Выбрать главу

—¡Prot, por favor! —Le echó los brazos al cuello y lo estrechó contra sí, una muestra de afecto que no hacía desde que había dejado atrás la infancia—. ¡No me alejes de ti! ¡No me obligues a marcharme! ¡Seré buena! ¡No volveré a causar ningún problema! ¡Te quiero! ¡Os quiero a todos!

—Lo sé, niña, lo sé. —El Protector, cuyos ojos también estaban empañados, le palmeó la espalda con gesto torpe. Acudió a él con fuerza el recuerdo de hacer esto mismo con ella cuando era un bebé, acurrucada en sus brazos, y él hacía cuanto estaba en su mano para darle el amor que su madre nunca pudo darle.

Cuando los sollozos de Usha se apagaron, el Protector la apartó para mirarla a los ojos.

—Pequeña, se supone que no tendría que decirte esto, pero no puedo dejarte marchar pensando que ya no te queremos, que nos has decepcionado de algún modo. Eso no podría pasar nunca, Usha. Te amamos mucho. Tienes que creerme. La verdad es... que vamos a realizar magia, una magia muy poderosa en un intento de evitar que los caballeros malvados regresen. No puedo explicártelo, pero esta magia podría dañarte, Usha, porque no eres irda. Podría ponerte en peligro. Te hacemos marchar porque nos preocupa tu seguridad.

Una mentira, quizá, pero era una mentira inofensiva. En realidad, a Usha se la hacía partir porque podía poner en peligro la magia. La humana, Usha, era una mácula en la perfecta estructura cristalina del encantamiento que los irdas planeaban utilizar para contener el poder de la Gema Gris. El Protector sabía que ésta era la verdadera razón de que el Dictaminador decretara la marcha de Usha.

La muchacha sollozó bajito. El Protector le limpió la nariz y la cara, como había hecho cuando era una niñita.

—¿Esa..., esa magia os pondrá a salvo? —Usha tragó saliva—. ¿A salvo del mal?

—Sí, pequeña. Es lo que dice el Dictaminador, y no tenemos motivo para dudar de su buen juicio.

Otra mentira. El Protector había dicho más mentiras en este día que en toda una vida de incontables siglos. Estaba profundamente asombrado de que se le diera tan bien mentir.

Usha hizo un débil intento de sonreír.

—Gracias por ser sincero conmigo, Prot. Siento..., siento haber sido tan brutal con los demás. Díselo, por favor. Diles lo mucho que los voy a echar de menos y que pensaré en vosotros todos los días... —Las lágrimas amenazaron con desbordarse otra vez. Tragó saliva y las contuvo.

—Se lo diré, Usha. Y ahora, vamos. El sol y la marea no esperan a nadie, o eso es lo que dicen los minotauros.

Caminaron hacia la playa. Usha iba muy callada. Parecía aturdida, incrédula, conmocionada.

Llegaron al bote, una embarcación grande, de dos mástiles, de fabricación y diseño de los minotauros. Los irdas la habían conseguido varios años antes, para utilizarla en la adquisición de la Gema Gris. Una vez completada la tarea, los irdas no tenían otra utilidad para la embarcación y habían dado permiso al Protector para enseñar a Usha cómo navegar en ella. Aunque la idea lo horrorizaba, siempre había temido que este día acabaría llegando.

Entre los dos colocaron cuidadosamente los dos bultos de equipaje: uno pequeño, en el que guardaba objetos personales y que podría llevar a la espalda, y una bolsa más grande, que contenía los regalos de los irdas. Usha llevaba puestas lo que los irdas juzgaban ropas adecuadas para viajar con calor: pantalones hechos con ligera seda verde, sueltos y ondeantes, fruncidos en los tobillos, y sujetos a la cintura con una banda bordada; una túnica a juego, abierta por el cuello y atada a la cintura con un fajín dorado; y un chaleco de terciopelo negro, con bordados de vivos colores. La cabeza se la cubría con un pañuelo de seda.

—Con tantos paquetes pareces una kender —intentó bromear el Protector.

—¡Una kender! —Usha se obligó a soltar una risa—. Me contaste historias sobre ellos, Prot. ¿Crees que llegaré a conocer a uno?

—Será más fácil conocerlos que librarte de ellos. Oh, sí, pequeña. —El Protector sonrió al evocar ciertos recuerdos—. Conocerás a los alegres y despreocupados kenders de ágiles dedos. Y a los severos y secos enanos; a los astutos e ingeniosos gnomos; a los audaces y apuestos caballeros; a los elfos de voces argentinas. Los conocerás a todos...

Mientras hablaba, el Protector observó que Usha apartaba los ojos de él y dirigía la mirada hacia el mar. La expresión de su rostro cambió, dejando de ser aturdida, conmocionada. Ahora advirtió ansia, el anhelo de ver y oír y probar y tocar la vida. En el horizonte unas nubes blancas iban formando un cúmulo más y más alto, pero Usha no veía nubes, sino ciudades, blancas y brillantes al sol. El Protector tuvo la impresión de que si el océano hubiese sido de pizarra la joven habría echado a correr por él en ese mismo instante.

El irda suspiró. La parte humana había tomado control de la huérfana finalmente. La excitación brillaba en sus ojos; sus labios se entreabrieron. Se inclinó hacia adelante, en un gesto inconsciente de ansiedad, dispuesta —como lo estaban todos los humanos— a zambullirse de cabeza en el futuro.

Sabía mucho mejor que ella —pues había sido uno de los pocos irdas que había recorrido el mundo— a los peligros que Usha, en su inocencia, se enfrentaba. Estuvo a punto de prevenirla; las palabras acudieron a sus labios. Le había hablado de los caballeros y los kenders. Ahora debería hablarle de los crueles draconianos; de los malvados goblins; de humanos con el alma y el corazón corruptos; de clérigos oscuros que realizaban actos indecibles en nombre de Morgion o Chemosh; de hechiceros Túnicas Negras con anillos que absorbían la vida; de delincuentes, ladrones, perjuros, seductores.

Pero no le dijo nada. No llego a advertirle del peligro. No tuvo corazón para apagar su entusiasmo, para ensombrecer el brillo de su mirada. Pronto lo descubriría por sí misma. Ojalá los dioses velaran por ella, como se decía que velaban por los niños dormidos, los animales extraviados y los kenders.

La ayudó a subir al bote.

—La magia guiará la embarcación hacia Palanthas. Lo único que tienes que hacer, pequeña, es mantener el rumbo de manera que el sol poniente toque tu mejilla izquierda. No temas por las tormentas, pues el bote no puede volcar. Si el viento deja de soplar, nuestra magia será tu brisa marina, empujando al bote en su camino. Deja que las olas te mezan hasta dormirte, y cuando despiertes por la mañana verás las cúpulas de Palanthas brillando tajo el sol.

Levantaron la vela entre los dos. Durante todo el proceso, el protector estuvo abstraído, argumentando consigo mismo, intentando tomar una decisión. Finalmente, lo hizo.

Cuando la embarcación estaba lista para zarpar, el Protector instaló a Usha en la popa, colocando de nuevo sus posesiones a su alrededor, ordenadamente. Hecho esto, sacó un rollo de pergamino atado con una cinta negra y se lo tendió a Usha.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, mirándolo con curiosidad—. ¿Un mapa?

—No, pequeña. No es un mapa. Es una carta.

—¿Para mi? ¿Me habla...? —Su rostro se iluminó con la esperanza—. ¿Me habla de mi padre? ¿De por qué me abandonó? Me prometiste que un día me lo contarías, Prot.

El Protector se sonrojó hasta las orejas, sorprendido.

—Eh... Mmmm... No, no es eso, pequeña. Ya conoces la historia. ¿Qué más podría añadir?

—Me dijiste que me dejó después de la muerte de mi madre, pero nunca me dijiste el porqué. Es porque no me quería, ¿verdad? Porque fui la causa de la muerte de mi madre. Me odiaba...

—¿De dónde has sacado esa idea, pequeña? —El Protector estaba conmocionado—. Tu padre te amaba profundamente. Sabes lo que pasó. Te lo contamos.

—Sí, Prot —dijo Usha con un suspiro. Todas sus conversaciones acerca de sus progenitores acababan de este modo. Se negaba a decirle la verdad. Vale, no importaba. Ella encontraría su propia verdad.