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– ¿De quién eres? -le pregunté, gélida.

Un estertor prolongado y luego la voz rota:

– Tuyo. Soy tu esclavo.

Mientras decía así mi tacón bajó por su espina dorsal y acabó entre sus nalgas. Presionaba.

– No, Melissa… No… -dijo, jadeando con fuerza.

No fui capaz de continuar, así que cogí los accesorios estirando la mano hacia la cómoda y los apoyé sobre la cama. Lo giré de una patada, obligándolo a ponerse boca arriba y reservé a su pecho el mismo tratamiento que a la espalda.

– ¡Vuélvete! -le ordené nuevamente.

Lo hizo y me monté a horcajadas sobre uno de sus muslos y, sin darme cuenta, comencé a frotar ligeramente el coño apretado por el mono ceñido.

– Tienes el coñito mojado, déjame lamerlo… -dijo con un suspiro.

– ¡No! -le contesté, firme.

Su voz se partió y conseguía oírlo mientras me decía que continuara, que le hiciera daño.

Mi excitación crecía, llenaba mi ánimo y luego salía nuevamente de mi sexo provocando una misteriosa exaltación. Lo estaba sometiendo y era feliz. Feliz por mí y feliz por él. Por él porque era lo que quería, uno de sus más grandes deseos. Por mí porque fue como fortificarme, mi cuerpo, mi alma, mi yo, en contra de otra persona, succionándola completamente. Estaba participando en la fiesta de mí misma. Cogí el látigo, pasé primero el mango y luego las correas por su trasero, pero sin pegarle. Luego di un ligero golpe y sentí que su cuerpo se estremecía y se tensaba. Por encima de nosotros, siempre el moscardón que chocaba contra la bombilla y, delante de mí, la cortina que la ventana entreabierta estiraba hasta casi arrancarla. Un último golpe violento en la espalda torturada y enrojecida. Luego cogí el falo. Nunca había tenido uno en la mano y no me gustaba. Esparcí el gel pringoso sobre la superficie impregnándome los dedos de la falsedad, de la no naturalidad. Era muy distinto que ver a Gianmaria y Germano entrar despacio en sus respectivos cuerpos, hacerlo con dulzura, con ternura, estar dentro de una realidad distinta pero verdadera, reconfortante. En cambio, esta realidad me dio asco: todo falso, todo míseramente hipócrita. Hipócrita él con su vida, con su familia, gusano postrándose a los pies de una niña. Entró con dificultad y bajo mis manos lo sentí vibrar como si hubiera partido algo: sus vísceras. Lo penetraba repitiéndome en la cabeza algunas frases, como las fórmulas que se pronuncian durante un encantamiento.

Esto es por tu ignorancia, primera embestida; esto por tu débil presunción, segunda embestida; por tu hija que nunca sabrá que tiene un padre como tú, por tu mujer que está cerca de ti por las noches, por no comprenderme, por no entenderme, por no haber captado que mi esencia fundamental es la belleza. Muchas embestidas, todas duras, secas y lacerantes. Él gemía debajo de mí, gritaba, por momentos lloraba, y su orificio se ensanchaba y lo veía rojo de tensión y de sangre.

– ¿Ya no tienes aliento, bruto asqueroso? -dije, con una mueca cruel.

Lanzó un alarido, quizá era un orgasmo, y luego dijo:

– Basta, te lo ruego.

Entonces me detuve mientras los ojos se me llenaban de lágrimas. Lo dejé en la cama, trastornado, destruido, completamente roto. Me vestí y en el vestíbulo vi a la portera. No la saludé ni la miré, me marché y basta.

Cuando llegué a casa no me miré al espejo y antes de irme a dormir me di cien pasadas de cepillo, cien golpes en la cabellera: ver mi rostro destruido y mi pelo desordenado me habría hecho daño, demasiado.

4 de marzo

La noche estuvo llena de pesadillas; una en particular me hizo estremecer.

Corría por un bosque oscuro y seco, perseguida por personajes oscuros y maléficos. Delante de mis ojos se erguía una torre iluminada por el sol, como Dante cuando intenta llegar a la colina pero no lo consigue porque tres fieras se lo impiden. Sólo que, en realidad, no me lo impedían tres fieras sino un ángel presuntuoso y sus diablos, y detrás de ellos un ogro con el vientre saciado de cuerpos de niñas; más lejos, un monstruo andrógino seguido por jóvenes sodomitas. Todos tenían la baba en la boca y alguno se arrastraba a tientas, fatigando su cuerpo por la tierra yerma. Yo corría, volviéndome continuamente por miedo a que uno de ellos me alcanzara. Todos gritaban frases inconexas, impronunciables. En un momento dado, no hice caso del obstáculo que tenía delante y aullé y abriendo desmesuradamente los ojos observé el rostro bonachón de un hombre que, cogiéndome de la mano, me condujo a través de oscuros pasajes secretos a los pies de la alta torre. Extendió el dedo y dijo:

– Sube las escaleras y nunca te vuelvas, en la cima te detendrás y encontrarás lo que has buscado en vano en el bosque.

– ¿Cómo puedo agradecértelo? -pregunté, deshecha en lágrimas.

– ¡Corre, antes de que me una a ellos! -gritó, sacudiendo con fuerza la cabeza.

– Pero ¡eres tú, tú eres mi salvador! ¡No necesito subir a la torre, ya te he encontrado! -grité, esta vez llena de alegría.

– ¡Corre! -repitió.

Y sus ojos cambiaron, volviéndose famélicos y rojos. Con la baba en la boca se marchó a toda prisa. Y yo me quedé allí, a los pies de la torre con el corazón destrozado.

22 de marzo

Los míos se han marchado durante una semana y volverán mañana. Durante días he tenido la casa libre y he sido dueña de entrar y salir cuando quería. Al principio pensaba en invitar a alguien a pasar la noche conmigo, quizá a Daniele, con el que he hablado hace un par de días, o a Roberto, o quizá atreverme a llamar a Germano o a Letizia, en resumen, a alguien que me hiciera compañía. En cambio, he disfrutado de mi soledad, he estado sola conmigo misma pensando en todas las cosas hermosas y en todas las cosas feas que me han pasado últimamente.

Sé, diario, que me he hecho daño, que no me he tenido respeto, no he respetado a la persona a la que digo amar tanto. No estoy demasiado segura de amarme como antes, alguien que se ama no se deja violar el cuerpo por cualquier hombre, sin un objetivo muy preciso, ni siquiera por el gusto de hacerlo. Te digo esto para revelarte un secreto, un secreto triste que, neciamente, habría querido esconderte, ilusionándome con poder olvidar. Una noche, mientras estaba sola, pensé que debía distraerme y tomar un poco el aire, así que fui al pub donde voy siempre y entre una y otra jarra de cerveza conocí a un tipo que me abordó con modales desagradables y descorteses. Estaba borracha, la cabeza me daba vueltas y le di cuerda. Me llevó a su casa y cuando cerró la puerta a sus espaldas tuve miedo, un miedo tremendo, que me hizo pasar rápidamente la ebriedad. Le pedí que me dejara marchar, pero él no me dejó y con los ojos enloquecidos y pequeños me obligó a desnudarme. Asustada, lo hice e hice todo lo que después me ordenó que hiciera. Me penetré con el vibrador que me puso en la mano, sintiendo que las paredes de mi vagina quemaban terriblemente y sintiendo cómo me arrancaba la piel. Lloré mientras me ofrecía su miembro pequeño y blando y, sosteniéndome la cabeza con una mano, no pude evitar complacerlo. Él no consiguió gozar, y yo sentía mis mandíbulas doloridas; me dolían hasta los dientes.

Se echó en la cama y, de golpe, se quedó dormido. Instintivamente miré la mesilla, donde me esperaba encontrar la pasta que le habría correspondido a una buena puta. Fui al baño, me lavé la cara sin dignarme ni siquiera durante un mísero instante a mirar mi imagen reflejada: habría visto al monstruo en que todos quieren convertirme. Y no puedo permitírmelo, no puedo permitírselo. Estoy sucia; sólo el Amor, si existe, podrá limpiarme.