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—Palin no quiere ser tan gruñón, lo que pasa es que está asustado —comentó Tas, con tono compasivo.

El kender no estaba familiarizado con esa emoción particularmente incómoda, pero sabía que afectaba a muchos de sus amigos, así que decidió —llevado por la lástima por su joven compañero— hacer lo que Palin le había pedido.

Se quedó en el rincón, sintiéndose virtuoso y preguntándose cuánto duraría esa sensación. No mucho, probablemente, ya que la virtuosidad rayaba en el aburrimiento. Sin embargo, funcionaría durante un rato. Tas no podía tocar nada, pero sí mirar, así que miró con todas sus fuerzas.

Palin caminaba despacio por el laboratorio. El Bastón de Mago arrojaba una luz brillante sobre todo lo que había en la habitación, como si le complaciera estar de vuelta en casa.

La estancia era enorme, mucho mayor de lo que razonablemente se podía esperar que fuera, considerando su localización y el tamaño de todas las otras habitaciones de la torre. Tas tenía la excitante y escalofriante impresión de que la estancia había crecido cuando entró en ella y, lo que era más apasionante, que todavía seguía creciendo. Era una sensación causada por el hecho de que, mirara donde mirara, cada vez que apartaba la vista y luego volvía a mirar, siempre veía algo que estaba seguro de que no estaba antes allí.

El objeto más grande del laboratorio era una mesa gigantesca. Era de piedra y ocupaba gran parte del centro del cuarto. Tasslehoff habría podido tumbarse tres veces a lo largo en ella y todavía habría sobrado sitio para su copete. No es que a Tas le apeteciera tenderse sobre todo ese polvo, que lo cubría todo con una gruesa capa. Las únicas huellas que el kender alcanzaba a ver sobre el polvoriento suelo eran las suyas y las de Palin; ni siquiera había marcas de ratones. Tampoco había telarañas.

—Somos los primeros seres vivos que pisan dentro de esta cámara desde hace años —dijo suavemente Palin, haciéndose eco, sin saberlo, de los pensamientos del kender.

El joven mago pasó junto a una mesa de trabajo, y la luz del bastón brilló sobre innumerables estanterías repletas de libros y pergaminos. Tas reconoció algunos de los volúmenes, los que estaban encuadernados en color azul oscuro, como los libros de hechizos del infame hechicero Fistandantilus. Otros, encuadernados en negro y con grabados plateados o los encuadernados en rojo con inscripciones doradas, pertenecían a Raistlin o quizás habían sido dejados aquí por anteriores habitantes de la torre.

Palin se detuvo delante de estos libros de hechizos y los contempló con ojos anhelantes. Alargó la mano hacia uno, pero la retiró bruscamente.

—¿A quién pretendo engañar? —exclamó con amargura—. Si mirara aunque sólo fuera la guarda, seguramente perdería la razón.

Al haber sido compañero de viaje de Raistlin, Tas conocía lo bastante acerca de la magia y los hechiceros para saber que un mago de rango bajo que intentara leer un conjuro que no debía se volvería loco de inmediato.

—Es una medida de seguridad —comentó Tasslehoff, por si acaso Palin no lo sabía—. Raistlin me lo explicó una vez, cuando me quitó el libro de hechizos. Fue muy amable al respecto, diciendo que no quería tener al lado a un kender loco. Le contesté que era muy considerado por su parte, pero que a mí no me importaría volverme loco, y él dijo que vale, pero que a él sí le importaba, y creo que añadió algo en el sentido de que preferiría que veinte ogros le estuvieran aporreando la cabeza con veinte palos, pero quizá lo entendí mal.

—Tío Tas —dijo Palin con voz nerviosa, ahogada—. No es mi intención ser grosero, sobre todo con alguien de tu edad pero, por favor, ¡cállate!

Siguió recorriendo el cuarto, acercando el bastón a un objeto o a otro para alumbrarlo mejor, pero sin coger ni tocar nada. Dio dos vueltas completas al laboratorio, salvo un lugar.

Eludió la parte posterior de la cámara, localizada casi directamente enfrente de donde Tasslehoff estaba parado. Esa zona estaba muy oscura, y Tas empezó a sospechar que Palin evitaba deliberadamente que le diera la luz del bastón.

Pero el kender sabía lo que había en esa parte del laboratorio. Caramon y Tanis le habían contado la historia.

Palin no dejaba de lanzar miradas de soslayo en aquella dirección y después volvía la vista hacia el kender, como si no estuviera seguro de lo que tenía que hacer.

En fin, menos mal que Tas sí lo sabía.

—Pero todavía está asustado —comentó el kender mientras sacudía la cabeza—. Tiene que ser eso, porque de otro modo no entiendo que esté deambulando de un lado para otro, cuando deberíamos poner manos a la obra. Podría decirle lo que hay que hacer.

No, eso no sería una buena idea. Tal y como recuerdo de cuando era un jovencito kender, los consejos de una persona mayor, como soy yo, a alguien más joven, como es Palin, no son siempre bien recibidos. Quizá debería lanzarle una indirecta, darle un empujoncito, por así decir. Después de todo, no disponemos de todo el día. Se está haciendo hora de cenar y, según recuerdo, a las comidas en el Abismo, aunque puede que sean nutritivas, les falta sabor. Bien, esperaré a que no esté mirando...

Palin examinaba los pergaminos por encima, interesado en ellos, pero era evidente que tenía algo más importante en la cabeza. Les echaba una ojeada, suspiraba y volvía a dejarlos con evidente renuencia.

—Vamos... ¡encuentra alguno que puedas usar! —rezongó Tasslehoff.

De repente, al parecer, Palin lo encontró. Examinó el sello de cera que estaba estampado en la cinta que ataba el rollo de pergamino, y su rostro se animó de manera considerable; rompió el sello y empezó a repasar el contenido.

Tasslehoff Burrfoot, moviéndose tan silenciosamente como sólo un kender es capaz, lo que significa que hacía el mismo ruido que el polvo al caer al suelo, abandonó su sitio en el rincón, cruzó sigilosamente el cuarto, y remontó los peldaños de piedra que llevaban al Portal al Abismo.

—Esto es interesante, tío Tas —dijo Palin mientras se volvía para mirar hacia donde el kender había estado. Su voz adquirió un tono de preocupación cuando vio que ya no se encontraba allí—. ¡Tas!

—Mira lo que he encontrado, Palin —proclamó el kender, orgulloso.

Agarró el dorado cordón de seda que colgaba a un lado de la cortina de terciopelo púrpura y tiró de él.

—¡Tas, no! —gritó el joven mago, que dejó caer el rollo de pergamino y saltó hacia el kender—. ¡No lo hagas! Puedes meternos en...

Demasiado tarde.

La cortina se recogió y de los pliegues se soltó una nube de polvo tan densa que casi asfixió al kender.

Y entonces Palin escuchó la palabra más temida... la palabra que por lo general era la última que oían en vida los infortunados que viajaban con un kender:

—¡Oops!

32

El Gremio de Ladrones. La nueva aprendiza

El Gremio de Ladrones de Palanthas podía presumir —y solía hacerlo con cierto orgullo— de ser el más antiguo de la ciudad. Aunque no existía fecha oficial de su fundación, sus miembros no debían de equivocarse mucho en sus cálculos. Ni que decir tiene que hubo ladrones en Palanthas mucho antes de que hubiera plateros o sastres o perfumeros o cualquiera de los otros gremios ahora florecientes.

Las raíces del Gremio de Ladrones se remontaban a tiempos inmemoriales, a un caballero conocido como Pedro el Gato, que había dirigido una banda de salteadores en las tierras agrestes de Solamnia. Su banda asaltaba a los viajeros. Pedro el Gato (el apodo no le fue dado porque fuera tan silencioso como un gato y tuviera su gracilidad, sino porque en una ocasión lo azotaron con un gato de siete colas) era muy selectivo con sus víctimas. Evitaba a los grandes señores que viajaban con escoltas armadas; a todos los magos; a los mercenarios; y a cualquiera que llevara espada. Pedro el Gato sostenía que detestaba los enfrentamientos armados y era enemigo de derramar sangre. Y, en efecto, lo era... sobre todo si se trataba de la suya.