Выбрать главу

Prefería robar al viajero solitario y desarmado, como por ejemplo el calderero ambulante, el juglar itinerante, el esforzado buhonero, el empobrecido estudiante, el pobre clérigo. Huelga decir que Pedro el Gato y su banda andaban a la cuarta pregunta, aunque Pedro nunca perdía la esperanza de que algún día abordarían a un calderero que resultaba que llevaba guardado un puñado de joyas, pero esto no ocurría nunca.

Durante un invierno especialmente duro, cuando la banda había llegado a tales extremos que se comían los zapatos y empezaban a mirarse unos a otros ávidamente, relamiéndose, Pedro el Gato decidió mejorar su situación. Abandonó el campamento a escondidas, decidido a buscar fortuna —o por lo menos un mendrugo de pan— en la recién fundada ciudad de Palanthas. Gateaba por encima de la muralla en plena noche cuando tropezó con un guardia de la ciudad. Los que ven a Pedro el Gato desde una perspectiva romántica dicen que el guardia y él se enzarzaron en una lucha encarnizada, que Pedro arrojó al guardia desde lo alto de la muralla y que el salteador de caminos entró triunfante en la ciudad.

Los que se molesten en leer la verdadera historia de Pedro el Gato descubrirán la versión real de lo ocurrido. Al ser abordado por el guardia en la muralla y ante la amenaza de una defunción inminente, el osado Pedro el Gato cayó de hinojos, se abrazó a las piernas del guardia, y suplicó clemencia. En ese momento, el guardia resbaló en un parche de hielo. Debido a que los brazos de Pedro estaban fuertemente ceñidos en torno a sus rodillas, el guardia no pudo recuperar el equilibrio y, agitando los brazos, se precipitó al suelo desde lo alto de la muralla.

Pedro el Gato, que tuvo el suficiente sentido común de soltarse en el último momento, mantuvo su impasible presencia de ánimo. Descendió al suelo por medios más convencionales, desvalijó al cadáver, y se coló a hurtadillas en la ciudad, donde instaló su residencia en un establo de vacas.

En lugar de salir de la nada, puede decirse que el gremio surgió de los excrementos vacunos.

Pedro afirmó siempre que era él quien había fundado el Gremio de Ladrones, pero en realidad es a su amante, una enana llamada Bet Mano Rápida, a quien se debe el mérito de su creación. «Los ladrones salen como las malas hierbas», es un viejo dicho y, a medida que Palanthas se hacía más grande y más rica, los ladrones se multiplicaban al mismo ritmo. A menudo allanaban una casa y se encontraban con que ya había sido saqueada la noche anterior o, como sucedió en una sonada ocasión, tres grupos distintos de ladrones se presentaron al mismo tiempo en la mansión de un gran señor para saquearla. Aquello acabó con una gran trifulca entre los delincuentes que despertó al servicio de la casa. El señor y sus criados capturaron a todos los ladrones y los encerraron en la bodega hasta la mañana siguiente, que fueron colgados. Pedro el Gato se encontraba, desafortunadamente, entre ellos, y se cuenta que luchó como un demonio y se enfrentó a la muerte con valentía, aunque en los registros se señala que se derrumbó hecho un ovillo y balbuciendo, al pie del cadalso, y que tuvieron que subirlo por la escalera arrastrándolo del cogote.

Tras el desastre, Bet Mano Rápida reunió a todos los cacos, degolladores y rateros que pudo convencer para que salieran de sus escondrijos y les dirigió un discurso conmovedor. Sería mucho mejor para todos, les dijo, aunar sus habilidades, marcar un territorio, repartir las ganancias y no ponerse zancadillas unos a otros. Todos ellos habían visto los cuerpos de sus compañeros meciéndose en la soga, así que aceptaron y jamás lamentaron su decisión.

El Gremio de Ladrones resultó tener tal éxito que fue llegando a Palanthas más y más gente con gran talento en el oficio. El gremio prosperó bajo una dirección inteligente. Sus miembros establecieron reglamentos y códigos de conducta propios a los que tenía que adscribirse todo aquel que entraba en el gremio. El gremio recibía un porcentaje del botín de todos los ladrones y, a cambio, ofrecía adiestramiento, coartadas a los que de vez en cuando eran llevados a juicio, y escondites cuando los hombres del Señor estaban de ronda.

El cuartel general actual del gremio era un almacén abandonado dentro de la muralla de la ciudad, cerca de los muelles. Aquí los ladrones habían prosperado durante años impunemente. El Señor de Palanthas prometía de vez en cuando a los ciudadanos que acabaría con el Gremio de Ladrones. De manera periódica a lo largo del año, los guardias de la ciudad hacían una incursión al almacén. Los espías del gremio sabían siempre cuándo acudiría la guardia, y ésta siempre encontraba vacío el almacén a su llegada. El Señor les decía entonces a los ciudadanos que el Gremio de Ladrones estaba fuera de circulación. Los ciudadanos, acostumbrados a esto, seguían cerrando y atrancando sus casas por la noche y, estoicamente, hacían recuento de las pérdidas a la mañana siguiente.

A decir verdad, los habitantes de Palanthas, aunque detestaban a los delincuentes, se sentían bastante orgullosos de su Gremio de Ladrones. El avaro comerciante corriente que con sus altos precios robaba a la gente en menor escala podía protestar en voz alta de la situación. Las jovencitas soñaban con salteadores apuestos y osados a los que redimían con su amor, salvándolos de una vida criminal. La ciudadanía de Palanthas miraba con desdén a los habitantes de ciudades menores que no tenían Gremio de Ladrones. Hablaban con desprecio de ciudades tales como Flotsam, cuyos delincuentes no estaban organizados y tenían, estaban convencidos, mucha menos clase que los de Palanthas. A los palanthianos les gustaba contar una y otra vez la historia del noble ladrón que, al entrar en la casa de una pobre viuda para robarle, quedó tan conmovido por su lamentable situación económica que de hecho le dio dinero. De haber tenido ocasión, las viudas pobres de Palanthas habrían podido refutar esta historia, pero nadie les preguntaba.

Fue a este almacén —o la casa gremial, como se la llamaba ostentosamente— hacia donde Usha y Dougan dirigieron sus pasos. El callejón estaba oscuro y desierto, pero la joven entró en él sin vacilar. El recuerdo de la torre la acosaba, así que, mientras estuviera lejos de aquel horrible sitio, se daba por satisfecha. Le gustaba la actitud farolera y las maneras bruscas del enano, admiraba su estilo elegante de vestir y, a no tardar, gozaba de su confianza.

La muchacha no sabía nada de los ojos que los vigilaban mientras recorrían el callejón. Era feliz en la ignorancia de que, de haberse encontrado sola en este sitio, habría acabado degollada.

Sin embargo, los ojos vigilantes conocían y aprobaban a Dougan. Lo que Usha, inocentemente, creyó que eran silbidos de pájaros y maullidos de gatos, guiaron al enano y a su compañera a salvo a través de una red de espías y centinelas.

El almacén era un edificio gigantesco pegado contra la muralla de la ciudad. Debido a que estaba construido con el mismo tipo de piedra que la muralla, tenía el aspecto de un forúnculo o un quiste que hubiera salido en la superficie de la muralla y cuya purulencia se extendiera por las calles. Era gris, moteado con manchas, y estaba combado y desmoronándose. Las ventanas que tenía o estaban rotas o sucias; los huecos se habían tapado con mantas (que podían quitarse en caso de que el edificio fuera atacado, y resultaban unos puestos ideales para arqueros). La puerta era gruesa, maciza, hecha con madera y reforzada con bandas de hierro; en ella había una marca peculiar.

Dougan llamó de una manera rara y complicada.

Una mirilla se deslizó cerca de la parte inferior y un ojo se asomó por ella. El ojo examinó a Dougan y luego se fijó en Usha; volvió hacia el enano, se entrecerró y luego desapareció al cerrarse la mirilla.

—No dirás en serio que aquí vive gente, ¿verdad? —comentó la joven a la par que miraba a su alrededor con asco y asombro.