No le gusta bailar, y a mí tampoco. Así que nos quedamos solos mientras los demás se desenfrenaban, bebían y bromeaban.
Se hizo un silencio al que quise poner remedio.
– Bonita casa, ¿verdad? -dije, simulando seguridad.
Se encogió de hombros y, como no quise ser indiscreta, me quedé callada.
Entonces llegó el momento de las preguntas íntimas. Cuando todos estaban entretenidos en bailar, se acercó aún más a mi sillón y comenzó a mirarme con una sonrisa. Yo estaba sorprendida y encantada, esperando algún gesto suyo. Estábamos solos, en la oscuridad, a una distancia muy favorable. Entonces, la pregunta:
– ¿Eres virgen?
Se me subieron los colores, sentí un nudo en la garganta y un ejército de alfileres pinchándome la cabeza.
Respondí con un «sí» tímido y enseguida desvié la mirada hacia otro lado para rechazar esa inmensa vergüenza. Se mordió los labios para reprimir una carcajada y se limitó a toser un poco, sin pronunciar ni una sílaba. En mi fuero interno, los reproches eran enérgicos y violentos: «¡Ahora ya no te tendrá en cuenta! ¡Idiota!». Pero en el fondo, qué más podía decir, ésa es la verdad, soy virgen. Nunca me ha tocado nadie, aparte de mí misma, y eso me enorgullece. Pero tengo curiosidad, mucha curiosidad. Sobre todo, de conocer el cuerpo masculino desnudo, porque nunca me han permitido verlo: cuando en la televisión transmiten escenas de desnudo, mi padre se apresura a coger el mando a distancia y cambia de canal. Y, cuando este verano me quedé toda la noche con un chico florentino que estaba de vacaciones aquí, no me atreví a poner la mano en el mismo sitio en que él ya había puesto la suya.
Y tal vez, el deseo de sentir un placer provocado por alguien que no sea yo, de sentir su piel contra la mía. Y en último término, el privilegio de ser, entre las chicas de mi edad que conozco, la primera en tener relaciones sexuales. ¿Por qué me ha hecho esa pregunta? Aún no he pensado en cómo será mi primera vez y muy probablemente no lo pensaré nunca, sólo quiero vivirla y, si puedo, tener para siempre un recuerdo hermoso, que me acompañe en los momentos más tristes de mi vida. Pienso que podría ser él, Daniele; lo he intuido por algunas cosas.
Ayer nos intercambiamos los números de teléfono y durante la noche, mientras dormía, me ha mandado un mensaje que he leído esta mañana: «Lo he pasado muy bien, eres muy mona y quiero volver a verte. Ven mañana a casa, nos bañaremos en la piscina».
19,10
Estoy perpleja y desconcertada. El impacto de lo que hace unas horas me era desconocido ha sido bastante brusco, aunque no del todo desagradable.
Su finca de verano es preciosa, rodeada por un jardín verde y por innumerables macizos de flores coloridas y frescas. En la piscina azul brillaba el reflejo del sol y el agua invitaba a zambullirse, pero yo precisamente hoy no he podido porque la regla me lo ha impedido. Debajo del sauce llorón miraba a los demás, que se zambullían y jugaban, mientras yo estaba sentada a la mesita de bambú con un vaso de té frío en la mano. Él me miraba sonriente de vez en cuando y yo hacía otro tanto, contenta. Luego lo vi trepar por la escalerilla y venir hacia mí con las gotas de agua deslizándose, lentas, por su torso reluciente, mientras con una mano se arreglaba el pelo mojado y salpicaba de gotitas todos los rincones.
– Qué pena que no puedas divertirte -dijo, con una expresión ligeramente irónica.
– No hay problema -respondí-, tomaré un poco el sol.
Sin decir nada, me aferró una mano mientras con la otra cogía el vaso frío y lo apoyaba sobre la mesa.
– ¿Adónde vamos? -pregunté riendo, pero un poco recelosa.
No respondió y me condujo por una escalerilla de diez peldaños hasta una puerta, cogió unas llaves de debajo del felpudo e introdujo una en la cerradura, mientras me miraba con ojos socarrones y brillantes.
– Pero ¿adónde me llevas? -pregunté; el mismo recelo en mí, pero ahora bien escondido.
Otra vez, la callada por respuesta y un esbozo de risotada. Abrió la puerta, me tironeó hacia dentro y la cerró a mis espaldas. La habitación era oscura, apenas iluminada por los rayos que se filtraban por las rendijas de las persianas, y calurosa. Me apoyó contra la puerta y me besó apasionadamente, haciéndome saborear sus labios de fresa, de un color muy parecido al fruto. Apoyaba las manos en la puerta y los músculos de sus brazos estaban tensos, podía sentirlos, vigorosos, en la palma de mis manos que los acariciaban y los recorrían del mismo modo en que los duendes recorrían mi cuerpo. Luego me cogió por las mejillas, se apartó de mi boca y me preguntó quedamente:
– ¿Te apetecería hacerlo?
Me mordí los labios y le dije que no, porque mil miedos me invadieron de pronto, miedos sin rostro, abstractos. Hizo más presión con las manos sobre mis mejillas y con una fuerza que quizá él quería traducir, en vano, en dulzura me fue empujando cada vez más abajo, mostrándome bruscamente al Desconocido. Ahora lo tenía delante de los ojos, olía a hombre y cada vena que lo atravesaba expresaba tal potencia que me pareció obligatorio ajustar las cuentas con ella. Entró presuntuoso entre mis labios, haciendo desaparecer el sabor a fresa que aún los impregnaba.
Luego, de repente, hubo otra sorpresa y me encontré en la boca un líquido caliente y ácido, abundante y denso. Mi sobresalto ante este nuevo descubrimiento le provocó un ligero dolor, me aferró la cabeza con las manos y me empujó hacia él con más fuerza. Su respiración era afanosa y hubo un momento en que creí que el calor de su aliento llegaba hasta mí y me quemaba. Bebí ese líquido porque no sabía qué hacer con él, y mi esófago se quejó con un ligero rumor del que me avergoncé. Mientras aún estaba de rodillas, lo vi bajar las manos y, creyendo que quería alzarme el rostro sonreí; en cambio, se tiró hacia arriba el bañador y oí el ruido del elástico que golpeaba contra su piel mojada de sudor. Entonces me levanté sola y lo miré a los ojos en busca de alguna palabra que pudiera tranquilizarme y hacerme feliz.
– ¿Quieres tomar algo? -preguntó.
Porque el sabor ácido del líquido seguía en mi boca respondí que sí, que un vaso de agua. Se alejó y regresó unos segundos después con el vaso en la mano. Yo aún estaba apoyada en la puerta, mirando con curiosidad la habitación después de que él hubiera encendido la luz. Observaba las cortinas de seda y las esculturas, y los libros y revistas abandonados sobre los elegantes divanes. Un acuario enorme proyectaba sus luces brillantes en las paredes. Oía los ruidos de la cocina y dentro de mí no había turbación ni vergüenza, sino una extraña satisfacción. Sólo después me asaltó la vergüenza, cuando me tendió el vaso con un gesto indiferente y le pregunté:
– Pero ¿de verdad se hace así?
– ¡Claro! -me respondió, con una sonrisa burlona que dejaba expuestos todos sus bellísimos dientes. Entonces le sonreí y lo abracé y, mientras olía su nuca, sentí sus manos detrás de mí cogiendo la manilla y abriendo la puerta.
– Nos vemos mañana -dijo, y después de un beso que me resultó dulce, bajé los peldaños y me uní a los demás.
Alessandra me miró riéndose y yo esbocé una sonrisa que desapareció en seguida cuando bajé la cabeza: tenía los ojos llenos lágrimas.
29 de julio
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