Se puso a llorar y dijo que me lo daría todo, especificando qué: pasta, pasta y pasta.
– Si es eso lo que quieres darle a un ser humano, no soy yo quien deba recibirlo. De todos modos, te agradezco la oferta -exclamé, irónicamente. Luego le colgué y no atendí ninguna de sus llamadas y nunca más las atenderé, lo juro. Odio a ese hombre: es un gusano, es sucio, ya no quiero entregarme a él.
Pensaba en todo esto y en Valerio, tenía el ceño fruncido y los ojos fijos en un punto no identificable. Luego, apartándome de mis fastidiosos problemas, me encontré con su mirada que me observaba desde quién sabe cuánto tiempo, era leve y dulce. Lo miraba y me miraba a intervalos muy breves, apartábamos la mirada sin poder evitar que los ojos recayeran en sus ganas de mirar. Sus ojos eran profundos y sinceros, y esta vez no me ilusioné creando absurdas fantasías para hacerme daño y castigarme, esta vez lo creí realmente. Veía sus ojos, estaban allí, me miraban y parecían decirme que querían amarme, que me querían conocer de verdad. Poco a poco empecé a observarlo mejor: estaba sentado con las piernas cruzadas, un cigarrillo en la mano, dos labios carnosos, una nariz un poco pronunciada pero armoniosa y los ojos de un príncipe árabe. Lo que me estaba ofreciendo era para mí, sólo mío. No miraba a ninguna otra, me miraba a mí y no como cualquier hombre tiende a observar por la calle sino con sinceridad y honestidad. No sé por qué oscuro motivo se me escapó una carcajada demasiado fuerte, no podía contenerme. La felicidad era tan grande que no podía limitarse a una sonrisa. Giorgio me miraba divertido, me preguntaba qué me ocurría. Con un gesto de la mano le dije que no se preocupara y me abracé a él para justificar mi repentina explosión. Me volví nuevamente y advertí que me sonreía dejando a la vista sus espléndidos dientes blancos. Fue entonces cuando me calmé y me dije: «Por favor, Melissa, déjalo escapar, ¿eh? Hazle ver que eres una estúpida, una deficiente y una ignorante… y sobre todo, hazlo en seguida, ¡no lo hagas esperar!».
Mientras pensaba esto, una chica pasó junto a él y le acarició el pelo. La miró durante un mísero instante y luego se movió un poco para verme mejor.
Giorgio me distrajo:
– Meli, vamos a otro sitio. Me muero de hambre, no puedo esperar más.
– Venga, Giorgino, otros diez minutos, vamos, verás que se vacía… -le respondí, porque no quería apartarme de aquella mirada.
– ¿A qué vienen tantas ganas de quedarte aquí? ¿Algún tío a la vista?
Sonreí un poco y asentí.
Él suspiró y dijo:
– Hemos hablado mucho de esto. Melissa, vive tranquila durante un tiempo, las cosas buenas llegarán solas.
– Esta vez es distinto. Quedémonos… -le decía, como una niñita mimada.
Suspiró otra vez y dijo que ellos se darían una vuelta por los locales vecinos, si había sitio en los otros no se discutía, tendría que seguirlos.
– ¡OK! -dije, segura de que a aquella hora no encontrarían sitio ni de casualidad.
Los vi entrar en la heladería de las sombrillas japonesas sobre las mesas y me volví a apoyar en la farola, tratando de no mirarlo. De repente lo vi levantarse y pienso que debí de ponerme violeta; no sabía qué hacer, estaba totalmente azorada. Así que salí a la calle y fingí que esperaba a alguien, observando todos los coches que llegaban. Y mis pantalones de seda de la India revoloteaban acompañando a la ligera brisa del mar.
Oí su voz cálida y profunda a mis espaldas. Dijo:
– ¿Qué esperas?
De pronto, pensé en una vieja cantinela que leí de pequeña en una fábula que mi padre me trajo de uno de sus viajes. De manera espontánea e inesperada la pronuncié volviéndome hacia éclass="underline"
– Espero, espero, en la oscura noche, y abro la puerta si alguien golpea. Después de la mala viene la buena, y viene aquel que artes no tiene.
Nos quedamos en silencio, con la expresión seria. Luego rompimos a reír. Me ofreció su mano suave y se la estreché ligeramente, pero con determinación.
– Claudio -dijo, mirándome a los ojos.
– Melissa -conseguí decir, no sé cómo.
– ¿Qué era eso que decías antes?
– ¿Qué…? Ah, sí, ¡antes! Es la cantinela de una fábula, la conozco de memoria desde que tenía siete años.
Movió la cabeza como para decir que había entendido. Otra vez silencio, un silencio de pánico. Un silencio interrumpido por mi simpático y torpe amigo que llegaba a la carrera diciendo:
– Despistada, vámonos, hemos encontrado sitio y te estamos esperando.
– Tengo que marcharme -susurré.
– ¿Puedo llamar a tu puerta? -dijo él, también quedamente.
Lo miré asombrada por tanta audacia que no era presunción, sólo voluntad de que todo no acabara allí.
Asentí con los ojos un poco empañados y dije:
– Me encontrarás a menudo por esta zona, vivo justo aquí arriba -señalándole mi balcón.
– Entonces te dedicaré una serenata -bromeó, guiñándome el ojo.
Nos despedimos y no me volví a mirarlo, aunque quería hacerlo, porque tenía miedo de estropearlo todo.
Luego Giorgio me preguntó:
– ¿Quién era ése?
Sonreí y dije:
– Es el que viene y artes no tiene.
– ¿Qué? -exclamó.
Sonreí otra vez, le pellizqué las mejillas y dije:
– Pronto lo descubrirás, tranquilo.
4 de junio
18,20
¡Nada de bromas, diario! ¡Me ha dedicado de verdad una serenata! La gente pasaba y miraba con curiosidad, yo desde el balcón reía como una loca mientras un hombre gordo y rubicundo tocaba una guitarra un poco estropeada y él cantaba, desafinado como una campana, pero irresistible. Tan irresistible como la canción que me colmó los ojos y el corazón. Es la historia de un hombre que ante el recuerdo de su amada no consigue dormir y la melodía es desgarradora y delicada. Dice más o menos así:
¿Quieres saber cuándo te dejaré? Cuando mi vida acabe y muera…
Fue todo un gesto, un sutil cortejo tradicional, banal si se quiere, pero perfumado.
Cuando acabó grité desde el balcón, sonriendo:
– ¿Y qué hay que hacer ahora? Si no me equivoco, para aceptar el cortejo habría que encender la luz de la habitación y si, por el contrario, no quiero, debería entrar y apagarla.
No respondió pero supe qué debía hacer. En el pasillo me crucé con mi padre (¡casi lo atropello!) que me preguntaba con curiosidad quién era ése que cantaba abajo. A carcajadas le respondí que ni yo lo sabía.
Bajé a la carrera por las escaleras, tal como me encontraba, en pantalón corto y camiseta, abrí el portón y luego me quedé cortada. ¿Debía correr a su encuentro y abrazarlo con fuerza o, al contrario, sonreírle, feliz, y agradecerle con un apretón de manos? Me quedé parada en el portón y comprendió que nunca me acercaría si no había una señal, así que él la hizo por mí.
[2] Doy vueltas y más vueltas suspirando / paso todas las noches insomne, / contemplando tu belleza, / pienso en ti de la noche al día. / Por ti no puede reposar ni una hora, / no tiene paz mi afligido corazón. / ¿Quieres saber cuándo te dejaré? / Cuando la vida mía acabe y muera.