Выбрать главу

21 de febrero

He acompañado a mi madre al veterinario para que visitase a mi gatito, que sufre una ligera forma de asma. Maullaba bajo, espantado por las manos enguantadas del médico. Yo le acariciaba la cabeza, animándolo con palabras dulces.

En el coche, me preguntó cómo me va en el colegio y cómo me va con los chicos. En ambos casos contesté vaguedades. Ahora mentir es de rigor, me resultaría extraño no volver a hacerlo…

Luego le pedí que me acompañara a la casa del profesor de matemáticas porque tenía una clase.

– Ah, bien, ¡así por fin lo conoceré! -dijo, entusiasmada.

No le respondí porque no quería que sospechara nada, por otra parte estoy segura de que Valerio esperaba de un momento a otro un encuentro con mi madre.

Por suerte, esta vez su atuendo era más serio pero, curiosamente, cuando mi madre me pidió que la acompañara al ascensor me dijo:

– No me gusta, tiene cara de vicioso. Hice un gesto de desinterés y le dije que, de cualquier modo, sólo tenía que darme clases de matemáticas, no teníamos que casarnos. Mi madre tiene esa manía de reconocer a la gente por la cara, ¡es algo que me ataca los nervios!

Una vez cerrada la puerta, Valerio me pidió que cogiera el cuaderno y empezáramos en seguida. Ni hablamos de la llamada, sólo de raíces cúbicas, cuadradas, binomios… sus ojos se camuflan tan bien que dejan en un mar de dudas. ¿Y si hizo esa llamada para ridiculizarme? ¿Y si no le importara nada de mí, si sólo quería tener un orgasmo por teléfono? Esperaba un comentario, una alusión. ¡Nada!

Luego, mientras me tendía el cuaderno, me miró como si lo hubiera entendido todo y dijo:

– El sábado por la noche no te comprometas. Y no te vistas antes de que te haya llamado.

Lo miré asombrada, pero no dije nada y, tratando de simular una indiferencia fuera de lugar ante sus palabras, abrí el cuaderno, observé lo que estaba escrito y leí las x e y, en escritura minúscula:

Yo, en mis abismos, aún dependía de mi paraíso predestinado, un paraíso cuyos cielos ardían con el color de las llamas del infierno, pero paraíso al fin.

Prof. Humbert. No dije nada. Nos saludamos y me recordó de nuevo la cita. Y quién se la olvida…

22 de febrero

A la una recibí una llamada de Letizia, que me preguntó si quería almorzar con ella. Respondí que sí, entre otras cosas porque no podía volver a casa, ya que a las tres y media empezarían los ensayos generales para el espectáculo. Tenía ganas de verla, había pensado en ella a menudo por las noches, antes de irme a dormir.

Al natural era aún más guapa, más genuina. Miraba sus manos suaves sirviéndome el vino e inmediatamente después observaba las mías que, por culpa del frío que pillo cada mañana con la moto, se han puesto rojas y resecas como las de un mono.

Me ha hablado de todo; en una hora ha conseguido contarme completos sus veinte años. Me ha hablado de su familia, de su madre muerta prematuramente, de su padre ausente en Alemania y de su hermana, a la que apenas ve desde que se ha casado. Me ha hablado de sus profesores, de la escuela, de la universidad, de los hobbies, de su trabajo.

Le miré las cejas y me entraron muchas ganas de besarlas. ¡Qué cosa más extraña las cejas! Las de Letizia se mueven con sus ojos y son tan hermosas que te inducen a besar semejante perfección, para luego seguir por su rostro, sus mejillas, su boca… Ahora lo sé, diario, la deseo. Deseo su calor, su piel, sus manos, su saliva, su voz susurrada. Querría acariciarle la cabeza, visitar su islote con mi aliento, procurarle una fiesta en todo el cuerpo. Sin embargo, me parece obvio que me siento inhibida, para mí es algo nuevo y no puedo pretender que también ella tenga las mismas sensaciones, o quizá las tenga pero nunca lo sabré. Me miraba y se humedecía los labios, su mirada era irónica y me rendí. No a ella, sino a mis caprichos.

– ¿Quieres hacer el amor, Melissa? -me preguntó, mientras sorbía el vino.

Apoyé la copa sobre la mesa, la miré, turbada, y agité la cabeza en señal de asentimiento.

– Pero debes enseñarme…

¿Enseñarme a hacer el amor con una mujer o enseñarme a amar? Quizá las dos cosas vayan juntas…

23 de febrero

5,45

Sábado por la noche, o mejor, domingo por la mañana, porque la noche ya ha pasado y el cielo se ha aclarado. Me siento feliz, diario, todavía tengo en el cuerpo tanta euforia aplacada por la sensación de beatitud, por una tranquilidad llena y dulce que me invade por completo. Esta noche he descubierto que soltarse con quien nos gusta y nos despierta los sentidos es algo sagrado, es allí donde el sexo deja de ser sólo sexo y empieza a ser amor, allí, oliendo el vello perfumado de su espalda, o bien acariciando sus hombros fuertes y suaves, alisando su cabello.

No estaba en absoluto agitada, sabía lo que estaba a punto de hacer. Sabía que decepcionaría a mis padres. Estaba subiendo al coche de un desconocido de veintisiete años, un atractivo profesor de matemáticas, alguien que ha encendido mis sentidos. Lo esperé fuera de casa, bajo el pino imponente, y vi su coche verde avanzando despacio. Tenía una bufanda en torno al cuello y el reflejo de las gafas me cegaba. Al contrario de lo pactado hace algunos días, no esperé a que me llamara para ordenarme qué debería ponerme. Cogí la lencería del primer cajón, me la puse y me vestí con un vestidito negro. Me miré al espejo e hice una mueca pensando que faltaba algo. Metí las manos debajo de la falda, me quité la braguita y entonces sonreí y susurré despacio:

– Así estás perfecta -y me mandé un beso.

Cuando salí de casa sentía el frío entrando por debajo de la falda: el viento rozaba, arisco, mi sexo desnudo. Una vez en el coche, el profesor me miró con ojos iluminados y encantados y me dijo:

– No te has puesto lo que te había dicho.

Entonces dirigí la mirada hacia la calle, delante de mí, y dije:

– Ya lo sé, desobedecer a los profesores se me da muy bien.

Me dio un beso un poco ruidoso en la mejilla y partimos hacia un lugar secreto.

Seguía haciendo correr los dedos entre mis cabellos, él quizá pensaba que era tensión, era sólo congoja. Por tenerlo allí, al alcance, sin conjeturas. No sé de qué hablamos durante el trayecto porque mi mente estaba ocupada con la idea fija de poseerlo. Lo miré a los ojos mientras conducía; me gustan sus ojos: tienen cejas largas y negras, ojos intrigantes, magnéticos. Me di cuenta de que me lanzaba miradas furtivas, pero fingí que no pasaba nada, también esto forma parte del juego. Luego, llegamos al Paraíso, o quizá al Infierno, depende de los puntos de vista. Con su utilitario recorrimos calles y callejuelas desiertas y estrechísimas por las cuales me parecía imposible pasar. Pasamos frente a una iglesia derruida y cubierta de hiedra y de musgo y Valerio me dijo:

– Fíjate si a tu izquierda hay tina fuente; el sitio está en el cruce que viene inmediatamente después.

Miré con mucha atención, esperando encontrar lo antes posible la fuente en aquel oscuro laberinto.

– ¡Ahí está! -exclamé, en voz demasiado alta.

Apagó el motor delante de un portón verde y oxidado y los faros del coche iluminaban algunas frases escritas en él. Mis ojos se posaron en dos nombres inscritos en un corazón tembloroso: Valerio y Melissa.

Lo miré, asombrada, y le señalé lo que había leído.

Él sonrió y dijo:

– ¡No me lo puedo creer…! -luego se volvió hacia mí y susurró: -¿Ves? Estamos escritos en las estrellas.

No entendí qué quería decir, sin embargo aquel «estamos» me tranquilizó y me hizo sentir parte de un conjunto cuyos miembros eran dos y semejantes y no dos y distintos como el espejo y yo.