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«Si grito -pensé-, estará contento, me lo ha pedido. Haré todo lo que me diga.»Gritaba y sentía dolor, ningún filamento de placer me atravesaba. Él, en cambio, estalló, su voz se transformó y sus palabras se volvieron obscenas y vulgares.

Las lanzó contra mí y me entraban con tal violencia que incluso superaban la penetración de su sexo.

Luego, todo volvió a ser como antes. Cogió las gafas que había dejado en la mesilla, tiró el preservativo cogiéndolo con un pañuelo, se vistió con calma y me acarició la cabeza. En el coche hablamos de Bin Laden y de Bush, como si nada hubiera sucedido…

25 de octubre

Roberto me llama a menudo, dice que oírme lo llena de alegría y le da ganas de hacer el amor. Esto último lo dice en voz baja, no quiere que lo oigan y, además, se avergüenza un poco de admitirlo. Le digo que a mí me pasa lo mismo y que a menudo, mientras me toco, pienso en él. No es verdad, diario. Lo digo sólo para adularlo; él, engreído, siempre dice: «Ya sé que soy bueno en la cama. Las mujeres se vuelven locas.»Es un ángel presuntuoso, es irresistible. Su imagen me persigue durante el día, pero cuando pienso en él aparece como el chico educado y no como el amante apasionado. Y cuando se transforma me provoca una sonrisa, pienso que sabe mantener el equilibrio y ser personas distintas en momentos distintos. Al contrario de mí, que soy siempre la misma, siempre igual. Mi pasión está por todas partes, como mi malicia.

1 de diciembre

Le dije que pasado mañana será mi cumpleaños y exclamó:

– Bien, entonces lo festejaremos de la manera apropiada.

Sonreí y le dije:

– Roby, ayer ya lo festejamos bastante bien. ¿No estás satisfecho?

– Eh, no… dije que el día de tu cumpleaños será especial. Conoces a Pino, ¿verdad?

– Sí, desde luego -respondí.

– ¿Te gusta?

Temerosa de responder algo que lo hiciera alejarse, vacilé un poco, luego decidí decir la verdad:

– Sí, mucho.

– Muy bien. Entonces vengo a recogerte pasado mañana.

– Está bien… -colgué.

Me picaba la curiosidad por esta extraña iniciativa suya. Confio en él.

3 de diciembre

4,30 de la mañana

Mi decimosexto cumpleaños. Quiero detenerme ahora y no seguir adelante. A los dieciséis años soy dueña de mis actos, pero también víctima del azar y la imprudencia.

Cuando salí a la puerta de casa advertí que, en el coche amarillo, Roberto no estaba solo. Vi el cigarro oscuro confundiéndose con las sombras y en seguida lo entendí todo.

– Podrías quedarte al menos por el día de tu cumpleaños -me había dicho mi madre antes de salir y no le había hecho caso, cerrando la puerta de entrada sin responderle.

El ángel presuntuoso me miró sonriente y yo subí fingiendo no haberme percatado de que Pino estaba detrás.

– Entonces -preguntó Roberto-, ¿no dices nada? -señalándome con la cabeza los asientos traseros.

Me volví y vi a Pino repantingado detrás, con los ojos rojos y las pupilas dilatadas. Le sonreí y le pregunté:

– ¿Has fumado?

Él dijo que sí con la cabeza y Roberto agregó:

– También se ha bebido una botella entera de aguardiente.

– Todo en orden -dije-, está bien colocado.

Las luces de la ciudad se reflejaban en las ventanillas del coche: las tiendas aún estaban abiertas y los propietarios esperan con ansia la Navidad. Parejas y familias caminaban por las aceras inconscientes de que dentro del coche estaba yo con dos hombres que me llevarían quién sabe dónde.

Atravesamos la Via Etna y vi el Duomo iluminado por las luces blancas y rodeado por las imponentes palmeras. Por debajo de esta calle corre un río, oculto por la piedra pómez. Es silencioso, imperceptible. Como mis pensamientos silenciosos y apacibles, escondidos sabiamente bajo mi coraza. Corren. Me desgarran.

Por la mañana, aquí cerca, está la lonja de pescado; se siente el olor del mar desprendido de las manos de los pescadores que, con las uñas ennegrecidas por las entrañas de los pescados, cogen el agua del cubo y la rocían sobre los cuerpos fríos y centelleantes de los animales aún vivos y escurridizos. Nos dirigíamos precisamente allí, aunque de noche la atmósfera cambia. Al bajarme del coche me di cuenta de que el olor del mar se transforma en olor a humo y hachís, los chicos con piercing sustituyen a los viejos pescadores bronceados y la vida sigue siendo vida, siempre y de cualquier modo.

Bajé. A mi lado pasó una vieja apestosa, vestida de almagre, con un gato de pelo bermejo en los brazos, flaco y tuerto. Cantaba una cantilena:

Passiannu 'pa via Etnea Chi sfarzu di luci, Chi fudda 'ca c'è. Vim tantipicciotti 'che jeans Si mettunu 'nmostra davanti 'e cafe. Com'èbella Catania di sira, sutta i raggi splinnenti di luna a muntagna ca è russa di focu, All'innamurati l'arduri cí runa. [1]

Iba como un fantasma, lenta, con los ojos pasmados, y la miré con curiosidad mientras esperaba que ellos bajaran del coche. La mujer me rozó la manga del abrigo y sentí un extraño escalofrío. Cruzamos nuestras miradas durante un instante brevísimo, pero tan intenso y elocuente que tuve miedo, un miedo verdadero, insensato.

Su mirada torcida y vivaz, en absoluto huera, decía: «Ahí dentro encontrarás la muerte. Ya no podrás recobrar el corazón, niña, morirás y alguien echará tierra sobre tu tumba. Ni siquiera una flor, ni siquiera una».

Se me puso la piel de gallina, esa bruja me había hechizado. Pero no le hice caso, les sonreí a los dos chicos que venían hacia mí, guapos y peligrosos.

Pino se mantenía en pie a duras penas, permaneció en silencio todo el tiempo y tampoco Roberto y yo hablamos demasiado, como hacíamos otras veces.

Roberto sacó un gran manojo de llaves del bolsillo de los pantalones e introdujo una en la cerradura. El portón chirrió, empujó con fuerza para abrirlo y al fin se cerró ruidosamente a nuestras espaldas.

Yo no hablaba, no tenía nada que preguntar, sabía muy bien qué nos disponíamos a hacer. Subimos por las escaleras gastadas por los años; las paredes del palacete parecían tan frágiles que me dio miedo de que, de pronto, algo cediera y nos matara. Las grietas eran numerosas y las luces pálidas daban un aspecto translúcido a las paredes azules. Nos detuvimos ante una puerta de la que provenía una música.

– Pero ¿hay alguien más? -pregunté.

– No, nos hemos olvidado la radio encendida antes de salir -me respondió Roberto.

Pino fue en seguida al cuarto de baño, dejando la puerta abierta. Lo veía mear: se sostenía en la mano el miembro blando y arrugado. Roberto fue a la otra habitación a bajar el volumen de la música y yo me quedé en el pasillo observando con curiosidad todos los cuartos que podía mirar de soslayo desde allí.

El ángel presuntuoso regresó sonriendo, me besó en la boca y, señalándome una habitación, me dijo:

– Espéranos en la celda de los deseos, en seguida volvemos.

Me reí. Celda de los deseos… ¡qué nombre raro para llamar a la habitación de follar!

Entré en el cuarto, bastante estrecho. En la pared había centenares de fotos de modelos desnudas, recortes de periódicos porno, pósters hentai y posiciones del kamasutra. Imprescindible, en el cielo raso, la bandera roja con el rostro del Che.

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[1] Paseando por Via Etnea / qué lujo de luces, / qué multitud que hay. / Veo a muchos jóvenes con vaqueros / que se exhiben / delante de los cafés. / Qué hermosa es Catania al atardecer, / bajo los rayos resplandecientes de la luna / y la montaña roja de fuego / vuelve fogosos a los enamorados. (N. del T.)