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El hombre que se me presentó era elegante y no precisamente guapo. Alto, robusto, pelo canoso y escaso (quién sabe si tendrá de verdad treinta y cinco años), ojos verdes y clientes grises.

Al primer impacto me quedé fascinada pero, inmediatamente después, el pensamiento de que era el mismo hombre del chat me hizo estremecerme. Recorrimos las aceras limpias a las que se asoman las tiendas elegantes de escaparates relucientes. Me habló de sí mismo, de su trabajo y de su mujer, a la que nunca ha amado, pero con la que se casó obligado por el nacimiento de una niña. Tiene una bonita voz, pero una risa estúpida que me fastidia.

Mientras caminábamos me rodeó el pecho con un brazo y yo me puse una sonrisa de circunstancias, molesta por su indiscreción e inquieta por lo que sucedería después.

Podía marcharme, coger mi moto y volver a casa, mirar a mi madre mientras amasaba la harina para la tarta de manzanas, oír a mi hermana leyendo en voz alta, podía jugar con el gato… Puedo disfrutar perfectamente de la normalidad y vivir dentro de ella, tener los ojos luminosos sólo porque he sacado una buena nota en el colegio, sonreír tímidamente porque se me hace un cumplido. Pero nada me asombra, todo está vacío y hundido, todo es vano, carente de consistencia y de sabor.

Lo seguí hasta su coche, que nos llevaría derecho a un garaje. El techo tenía manchas de humedad y los cajones y herramientas llenaban todo el espacio, de por sí pequeño.

Fabrizio entró en mí despacio, se echó levemente sobre mí y por suerte no sentí el peso de su cuerpo encima. Quiso besarme, pero volví la cabeza porque yo no quería. Nadie me besa desde los tiempos de Daniele, el calor de mis suspiros lo reservo a mi imagen reflejada y la suavidad de mis labios ha estado incluso demasiadas veces en contacto con los miembros sedientos de los diablos del ángel presuntuoso y, sin embargo, ellos, estoy segura, no la han saboreado. Así que moví la cabeza para evitar el contacto con sus labios, pero no le hice sentir mi repulsión. Fingí que quería cambiar de posición y él, como un animal, mudó la dulzura que antes me había asombrado en cruel bestialidad, gruñendo y llamándome a gritos, mientras sus dedos presionaban la piel de mis caderas.

– Estoy aquí -le decía, y la situación me parecía grotesca. No entendía por qué estaba pronunciando mi nombre, pero permanecer impasible a sus reclamos me parecía incómodo, así que lo tranquilizaba diciendo-: Estoy aquí -y él se calmaba un poco.

– Déjame correrme dentro, te lo ruego, déjame correrme dentro -decía, trastornado de placer.

– No, no puedes.

Salió de golpe, pronunciando más fuerte mi nombre hasta que se convirtió en un eco cada vez más débil, un largo suspiro final. Luego, no contento, volvió sobre mí, se agachó: otra vez lo tenía dentro, su lengua me tocaba apresurada, irrespetuosa. Mi placer no llegó y el suyo volvía como algo inútil, que no me concernía.

– Tienes unos labios gruesos y jugosos, dan ganas de morderlos. ¿Por qué no te los depilas? Estarías más guapa.

No respondí, no son asuntos suyos lo que yo haga con los labios de mi coño.

El ruido de un coche nos espantó, nos vestimos de prisa (no veía la hora) y salimos del garaje. Me acarició el mentón y dijo:

– La próxima vez, mi niña, lo haremos con más comodidad.

Bajé del coche, que tenía los cristales empañados, y en la calle todos advirtieron que salía despeinada y desaliñada de aquel vehículo conducido por alguien de pelo canoso con la corbata desarreglada.

11 de febrero

En el colegio no me va demasiado bien. Será que soy perezosa y dispersa, será que los profesores son demasiado esquemáticos y categóricos… Quizá tenga una visión un poco idealista del colegio y de la enseñanza en general, pero la realidad me desilusiona completamente. ¡Odio las matemáticas! El que no sean algo opinable me disgusta. ¡Y luego esa idiota de la profe que sigue llamándome ignorante sin saber explicarme nada! En el «Mercatino» he buscado los anuncios de profesores particulares y he encontrado un par que son interesantes. Sólo uno estaba disponible. Es un hombre, por la voz parece bastante joven, nos veremos mañana para ponernos de acuerdo.

No puedo sacarme a Letizia de la cabeza, de la mañana a la noche, no sé qué me ocurre. A veces me parece que estoy dispuesta a todo.

22,40

Me ha telefoneado Fabrizio, hemos hablado largo y tendido. Al fin me ha preguntado si por casualidad yo disponía de algún lugar. He contestado que no.

– Entonces es el momento de que te haga un buen regalo -dice.

12 de febrero

Me abrió la puerta en camisa blanca y pantalones cortos de color negro, pelo mojado y gafas de montura fina. Me mordí los labios y lo saludé. Su saludo fue una sonrisa y cuando dijo: -Por favor, Melissa, ponte cómoda-, sentí la misma sensación de cuando de pequeña mezclaba leche, naranjas, chocolate, café y fresas en el curso de una hora. Le gritó a alguien que estaba en otra habitación, diciendo que iba al cuarto conmigo. Abrió la puerta y por primera vez en mi vida entré en el dormitorio de un hombre normaclass="underline" nada de fotos pornográficas, ningún trofeo imbécil, nada de desorden. Las paredes estaban tapizadas de fotos viejas, de pósters de antiguos grupos de heavy metal y de estampas impresionistas. Y un perfume particular y seductor me embriagaba.

No se disculpó por el atuendo, sin duda informal, y me encantó que no lo hiciera. Me dijo que me sentara en la cama, mientras él cogía la silla del escritorio y la acercaba, sentándose frente a mí. Estaba un poco incómoda… ¡como para no estarlo! Esperaba un árido profesorzuelo con jersey de cuello en V color amarillo canario, pelo a juego, teñido para acompañar el jersey. Se me presentó un hombre joven, bronceado, perfumado y terriblemente fascinante. Aún no me había quitado el abrigo y con una carcajada, me dijo:

– Oye, no te comeré si te lo quitas.

También me reí, disgustada porque no pudiera comerme. Aún no había advertido sus zapatos: afortunadamente ningún calcetín blanco, sólo un tobillo delgado y un pie cuidado y bronceado, que hacía movimientos concéntricos mientras discutíamos la tarifa, el programa y las horas de clase.

– Debemos empezar desde muy, muy lejos -dije.

– No te preocupes, te haré empezar por la tabla del dos -se pitorreó.

Estaba sentada al borde de la cama, con una pierna cruzada y una mano apretando la otra.

– Qué bonita manera de sentarte -me interrumpió, mientras hablaba de mi profe de matemáticas.

Me mordí nuevamente los labios y bufé como para decir: «Venga, vamos, ¡qué dices…!».

– Ah, me olvidaba. Me llamo Valerio, nunca me llames profesor, me harás sentir demasiado viejo -dijo, levantando un dedo falsamente amenazador y cambiando de conversación.

Dudé un poco: después de tantas ocurrencias suyas, era obvio que también yo debería salir con alguna.

Me aclaré la voz y dije, lentamente:

– ¿Y si yo quisiera llamarte deliberadamente profesor?

Esta vez fue él quien se mordió los labios, sacudió la cabeza y preguntó:

– ¿Y por qué querrías hacerlo?

Me encogí de hombros y después de un momento dije:

– Porque así es más bonito, ¿no, profesor?

– Llámame como quieras, pero no me mires con esos ojos -dijo, visiblemente turbado.

He aquí que vuelvo a empezar siempre la misma historia. Qué puedo hacer, soy incapaz de evitarlo, de probar a quien tengo delante y me gusta. Lo golpeo con cada palabra y con cada silencio, me hace sentir bien. Es un juego.