18 de febrero
20,35
Ya están cenando en la cocina. Yo me he tomado un momento para escribir, porque quiero darme cuenta de verdad de lo que ha sucedido.
Hoy he tenido la primera clase con Valerio. Con él logro entender algo, quizá porque tiene unos hermosos hombros o unas manos ahusadas y elegantes que acompañan la evolución de la pluma. He logrado hacer un par de ejercicios, aunque con esfuerzo. Él, muy serio, profesional, y esto lo hacía más fascinante. Me cautivó. Las miradas que me dirigía eran admirativas y, sin embargo, trataba de mantener una cierta distancia entre él y yo, sin que mi malicia interfiriera en su trabajo.
Llevé una falda ajustada para la ocasión, quería seducirlo descaradamente. Así, cuando me levanté para ir hacia la puerta, él comenzó a caminar casi pegado a mí. Yo, por jugar, alternaba pasos rápidos y distanciados con pasos lentos. De este modo dejaba que se acercarse para después retirarme inmediatamente.
Mientras apretaba el botón para llamar el ascensor, sentí su aliento en el cuello y con un susurro dijo:
– Mañana, entre las diez y las diez y cuarto, mantén el teléfono libre.
19 de febrero
22,30
Dos noticias (como de costumbre, una buena y otra mala).
Fabrizio ha comprado un pequeño apartamento en el centro donde podemos vernos sin ser descubiertos por las respectivas familias.
Ha exclamado contento por teléfono:
– He hecho montar una pantalla gigante frente a la cama, así podremos ver ciertas películas, ¿eh, mi niña? Ah, obviamente también tú tienes las llaves. Un gran beso en tu bellísima mejilla. Chau. Chau.
Obviamente, ésta es la noticia desagradable.
No me ha dado tiempo de responder, de plantearle mis perplejidades, mis dudas. Lo que ha hecho me parece demasiado atolondrado. Tenía la intención de irme a la cama con él sólo una vez y luego adiós y gracias, ¡no quiero convertirme en la amante de un hombre casado con una hija a cargo! No los quiero a él ni a su apartamento, su pantalla gigante para películas porno; no quiero que compre mi despreocupación como quien compra alta tecnología. Con Daniele y el ángel presuntuoso ya he dado bastante y ahora que estoy volviendo a vivir a mi manera, llega un ogro gordo y encorbatado y me dice que quiere comprometerse sexualmente conmigo. Pero los castigos aletean siempre sobre nuestras cabezas, las puntas afiladas de las espadas están siempre listas para golpearnos en el centro del cráneo cuando menos lo esperamos. Y la espada lo golpeará también a él, porque yo cogeré la empuñadura.
Ahora la buena noticia.
La llamada ha llegado puntual y ha terminado puntual.
Estaba desnuda, sentada en el suelo de mi habitación, y mi piel estaba en contacto con el mármol frío. El teléfono en la mano y su voz suspirada, que me llegaba fluida y sensual. Me contó esta fantasía suya. Yo seguía en clase una de sus lecciones; en un momento dado le pedía permiso para ir al baño y, mientras salía, le entregaba un papelito en el que estaba escrito «sígueme». Lo esperaba en el baño, él llegaba, me arrancaba la camiseta y con la punta de los dedos recogía las gotitas que caían de la pila estropeada. Las apoyaba en mi pecho y descendían lentamente. Luego me levantaba la faldilla de tablas y entraba en mí, mientras yo estaba apoyada en la pared y recogía su placer en mis vísceras. Las gotitas aún fluían por mi cuerpo, lo mojaban un poco dejando pequeñas estelas sobre la piel. Nos arreglábamos y volvíamos a la clase mientras yo, desde el primer banco, seguía la tiza que se deslizaba por la pizarra del mismo modo en que se deslizaba él.
Nos masturbamos por teléfono. Mi sexo estaba más hinchado que nunca y el Leteo, en crecida, surcaba mi Secreto, mis dedos estaban impregnados de mí, pero también de él, al que sentía cerca a pesar de la distancia, y olía su calor, su perfume, e imaginaba su sabor. A las diez y cuarto, dijo:
– Buenas noches, Loly.
– Buenas noches, profesor.
20 de febrero
Hay días en que quiero dejar de respirar definitivamente y permanecer en apnea durante todo el tiempo que me queda. Días en que, bajo las mantas, respiro y trago mis lágrimas y siento su sabor salobre en la lengua. Me despierto en una cama desordenada, con el pelo alborotado y la piel morada. Desnuda, delante de un espejo, me observo. Entreveo una lágrima que cae del ojo a la mejilla, la seco con un dedo y me rasguño un poco el pómulo con una uña. Me paso las manos por el pelo, lo tiro hacia atrás, hago una mueca para caerme simpática y reírme de mí misma: pero no lo consigo; quiero llorar, quiero castigarme. Voy hasta el primer cajón de la cómoda. Primero observo todo lo que hay dentro, luego elijo con cuidado lo que debo ponerme. Dejo las prendas dobladas sobre la cama y pongo el espejo en posición frontal con respecto a mí. Vuelvo a observarme. Los músculos aún están tensos, la piel, en cambio, es suave y lisa, blanca y Cándida como la de una niña. Soy una niña. Me siento al borde de la cama, me pongo las medias autoadherentes apuntando el pie y haciendo deslizar el sutil velo sobre la piel hasta que la liga de encaje llega al muslo, presionándolo un poco. Luego es el turno del corsé de seda negra con cordones y cintitas. Me ciñe los pechos y me afina la cintura, que ya es muy delgada, y pone en evidencia mis caderas, ya demasiado rozagantes, demasiado redondas y mantecosas como para evitar que los hombres cometan allí sus bestialidades. Los pechos aún son pequeños: son duros, blancos y redondos, se pueden tener en una mano y calentarla con su calor. El corsé es ajustado, comprime los pechos y los aproxima, creando un lecho entre ellos. Aún no es tiempo de observarme. Me pongo los zapatos con tacones de aguja, meto el pie hasta el delgado tobillo y siento que mi metro sesenta se convierte de pronto en diez centímetros más. Voy al cuarto de baño, cojo el carmín rojo y cubro mis labios jugosos y suaves. Luego oscurezco las pestañas con rímel, me peino el cabello largo y liso y presiono tres veces el vaporizador de perfume que está en la balda del espejo. Vuelvo a mi cuarto. Allí veré a la persona que sabe hacerme vibrar con fuerza el alma y el cuerpo. Me observo encantada, los ojos brillan y casi lagrimean. Una luz especial realza los contornos de mi cuerpo y mi cabello, que desciende suavemente sobre los hombros, me invita a acariciarlo. La mano cae lentamente, casi sin que me dé cuenta, del pelo al cuello. Acaricia la piel delicada y el pulgar y el índice ciñen la circunferencia, presionando un poco. Comienzo a oír el sonido del placer, aún casi imperceptible. La mano baja un poco más, empieza a acariciar el pecho liso. La niña vestida de mujer que tengo delante tiene dos ojos encendidos y anhelantes (¿de qué? ¿de sexo? ¿de amor? ¿de vida verdadera?). La niña sólo es dueña de sí misma. Sus dedos se meten entre el vello de su sexo y el calor le hace subir un escalofrío a la cabeza, mil sensaciones me invaden.
– Eres mía -me susurro, y en seguida la calentura se adueña de mi deseo.
Me muerdo los labios con los dientes perfectos y blancos, el pelo desordenado me hace sudar la espalda, y las gotas diminutas bañan mi cuerpo.
Jadeo, los suspiros aumentan… Cierro los ojos, los espasmos me recorren todo el cuerpo, mi mente está libre y vuela. Las rodillas ceden, la respiración se corta y la lengua recorre, cansada, los labios. Abro los ojos: le sonrío a la niña. Me acerco al espejo y le ofrezco un beso largo e intenso, mi aliento empaña el cristal.
Me siento sola, abandonada. Me siento como un planeta en torno al cual orbitan tres estrellas distintas: Letizia, Fabrizio y el profesor. Tres estrellas que me hacen compañía en los pensamientos, pero no tanto en la realidad.