Espantada, me volví de golpe mordiéndome los labios, pensé que quizá había olido el esperma.
– ¿A qué? -pregunté, fingiendo calma, observando distraídamente el sol a través de la ventana de la cocina.
– A humo… no sé… marihuana -dijo, disgustada.
Aliviada, me volví, sonreí levemente y exclamé:
– Bueno… ya sabes, ayer había gente que fumaba. No podía pedirles que lo apagaran.
Me observó con mirada torva y dijo:
– ¡Vuelve a casa fumada y no sales ni para ir al colegio!
– Mmm, bueno -bromeé-, trataré de encontrar algún camello de confianza. Gracias, me has dado una excelente coartada para no ir a esas clases de mierda.
Como si lo que hiciera daño fuera sólo el hachís. Me fumaría gramos y gramos con tal de no experimentar esta extraña sensación de vacío, de nada. Es como si estuviera suspendida en el aire: observo con deleite desde lo alto lo que hice ayer. No, aquella no era yo. Aquella que se dejó tocar por las manos ávidas de los desconocidos es la que no se ama. Aquella que recibió el esperma de cinco hombres distintos es la que no se ama. La que dejó que le contaminaran el alma, donde hasta entonces no existía el dolor, es la que no se ama.
Yo, yo soy la que se ama, soy la que esta noche le ha devuelto el brillo a su pelo después de haberlo cepillado con esmero cien veces, la que ha recuperado la suavidad infantil de los labios. La que se ha besado, compartiendo consigo misma el amor que ayer le ha sido negado.
20 de diciembre
Tiempo de regalos y de sonrisas falsas, de moneditas echadas, con una dosis momentánea de buena conciencia, en las manos de los gitanos con niños en brazos en las esquinas. A mí no me gusta comprar regalos para los demás, los compro sólo para mí, quizá porque no tengo a nadie a quien dárselos. Esta tarde salí con Ernesto, un tío que conocí en un chat. En seguida me cayó simpático, intercambiamos los números y comenzamos a vernos como buenos amigos. Aunque es un poco distante, absorbido por la universidad y por sus misteriosas amistades.
Salimos a menudo a hacer compras y no me avergüenzo cuando entro con él en alguna tienda de lencería, es más, muchas veces también él compra.
– Para mi nueva novia -dice siempre.
Pero nunca me ha presentado a ninguna.
Da la impresión de tener una buena relación con las dependientas, se tutean y a menudo se ríen. Yo revuelvo entre los percheros buscando las prendas que deberé ponerme para él cuando llegue a amarme. Las tengo bien dobladas en el primer cajón de la cómoda, intactas.
En el segundo cajón tengo la ropa interior que llevo en los encuentros con Roberto y sus amigos. Medias destrozadas por sus uñas y bragas con el encaje un poco desgarrado, con pequeños hilos de algodón que cuelgan porque fueron tironeados por manos anhelantes. No les importa, les basta con que sea una cerda.
Al principio, siempre compraba ropa interior de encaje blanco y estaba atenta a conjuntarla bien.
– El negro te iría mejor -me dijo una vez Ernesto-, va bien con tu tez y el color de tu piel.
Seguí su consejo y desde entonces sólo compro encaje negro.
Lo veo interesado en las tangas de colores, dignas de una bailarina brasileña: rosa chicle, verde, azul eléctrico, y cuando quiere hacerse el serio elige el rojo.
– Tus amigas son muy especiales-le digo.
Él se ríe y dice:
– No tanto como tú -y mi ego vuelve a hincharse.
Los sujetadores que compra tienen casi todos relleno, nunca los combina con las braguitas, prefiere combinar colores inverosímiles.
Luego las medias: las mías son casi siempre auto adherentes y translúcidas, con la liga de encaje, rigurosamente negras, que chocan claramente con la blancura invernal de mi piel. Las suyas son de red, muy alejadas de mis gustos.
Cuando una chica le gusta más que las otras, Ernesto se zambulle en la muchedumbre de un gran almacén y compra para ella vestidos relucientes adornados con lentejuelas multicolores, con escotes vertiginosos y tajos audaces.
– ¿Cuánto cobra por hora tu chica? -bromeo.
Él se pone serio y va a la caja sin responder. Entonces me siento culpable y dejo de hacerme la tonta.
Hoy, mientras paseábamos por las tiendas iluminadas y entre las dependientas mordaces y jóvenes, nos sorprendió la lluvia, que mojó los paquetes de cartulina gruesa que llevábamos en la mano.
– ¡Bajo un pórtico! -dijo a voz en cuello, mientras me aferraba la mano.
– ¡Ernesto! -dije a mitad de camino, entre intolerante y divertida.
– ¡En Via Etnea no hay pórticos!
Me miró estupefacto, se encogió de hombros y exclamó:
– ¡Entonces vamos a mi casa!
No quería ir, sabía que uno de sus compañeros de piso es Maurizio, un amigo de Roberto. No tenía ganas de verlo, y menos aun de que Ernesto descubriera mis actividades secretas.
Desde donde estábamos, su casa quedaba a apenas más de cien metros de distancia. Los recorrimos a paso ligero, cogidos de la mano. Fue agradable correr con alguien sin tener que pensar que después tenía que tenderme en una cama y soltarme con desenfreno. Me gustaría, por una vez, ser quien decide: cuándo y dónde hacerlo, durante cuánto tiempo, con cuánto deseo.
– ¿Hay alguien en casa? -le susurré, mientras subíamos las escaleras.
Mi eco rebotaba.
– No -respondió, jadeando-, se han ido todos a casa por las vacaciones. Sólo se ha quedado Gianmaria, pero en este momento también está fuera.
Contenta, lo seguí, mirándome de reojo en el espejo de la pared.
Su casa está semivacía y la presencia de cuatro hombres es visible: hay mal olor (sí, ese opresivo olor a esperma) y el desorden tiende a reinar en las habitaciones.
Tiramos los paquetes por el suelo y nos quitamos los abrigos empapados.
– ¿Quieres una camiseta mía? Mientras tu ropa se seca.
– Está bien, gracias -respondí.
Llegados a su cuarto, que era una biblioteca, entornó la puerta del armario con un cierto recelo y, antes de que estuviera completamente abierta, me pidió que fuera a buscar los paquetes.
Cuando volví cerró deprisa el armario y yo, divertida y empapada, exclamé:
– ¿Qué tienes ahí? ¿A tus mujeres muertas?
Sonrió y respondió:
– Más o menos.
El tono despertó mi curiosidad y, para evitar que le hiciera más preguntas, dijo, arrancándome las bolsas de las manos:
– Venga, déjame ver. ¿Qué has comprado, pequeña?
Abrió con ambas manos la cartulina mojada y metió la cabeza como un niño que recibe su regalo de Navidad. Sus ojos brillaban y con la punta de los dedos extrajo un par de bragas negras.
– Oh, oh. ¿Y qué haces con éstas, eh? ¿Para quién te las pones? No creo que las uses para ir al colegio…
– Tenemos secretos, nosotros -dije, irónica, consciente de que despertaba sus sospechas.
Me miró sorprendido, inclinó un poco la cabeza a la izquierda y dijo, en voz baja:
– ¿Quieres decir…? Oigámoslos, ¿qué secretos tienes?
Estoy cansada de guardármelos dentro, diario. Se los conté. Su rostro no cambió de expresión, siguió con la misma mirada atónita de antes.
– ¿No dices nada? -pregunté, fastidiada.
– Son tus cosas, pequeña. Sólo puedo decirte que vayas con cuidado.
– Demasiado tarde -dije, con tono de falsa resignación.
Tratando de disimular mi incomodidad me reí fuerte y luego dije con voz alegre:
– Bueno, guapo, ahora es el turno de tu secreto.
Su palidez se encendió, los ojos se movían de prisa por toda la habitación, inseguros.
Se levantó del sofá-cama tapizado con una tela de flores pálidas y, a grandes pasos, se dirigió hacia el armario. Abrió una hoja con un gesto violento, señaló con un dedo las prendas colgadas y dijo: