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Me gustaba este juego, este descubrir sus deseos.

Elegí la tercera caja: un mono de látex brillante y negro acompañado por botas altísimas y de tacón de aguja, un látigo, un falo negro y un tubito de vaselina. En la caja, además de algunos cosméticos, había una esquela que decía: para un ama que quiere castigar a su esclavo. No podía haber mejor castigo, me lo había puesto en las manos sin que lo pidiera. Más abajo había un post scriptum: si decides ponerte lo que hay en ésta deberás llamarme sólo después de estar lista. No entendí el porqué de esta solicitud. No obstante, me parecía bien, el juego se hacía más interesante: lo haría venir y marcharse cuando yo quisiera… ¡bien!

Podía mandarlo a tomar por culo sin remordimientos ni sentimientos de culpa. Pero me fastidiaba hacer este intrigante juego con él, no lo consideraba a la altura e imaginaba lo fantástico que sería tener todas estas oportunidades con el profesor. Pero debía hacerlo, se había tomado demasiadas molestias para garantizarse algunos polvos conmigo: la casa primero, ahora estos regalos. Noté que la pantalla del celular relampagueaba, me estaba llamando. Rechacé la llamada y le mandé un mensaje en el que decía que había elegido la tercera caja y que lo llamaría yo, después.

Fui al saloncito, abrí la ventana que daba al balcón y dejé que un poco de aire fresco se llevara el olor a encierro, luego me recosté en la alfombra de colores cálidos y envolventes. El aire fresco, el silencio y la luz rojiza del sol moribundo me acompañaron en un sueño. Cerré lentamente los párpados y respiré a todo pulmón hasta percibir mi propia respiración como una ola que va y viene, se rompe en el escollo y luego se retira nuevamente en la vastedad del mar. Un sueño me acunó y me echó en brazos de la pasión. No conseguía vislumbrar al hombre, si bien en el sueño sabía perfectamente quién era, pero su identidad en la vida real se me escapa, sus rasgos eran indefinidos, estábamos encajados el uno en el otro como una llave en su cerradura, como la azada del campesino clavada en la tierra rica y exuberante. Su miembro erecto, después de haberse adormecido durante algún tiempo, volvía a darme los mismos sobresaltos que antes y mi voz rota le hacía entender cuánto placer me daba aquel juego. Era mi deseo el que lo hacía entumecerse, como si yo misma fuera un cava fresco y burbujeante que le concedía la ebriedad justa para que los sentidos tocaran el punto más alto del cielo.

Después se sentía cada vez más extenuado por mi cuerpo y por mis movimientos, tan rápidos y al mismo tiempo tan lentos que le hacían perder la noción del tiempo. Aparté suavemente mis glúteos de su sexo para que la flecha no saliera de repente de la herida abierta y rojiza y comencé a observarlo con mi sonrisa de lolita. Recogí los cordones de seda que poco antes habían aferrado mis muñecas, esta vez para ceñir las suyas. Sus párpados cerrados hacían intuir un vigoroso y violento deseo de poseerme, pero entendí que debía esperar… otra vez esperar.

Luego cogí mis medias negras, las de las ligas de encaje, y le até los tobillos a las patas de las dos sillas que había acercado al borde de la cama. Ahora estaba abierto a gusto, al suyo y al mío. En medio de ese cuerpo desnudo se erigía el asta del amor, segura, derecha e inexorable, que no tardaría en querer adueñarse una vez más de mi rosa secreta. Lo trepé, me puse encima, froté mi piel con la suya percibiendo mis estremecimientos y los suyos, ambos igualmente sacudidos por ligeras oleadas de placer. Mis pezones como púas acariciaban levemente su pecho peludo que arañaba mi piel suave. Su cálido aliento chocaba con el mío.

Pasaba la yema de los dedos por sus labios, en un movimiento circular, lento pero insistente y después los introducía en su boca, poco a poco, suavemente… sus gruñidos sumisos me hacían entender cuánto lo excitaban mis dedos en su viaje de descubrimiento. Me llevé un dedo a mi rosa mojada y lo humedecí con su rocío, luego lo devolví a la cima de su pene, morado y tieso que, al toque, vibró ligeramente en el aire como el asta de una bandera en la batalla. A horcajadas sobre él, de culo al espejo donde se reflejarían sus ojos, me incliné y le susurré al oído: «Te tengo ganas».

Qué placentero verlo a merced de mis deseos, allí tendido, desnudo, con las sábanas blancas que delineaban su cuerpo tenso y excitado… cogí la bufanda perfumada con la que había entrado en la casa y le vendé los ojos para que no pudiera ver el cuerpo que lo mantenía a la espera.

Lo abandoné así varios minutos. Demasiados minutos. Me enloquecían las ganas de cabalgar esa asta perennemente erecta, incansable por la espera y, sin embargo, quería que esperara, que esperara siempre. Al fin me levanté de la silla de la cocina para entrar nuevamente en el dormitorio donde él estaba atado. Se las arregló para oír mis pasos, a pesar de que eran afelpados y silenciosos, y emitió un suspiro de gratitud y se movió un poco antes de que mi cuerpo lo tragara lentamente.

Cuando me desperté el cielo era de un azul intenso y la luna ya visible estaba pegada como una uña recién cortada al techo del mundo. Todavía estaba excitada por el sueño. Cogí el móvil y lo llamé.

– Pensaba que ya no tendría noticias -dijo, preocupado.

– Lo he hecho según mis conveniencias -respondí, con malicia.

Me dijo que llegaría en un cuarto de hora y que debía esperarlo en la cama.

Me desvestí y dejé mi ropa por el suelo, en el trastero, cogí el contenido de la caja y me puse el mono ajustado, que se me pegó encima y me tiraba de la piel, pellizcándola. Las botas me llegaban exactamente a la mitad del muslo. No entendí bien por qué también había incluido un carmín rojo llameante, un par de cejas postizas y un colorete muy encendido. Fui al dormitorio para mirarme en el espejo y cuando vi mi imagen tuve un sobresalto: he aquí mi enésima transformación, mi enésimo postrarme ante los deseos prohibidos y escondidos de alguien que no soy yo y que no me ama. Pero esta vez sería distinto, tendría una digna recompensa: su humillación. Aunque, en realidad, los humillados éramos los dos. Llegó un poco más tarde de lo que había dicho, se disculpó diciendo que había tenido que inventar una trola para su mujer. Pobre mujer, pensé, pero esta noche parte del castigo, se lo daré en su nombre.

Me encontró tendida en la cama. Observaba un moscardón que chocaba contra la lamparilla colgada del techo, produciendo un ruido fastidioso, y pensé que la gente choca convulsamente contra el mundo del mismo modo que ese estúpido bicho: hace ruido, crea desorden, zumba en torno a las cosas sin aferrarías nunca por completo. A veces confunde una trampa con un deseo y se queda frita, secándose bajo el reflector azul dentro de la jaula.

Fabrizio apoyó su maletín en el suelo y permaneció quieto bajo el vano de la puerta, observándome en silencio. Sus ojos eran elocuentes y el paquete debajo de sus pantalones me lo confirmaba: la tortura debía ser lenta, pero con maldad.

Luego habló:

– Tú ya me has violado la cabeza, has entrado en mí. Ahora deberás violarme el cuerpo, deberás hacer entrar algo de ti en mi carne.

– ¿No te parece que a esta altura ya no se distingue quién es el esclavo y quién el amo? Yo decido qué hacer, tú sólo debes sufrir. ¡Ven! -exclamé, como la mejor de las amas.

Se dirigió hacia la cama con pasos largos y apresurados y viendo el látigo y el falo encima de la mesilla sentí que la sangre me bullía y el frenesí me excitaba. Quería saber qué clase de orgasmo sentiría y, sobre todo, quería ver su sangre.

Desnudo parecía un gusano, tenía poco vello; la piel, brillante y blanda; su vientre, hinchado y ancho; su sexo, tieso de repente. Pensé que darle la misma dulce violencia que en el sueño habría sido demasiado, se merecía otra cosa: un castigo atroz, enérgico y despiadado. Lo hice tenderse en el suelo panza abajo, mi mirada era altiva y fría, distante, se le había helado la sangre en las venas de sólo haberla visto. Se volvió con el rostro pálido y sudado y le clavé el tacón de mi bota con fuerza en la espalda. Su carne fue flagelada por mi venganza. Gritaba, pero gritaba quedo, quizá lloraba, mi mente estaba en tal confusión que me era imposible distinguir los sonidos y los colores en torno a mí.