—Fracasé en la misión encomendada, y la pena por ello es la muerte.
Steel se mostraba tranquilo y Jenna lo miró asombrada.
—Entonces, ¿por qué regresas? ¡Huye mientras tienes ocasión de hacerlo! —Se acercó a él y añadió suavemente:— Puedo enviarte a cualquier lugar adonde desees ir. Entierra esta armadura, y podrás iniciar una nueva vida. Nadie lo sabrá jamás.
—Lo sabría yo, señora —replicó el caballero.
—Entonces, de acuerdo. —Jenna se encogió de hombros—. Es tu funeral. Cierra los ojos. Te ayudará a disipar la sensación de mareo.
Steel cerró los ojos, y oyó que la hechicera se echaba a reír.
—Dalamar tenía razón. ¡Realmente divertido!
30
Un enano muy bien vestido. Doble o nada.
Usha se encontró junto a un carro lleno de fruta sin tener una idea muy clara de cómo había llegado allí o dónde estaba. Sentía un hormigueo por todo el cuerpo, de la cabeza a los pies; parecía tener la cabeza llena de una fina y humeante neblina, y notaba un cosquilleo en la nariz.
Recordó vagamente haber destapado la redoma, haberla olisqueado y haber inhalado una fragancia muy agradable; y eso era todo lo que sabía, hasta ahora, cuando se encontró de pie en lo que parecía ser un mercado al aire libre lleno de gente. Usha esperaba que todos la estarían mirando al haber aparecido de repente allí, pero nadie le prestaba la menor atención.
La gente tenía preocupaciones de sobra con las suyas. Nadie vendía nada en el mercado y lo único que se intercambiaba eran rumores. Estaban reunidos en grupos apretados, hablando en tono bajo y tenso. De vez en cuando alguien de un grupo se marchaba y se unía a otro, pidiendo noticias. Usha oyó varias veces la frase «¡Kalaman ha caído!» dicha en tono de miedo y alarma. La joven no sabía lo que podía significar eso, pero había oído lo suficiente para llegar a la conclusión de que estaba todavía en Palanthas.
Suspiró. No le hacía gracia seguir en esta ciudad, tan cerca de la torre, y, sin embargo, habría sentido haberse marchado de allí, abandonando toda esperanza de volver a ver a Palin. Aunque se dijo que tal esperanza era remota, no dejó de abrigarla. Ya no se sentía sola, sin amigos. Había alguien a quien le importaba. Y ella tenía alguien por quien preocuparse.
No podía ver la torre desde donde se encontraba, ya que le tapaba la vista los tejados de los altos edificios que había alrededor. Esperaba escabullirse antes de que nadie se fijara en ella, perderse entre la multitud. Tenía que hacer algo para ganarse la piezas de acero que los palanthianos consideraban tan valiosas. Reflexionaba sobre ello, preguntándose qué hacer, cuando un poco de humo que le quedaba en la nariz le empezó a hacer unas molestas cosquillas. Intentó contenerse, pero no lo consiguió, y soltó un estornudo escandaloso.
Un enano vestido ostentosamente dio un brinco de sobresalto, y sus botas resonaron en los adoquines.
—Por las barbas de Reorx, jovencita, ¡vaya susto que me has dado! —exclamó el enano, que inhaló aire con un sonido siseante mientras se llevaba la mano al corazón.
—Lo siento, señor —empezó Usha, pero otro estornudo la interrumpió.
—¿Estás constipada, muchacha? Soy propenso a los catarros. —El enano, que la miraba con nerviosismo, retrocedió un paso.
Usha sacudió la cabeza, incapaz de explicarse debido al estallido de un tercer estornudo. El enano retrocedió más aún, y se cubrió la cara con el sombrero.
—¡Salud! —dijo el enano, con cierto retraso.
Usha dio las gracias con un cabeceo, sorbió y empezó a buscar por los bolsillos un pañuelo.
El enano le ofreció el suyo. Era blanco, con puntillas, y las iniciales «DMR» bordadas en una esquina. El pañuelo parecía demasiado elegante y fino para utilizarlo. Usha, avergonzada, se limpió la nariz con una punta y, sonrojada, se lo devolvió.
El enano lo guardó en un bolsillo y miró a Usha con sus ojos brillantes, astutos.
—¿Cómo te llamas, muchacha?
—Usha, señoría —contestó al tiempo que hacía una reverencia, juzgando por su vestimenta que este enano debía de ser alguien importante, si no el mismísimo señor de Palanthas.
—Nada de señoría, jovencita —dijo el enano, aunque se atusó la espesa y lustrosa barba con gesto enorgullecido—. Dougan Martillo Rojo, a tu servicio.
Usha sabía que los enanos eran unos artesanos muy diestros, hábiles con los metales y la piedra, pero nunca había oído que estuvieran a la cabeza en asuntos de moda. La legendaria belleza de las salas del gran reino subterráneo de Thorbardin se quedaba corta comparada con la casaca de terciopelo rojo adornada con botones dorados; la magnificencia de las inmensas puertas de Pax Tharkas quedaba reducida a una insignificancia al contrastarla con la camisa de seda de Dougan, adornada con volantes y puños de encaje.
Unas calzas de terciopelo rojo, medias negras, zapatos negros con tacones rojos, y un sombrero de ala ancha tocado con una pluma roja completaban el atuendo del enano. Su negra y sedosa barba era tan larga que sobrepasaba la amplia cintura; el cabello negro le caía en rizos sobre los hombros.
El fragante aroma a fruta fresca, que ha estado al calor del sol de mediodía, atrajo la atención de Usha. No esperaba tener hambre otra vez después del festín de la Torre de la Alta Hechicería, pero eso había ocurrido hacía tiempo, como le recordaba su estómago. La joven echó un rápido vistazo de soslayo al vendedor y sintió un gran alivio al comprobar que no era el mismo que la había hecho arrestar.
Aun así, había aprendido la lección. Apartó la mirada con esfuerzo de la fruta y suspiró, ordenando a su estómago que pensara en otras cosas, pero éste se reveló con un sonoro gruñido.
El enano se había percatado de la mirada de la joven, y ahora escuchó su suspiro y el ruido del estómago.
—Adelante, jovencita, sírvete tú misma —la invitó con un ademán—. Las ciruelas no están tan frescas como esta mañana, pero las uvas saben bien, si no te importa que estén algo arrugadas por el calor.
—Gracias, pero no tengo hambre —repuso Usha, negándose a mirar en dirección a la fruta.
—Entonces es que te has tragado un perrito —dijo Dougan con franqueza—, porque puedo oírle dar ladridos desde aquí. Vamos, come. Yo ya lo he hecho, así que no será una descortesía hacia mí.
—No se trata de eso. —Las mejillas de Usha estaban encendidas—. No..., no tengo ninguna de esas que llaman «monedas».
—Ah, así que ése es el problema. —Dougan se atusó la barba mientras miraba a la joven pensativamente—. Nueva en la ciudad, ¿eh?
Usha asintió con la cabeza.
—¿Dónde vives?
—En ningún sitio en particular —contestó de manera evasiva. El extraño enano se estaba tomando demasiado interés en sus asuntos personales—. Si me disculpas...
—¿Qué haces para ganarte la vida?
—Oh, pues, un poco de todo. Bueno, ha sido un placer hablar contigo, pero tengo que...
—Comprendo. Acabas de llegar a la ciudad y buscas trabajo. Todo te resulta un poco agobiante, ¿no?
—Bueno, sí, señor, pero...
—Creo que puedo ayudarte. —Dougan la miró con ojo crítico, la cabeza ladeada—. Te acercaste muy furtivamente. No te oí llegar, y eso no suele ocurrirme. —Tomó en su mano la de ella y la examinó con atención—. Dedos esbeltos. Y ágiles, puedo jurarlo. ¿Son rápidos? ¿Hábiles?
—Eh... supongo que sí. —Usha miraba al enano desconcertada.
Dougan le soltó la mano como si fuera una pieza de fruta achicharrada por el sol, y le estuvo mirando los pies un largo rato; luego alzó la vista hacia su rostro, musitando para sí mismo:
—Unos ojos que encandilarían a Hiddukel y lo harían dejar de contar su dinero. Rasgos que harían levantar al propio Chemosh de su tumba. Servirá. Sí, ya lo creo que sí, jovencita —dijo alzando la voz—. Conozco a ciertas personas que buscan chicas con cualidades como las que tú tienes.