Выбрать главу

Con un sablazo me penetró a fondo, llenándome completamente de su deseo, de su pasión incontrolable.

Un orgasmo vigoroso, fortísimo, me arrolló el cuerpo y me abandoné contra el muro, arañándome la piel. Él me refrenaba y sentía su aliento cálido sobre mi cuello, su afán me producía bienestar.

Nos quedamos mucho tiempo de aquella manera, demasiado tiempo, un tiempo que habría querido eterno. Volver al coche fue volver a la realidad, fría y cruel, una realidad de la que, en aquel instante lo comprendí, era inevitable huir: él y yo, la unión de nuestras almas debía acabar allí, las circunstancias nunca permitirán que ninguno de los dos esté completa y espiritualmente el uno dentro del otro.

Durante el trayecto, detenidos en el tráfico que trastorna Catania por la noche, me miró, sonrió y dijo:

– Loly, te quiero.

Me cogió la mano, se la llevó a la boca y la besó. Loly, no Melissa. Él quiere a Loly, de Melisa ni ha oído hablar.

4 de abril

Diario:

Te escribo desde una habitación de hotel. Estoy en España, en Barcelona. Estoy de excursión con el colegio y me divierto bastante aunque la profe, cáustica y obtusa, me mira torcido cuando digo que no quiero visitar los museos, que en mi opinión son una pérdida de tiempo. Odio visitar un lugar sólo para conocer su historia, sí, OK, también es importante, pero ¿qué hago después con ella? Barcelona es muy bulliciosa y alegre, pero con una melancolía de fondo. Parece una mujer guapa, fascinante, con ojos profundos y tristes que te penetra el alma. Me parece. Querría poder vagar por las calles nocturnas repletas de locales y abarrotadas de gente variopinta, pero me obligan a pasar las veladas en una discoteca donde, con suerte, consigo conocer a alguien que aún no esté hecho polvo por el alcohol. No me gusta bailar, me fastidia. En mi habitación hay jaleo: una salta sobre la cama, otra sirve sangría, otra vomita en el váter. Ahora voy, Giorgio me arrastra de un brazo…

7 de abril

Penúltima jornada, no quiero regresar a casa. Ésta es mi casa, me siento a gusto, segura, feliz, comprendida por la gente de aquí, aunque no hablemos la misma lengua. Es reconfortante no oír el teléfono con tina llamada de Fabrizio o de Roberto y tener que encontrar una excusa para no vernos. Es reconfortante hablar hasta tarde con Giorgio sin estar obligada a meterme en su cama y entregarle mi cuerpo.

¿Dónde has acabado, Narcisa que tanto te amabas y tanto sonreías, tanto querías dar e igualmente recibir; dónde has acabado con tus sueños, tus esperanzas, tus locuras, locuras de vida, locuras de muerte; dónde has acabado imagen reflejada en el espejo, dónde puedo buscarte, dónde puedo encontrarte, cómo puedo retenerte?

4 de mayo

Hoy a la salida del colegio estaba Letizia. Vino a mi encuentro con el rostro redondo enmarcado por las grandes gafas de sol, muy similares a aquellas que veo en las fotos de mi madre de los años sesenta. Con ella iban dos chicas, claramente lesbianas.

Una se llama Wendy, tiene mi edad pero por sus ojos parece mucho mayor. La otra, Floriana, es apenas más joven que Letizia.

– Tenía ganas de verte -me dijo Letizia, mirándome a los ojos.

– Has hecho bien en venir, también yo tenía ganas -respondí.

En tanto, la gente salía del colegio y tomaba sitio entre los bancos de la plazoleta. Los chicos nos miraban con curiosidad y parloteaban riéndose entre ellos las «comadres de san Ilario», beatas, mordaces e ignorantes como nunca, nos miraban torciendo la nariz y los ojos. Me parecía oír sus frases: «Pero ¿has visto con quien va por ahí? Siempre he dicho que era extraña…», acaso mientras se arreglan la trencita que mamita les ha hecho aquella mañana antes de salir para el colé.

Letizia parecía haber comprendido mi malestar, así que dijo:

– Nosotras vamos a comer a la asociación, ¿quieres venir?

– ¿Qué asociación? -pregunté.

– Gay-lesbiana. Tengo las llaves, estaremos solas.

Acepté, de modo que cogí mi moto y Letizia subió detrás pegando su pecho a mi espalda y su aliento a mi cuello. Nos reímos mucho por la calle, yo daba continuos bandazos porque no estoy habituada a llevar un paquete; ella le sacaba la lengua a las viejecitas mientras me ceñía la cintura con los brazos.

Parecía un mundo especial el que se presentó ante mis ojos cuando Letizia abrió la puerta. No era más que una casa, una casa que no era propiedad de nadie, sino de toda la comunidad gay. Estaba provista de todo y más; en la librería, junto a los libros, había un gran contenedor lleno de preservativos. Y en la mesa, revistas gays y revistas de moda, algunas de motores, otras de medicina. Un gato vagaba por las habitaciones y se frotaba contra todas las piernas y lo acaricié como acaricio a Morino, mi amado y bellísimo gato (que ahora está aquí, enroscado encima de mi escritorio, lo oigo respirar).

Teníamos hambre, así que Letizia y Floriana se ofrecieron para ir a comprar las pizzas en la tienda de comidas para llevar de la esquina. Cuando estaban a punto de salir, Wendy me miró con el rostro alegre y una sonrisa necia, caminaba como si estuviera saltando, parecía una especie de duende enloquecido. Tenía miedo de quedarme sola con ella, así que salí a la puerta y llamé a gritos a Letizia diciéndole que quería hacerle compañía. Me molestaba quedarme dentro. Mi amiga lo intuyó todo en seguida y con una sonrisa invitó a Floriana a regresar. Mientras esperábamos que las pizzas se cocieran, hablamos poco, luego dije:

– Joder, tengo los dedos helados!

Ella me miró maliciosa pero también irónicamente y dijo:

– Mmm… excelente información, ¡lo tendré en cuenta!

Mientras nos encaminábamos por la calle, de regreso, encontramos a un chico amigo de Letizia. Todo en él era tierno: el rostro, la piel, la voz. La dulzura infinita que tenía me produjo una gran felicidad interior. Entró con nosotras y durante un rato estuvimos hablando en el sofá mientras las demás preparaban la mesa. Me dijo que es empleado de banca, aunque su corbata, decididamente muy atrevida, daba la impresión de estar fuera de lugar en el frío mundo bancario. Por su voz parecía triste, pero me pareció indiscreto preguntarle qué le pasaba. Me sentía como él. Luego, Gianfranco se marchó y nos quedamos nosotras solas en torno a la mesa, charlando y riendo. O mejor, charlaba sólo yo, sin parar, mientras Letizia me miraba atenta y a veces desconcertada cuando hablaba de algún hombre con el que había estado en la cama.

Después me levanté y salí al jardín, ordenado pero no exactamente cuidado, donde había palmeras altas y extraños árboles de tronco espinoso y flores grandes y rojas en la copa. Letizia se reunió conmigo y me abrazó por detrás, mientras con los labios me rozaba el cuello con un beso.

Me volví instintivamente y encontré su boca: cálida, blanda y extremadamente suave. Ahora entiendo por qué a los hombres les agrada tanto besar a una mujer: la boca de una mujer es inocente, pura, mientras que los hombres que he encontrado siempre me han dejado con una estela viscosa de saliva, llenándome vulgarmente con la lengua. El beso de Letizia era distinto, era aterciopelado, fresco e intenso al mismo tiempo.

– Eres la mujer más hermosa que haya tenido nunca -me dijo, sujetándome la cara.

– También tú -respondí, y no sé por qué lo hice, ¡era superfluo decirlo ya que ella era mi única mujer!

Letizia ocupó mi puesto y esta vez era yo quien dirigía el juego, frotando mi cuerpo contra el suyo. La ceñí con fuerza y respiré su perfume, luego me condujo a la otra habitación, me bajó los pantalones y acabó la dulce tortura que había comenzado hacía semanas. Su lengua me enloquecía, pero la idea de tener un orgasmo en la boca de una mujer me hacía estremecer. Mientras su lengua me lamía, mientras ella estaba de rodillas debajo de mí, consagrada a mi placer, cerré los ojos y con las manos plegadas como las patitas de un conejo asustado, me vino a la mente el hombrecito invisible que hacía el amor conmigo en mis fantasías infantiles. El hombrecito invisible no tiene rostro, no tiene colores, es sólo un sexo y una lengua que uso para mi disfrute. En ese momento mi orgasmo llegó fuerte y jadeante, su boca estaba llena de mis humores y cuando abrí los ojos la vi, maravillosa sorpresa, con una mano dentro de la braguita retorciéndose por el placer que también a ella le llegaba, quizá más consciente y sincero de lo que había sido el mío.