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– No, quiero que se la des a Roberto -dije.

Asombrado, exclamó:

– Pero Roberto tiene centenares de estas hojas.

Me mordí los labios y dije:

– A Roberto le interesará lo que está escrito detrás…

– Ah… entiendo… -dijo aún más asombrado-, tranquila, lo veré más tarde y se la daré.

– ¡Muchas gracias! -le habría dado un sonoro beso en la mejilla.

Cuando me marchaba oí que me llamaban, me volví y era él, que venía corriendo.

– Me llamo Pino, es un placer. Tú eres Melissa, ¿verdad? -dijo, jadeando.

– Sí, Melissa… veo que no has tardado en leer el envés de la hoja.

– Eh… qué quieres… -dijo sonriendo-, la curiosidad es propia de la inteligencia. ¿Tú eres curiosa?

Cerré los ojos y dije:

– Muchísimo.

– ¿Ves? Entonces eres inteligente.

Con mi ego satisfecho y desbordante de alegría, lo saludé y fui hacia la plazoleta de encuentro frente al colegio, medio vacía por culpa del día desapacible. Tardé un poco en coger la moto, el tráfico en la hora punta es horrible incluso para quien conduce un scooter. Unos minutos después, suena el móvil.

– Hola.

– Ehm… hola, soy Roberto.

– Hey, hola.

– ¿Me has sorprendido, sabes?

– Soy atrevida. Habrías podido no llamarme, he corrido el riesgo de recibir un portazo en la cara.

– Has hecho muy bien. En cualquier ocasión habría ido a pedírtelo yo. Sólo que, sabes… mi chica va a tu mismo colegio.

– Ah, tienes novia…

– Sí, pero… no importa.

– …tampoco a mí me importa.

– Pero dime, ¿por qué me has buscado?

– ¿Y tú, por qué me habrías buscado?

– Bien… yo te lo he preguntado primero.

– Porque quiero conocerte mejor y pasar algún tiempo contigo…

Silencio.

– Ahora te toca a ti.

– Idem. Aunque sabes las condiciones: ya estoy comprometido.

– No creo en los compromisos, dejan de serlo en cuanto se termina de creer en ellos.

– ¿Te va bien que nos encontremos mañana por la mañana?

– No, mañana no, tengo clase. Quedemos el viernes, hay huelga. ¿Dónde?

– Delante del comedor universitario a las diez y media.

– De acuerdo.

– Chau, entonces, hasta el viernes.

– Hasta el viernes, un beso.

14 de octubre

17,30

Como de costumbre, llegué con una anticipación increíble; el tiempo no ha mejorado en cuatro días, una monotonía increíble.

El comedor exhalaba un fuerte olor a ajo y, desde donde estaba, podía oír a las cocineras metiendo ruido con las cacerolas y chismorreando sobre alguna compañera. Un estudiante que otro pasaba y me miraba, guiñándome el ojo y yo fingía no verlo. Estaba más atenta a las cocineras y a sus conversaciones que a mis pensamientos. Estaba tranquila, nada de nervios, y me dejé llevar por el mundo exterior y no me preocupé demasiado de mí.

Llegó en su coche amarillo, demasiado abrigado, con una enorme bufanda que le cubría la mitad del rostro y sólo dejaba las gafas al aire.

– Es para que no me reconozcan, ya sabes cómo es… mi novia. Iremos por calles poco concurridas, tardaremos un poco más pero al menos no correremos ningún riesgo -dijo, una vez que subí.

La lluvia golpeaba con fuerza contra los cristales del coche, como si quisiera romperlos. El sitio al que nos dirigíamos era su casa de verano, en las pendientes del Etna, fuera de la ciudad. Las ramas secas y oscuras de los árboles rasgaban unas pequeñas hendiduras en el cielo nublado; las bandadas de pájaros volaban con dificultad a través de la lluvia densa, ansiosos por llegar a un lugar más cálido. Y también yo habría querido emprender el vuelo para llegar a un lugar más cálido. No tenía ninguna ansiedad: fue como salir de casa para ir a un nuevo trabajo, nada emocionante, al contrario. Un trabajo obligado y fatigoso.

– Abre el salpicadero, debería haber algunos CD.

Cogí un par, elegí uno de Carlos Santana.

Hablamos del colegio, de la universidad y luego de nosotros.

– No quiero que me juzgues mal -dije.

– ¿Bromeas? Sería como juzgarme mal a mí mismo… en definitiva, estamos haciendo lo mismo, del mismo modo. Es más, quizá sea más deshonroso para mí, que estoy comprometido. Pero mira, ella…

– No lo hace -lo interrumpí con una sonrisa.

– Exacto -dijo él, con la misma sonrisa.

Entró por una callejuela en mal estado y se detuvo delante de un portón verde. Bajó del coche y lo abrió. Cuando subió de nuevo al coche advertí que el rostro del Che Guevara estampado en su camiseta estaba completamente empapado.

– ¡Joder! -exclamó-. Todavía es otoño y el tiempo ya da asco -luego se volvió y preguntó-: Pero tú ¿no estás un poco emocionada?

Cerré los labios, torcí el gesto y sacudí la cabeza; después de un rato, dije:

– No, para nada.

Para llegar hasta la puerta me cubrí la cabeza con el bolso y, corriendo bajo aquella lluvia nos reímos mucho, como dos imbéciles.

La casa estaba a oscuras. Luego, cuando entré, sentí un frío gélido. Me movía a duras penas en la oscuridad; él evidentemente estaba habituado, conocía todos los rincones y por eso caminaba con una cierta desenvoltura. Permanecí quieta en un sitio donde parecía que había más luz y vi un sofá sobre el que dejé mi bolso.

Roberto llegó por detrás, me rodeó y me besó con toda la lengua. Su beso me dio un poco de asco, no se parecía en nada al de Daniele. Me empapaba con su saliva, dejándola fluir un poco por los labios. Lo aparté cortésmente, sin darle a entender nada, y me sequé con la palma de la mano. Me cogió esa misma mano y me condujo al dormitorio, siempre en la misma oscuridad y en el mismo frío.

– ¿No puedes encender la luz? -pregunté, mientras me besaba el cuello.

– No, lo confieso.

Me dejó sobre la gran cama, se arrodilló delante de mi y me quitó los zapatos. No estaba excitada ni impasible. Me parecía que aceptaba todo aquello sólo porque a él le daba placer.

Me desnudó como si fuera un maniquí en un escaparate, como un dependiente rápido e indiferente que desviste al muñeco sin volver a vestirlo.

Cuando vio mis medias preguntó, asombrado:

– Pero ¿usas medias autoadherentes?

– Sí, siempre -respondí.

– ¡Menuda furcia! -exclamó.

Su comentario fuera de lugar me dio vergüenza, pero aún más me impresionó su cambio de chico educado a hombre rudo y vulgar. Tenía los ojos encendidos y famélicos, las manos hurgaban debajo de mi camiseta, debajo de la braguita.

– ¿Quieres que me deje puestas las medias? -pregunté, para secundar su deseo.

– Desde luego, déjatelas, así eres más puerca.

Otra vez se me encendieron las mejillas, pero luego sentí que mi hogar se calentaba poco a poco y la realidad se alejaba gradualmente. La Pasión tomaba la delantera.

Bajé de la cama y sentí el suelo increíblemente frío y liso bajo los pies. Esperaba que él me cogiera e hiciera conmigo lo que le viniera en gana.

– Chúpamela, zorra -susurró.

La vergüenza no me lo impidió; la eché fuera de mí en seguida e hice lo que me pedía. Cuando su miembro se volvió duro y grande, me cogió por las axilas y me llevó en volandas hacia la cama.

Como una muñeca inerme, me colocó encima de él y dirigió su larga asta hacia mi sexo, tan poco abierto y tan poco húmedo.

– Quiero hacerte sentir dolor. Venga, aúlla, hazme ceer que te estoy haciendo daño.

En efecto, me hizo daño, las paredes de la vagina me escocían y la dilatación se produjo con desgana.

Gritaba mientras la habitación vacía daba vueltas a mi alrededor. La vergüenza había desaparecido y en su lugar sólo quedaba el deseo de hacerlo mío.