas. Mi honor es mi vida. Los Caballeros de Solamnia fueron los primeros que lo dijeron, pero los Caballeros de Takhisis han adoptado el mismo código estúpido. Intenta hacer que lo rompa. Estoy convencido de que encontrarás muy divertida su respuesta.
Además —añadió Dalamar, pensativo—, dudo que estemos haciendo un buen servicio a su Oscura Majestad al devolver a sus filas a este caballero en particular. No lo tiene totalmente bajo su dominio.
—Hablas de un modo enigmático, amor mío —Jenna sacudió la cabeza—. Yo lo veo muy vinculado a Takhisis. ¿Qué quieres que haga después de que se haya marchado?
Dalamar contempló fijamente la oscura laguna. La luz de las llamas azules se reflejaba en sus ojos.
—Si fuera tú, mi querida Jenna, empezaría a hacer el equipaje.
Steel terminó la conversación con su oficial al mando. El conjuro acabó y el encantamiento se disipó. El caballero se encontró una vez más junto a la charca de agua oscura. Varios de los Engendros Vivientes se habían reunido a su alrededor, toqueteando y tanteando su armadura con curiosidad. Conteniendo un escalofrío, retrocedió tan rápidamente que casi chocó contra Jenna.
—Creo que nos dejas, señor caballero.
—Así es, señora —contestó Steel—. Mi dragón viene hacia aquí. —Miró a su alrededor—. ¿Dónde está lord Dalamar?
—Mi señor ha ido a retirar la protección mágica que rodea la torre. Te conduciré a la Avenida de la Muerte. Allí podrás reunirte con tu dragón. A no ser que prefieras regresar a través del Robledal de Shoikan, claro —añadió la hechicera con sorna.
Steel, consciente de que se estaba burlando de él, guardó un frío silencio.
—Por favor, sígueme, señor caballero. —Jenna señaló hacia la puerta—. Saldremos al pasillo. No me apetece subir un millar de peldaños, y prefiero no ejecutar un hechizo en esta cámara. Los encantamientos no armonizan bien.
Steel siguió a Jenna fuera de la Cámara de la Visión sin lamentar abandonar aquel lugar. Una vez que se encontraron en el pasillo inhaló profundamente. El aire de la torre estaba cargado y olía a hierbas y a especias, a moho y a putrefacción, pero al menos limpió su nariz del repulsivo hedor de la cámara.
Jenna lo observaba con curiosidad.
—Primero he de preguntar, señor caballero, si estás realmente seguro de que quieres dejarnos.
—¿Por qué no iba a querer? —preguntó Steel, que la miró con desconfianza—. ¿Hay alguna posibilidad de llegar hasta Majere?
—No en esta vida —contestó Jenna, sonriente—. No me refería a eso. Dalamar me dijo que si regresabas con tu ejército corrías el peligro de ser condenado a muerte.