– Atracaremos en la caleta de que os hablé el otro día -dijo Jorge-. Para llegar allí sólo hay un camino, pero yo me lo sé de memoria. Está en un sitio muy resguardado al otro lado de la isla.
La primita remaba con gran destreza, sorteando hábilmente el intrincado laberinto de las rocas. Al doblar una de éstas vieron de pronto la caleta a la que Jorge se había referido. Era como un pequeño puerto natural, cuyas tranquilas aguas, resguardadas del viento entre las altas rocas, azotaban suavemente la orilla de la playa. El bote se deslizó quietamente a través de la caleta y se detuvo. No se notaba el menor balanceo. El agua allí parecía un espejo: ni siquiera formaba rizos.
– ¡Caramba! ¡Qué sitio más bonito! -dijo Julián, con los ojos brillantes de admiración.
Jorge lo miró. Tenía también brillantes sus claros ojos azul mar. Nunca había querido invitar a nadie a visitar la isla. Sin embargo, esta vez estaba muy contenta de haber llevado allí a sus primos.
Introdujo en la amarilla arena la proa del bote.
– ¡Estamos de verdad en la isla! -exclamó Ana, casi sin creer lo que veían sus ojos. Saltaba de contento. Timoteo la imitó dando enormes saltos. Parecía todavía más loco que al principio. Los chicos no pudieron contener la risa. Jorge arrastró el bote un buen trozo en la arena.
– ¿Por qué lo metes tanto en la arena? -preguntó Julián mientras la ayudaba-. Aunque suba la marea no creo que llegue a tanta altura.
– Ya te dije que me parecía que iba a haber tormenta -dijo Jorge-. Y cuando llegue, esta caleta se convertirá en un infierno. Supongo que no querrás que las olas se nos lleven el bote, ¿verdad?
– ¡Vamos a explorar la isla! ¡Vamos a explorar la isla! -gritó Ana, mientras trepaba alegremente por las rocas que bordeaban la caleta-. ¡Venid! ¡Venid!
Los demás fueron corriendo a reunírsele. Realmente era aquél un sitio encantador. ¡Por todas partes había conejos! Éstos lanzaban breves carreritas al ver a los chicos, pero ninguno se metía en su madriguera.
– ¡Están magníficamente domesticados! -dijo Julián, sorprendido.
– Claro: yo soy la única persona que viene a la isla. Y no me dedico a asustarlos. ¡Tim, Tim, no persigas a los conejos o te zurraré!
Timoteo miró a su amita con expresión dolorida. El can y Jorge estaban siempre de acuerdo en todo, menos cuando de conejos se trataba. Según Timoteo, los conejos no servían más que para una cosa: ¡para darles caza! Nunca pudo comprender por qué Jorge no le dejaba perseguirlos. Pero se contuvo y retrocedió con paso solemne, mientras contemplaba codiciosamente sus frustradas presas.
– Se les podría, creo, dar de comer con la mano -dijo Julián.
– No: yo lo he intentado muchas veces, pero no quieren -dijo Jorge-. Fíjate en esos pequeñitos. ¿Verdad que son una monería? ¿No están para comérselos?
– ¡Guau! -ladró Timoteo, completamente de acuerdo, dirigiendo sus pasos peligrosamente hacia los animalitos. Pero Jorge le dio un grito de aviso y el can volvió sobre sus pasos con el rabo entre las piernas.
– ¡Allí está el castillo! -dijo Julián-. ¿Vamos a explorarlo ahora? Tengo enormes ganas.
– Sí, podemos hacerlo ahora -dijo Jorge-. Fíjate: aquella bóveda medio derruida era la entrada.
Los chicos contemplaron la enorme y vieja bóveda. Tras ella aparecía una escalera de pétreos y destrozados escalones que terminaban casi en el mismo centro del castillo.
– Está rodeado por una muralla soberbia que tiene dos torres -dijo Jorge-. De una de ellas ya no queda gran cosa, como podéis ver, pero la otra no está tan derruida. En ella anidan los grajos todos los años. ¡Está llena a reventar de nidos y palitroques!
Cuando llegaron junto a la torre menos derruida, los grajos empezaron a volar dando vueltas alrededor de los chicos con fuertes gritos de "¡chak, chak, chak!" Timoteo daba brincos en el aire en la creencia de que podría atraparlos, pero los grajos lo esquivaban tan fácilmente que parecía que se estaban burlando del pobre can, dejándolo en ridículo.
– Éste es el centro del castillo -dijo Jorge, mientras cruzaban una ruinosa entrada. Desde ella podía verse como un espacioso patio con suelo de piedras entre cuyos intersticios abundaban las hierbas y toda suerte de maleza.
– Aquí es donde vivían los habitantes del castillo. Estas eran las habitaciones. Fijaos: aquélla de allí está casi intacta. Vamos a pasar por aquella puertecita y la podremos ver por dentro.
Se dirigieron en tropel a la puerta y, una vez franqueada, encontraron una pequeña y oscura habitación con las paredes, el suelo y el techo de piedra. En un rincón había una especie de chimenea. Dos estrechos ventanucos dejaban pasar unos débiles rayos de luz, dando a la habitación un aspecto legendario.
– ¡Qué lástima que esté todo tan derruido! -dijo Julián, una vez hubieron salido al aire libre-. Esta habitación parece la única que está enteramente intacta. Veo que hay otras muchas, pero a todas les falta el techo o las paredes. Sólo en la habitación donde hemos estado se podría vivir. ¿No hay ninguna escalera para ir a la parte alta del castillo?
– Desde luego -dijo Jorge-. Pero ya no tiene escalones. ¿Ves? Allí arriba puedes ver un trozo de habitación junto a la torre de los grajos. No se puede llegar a ella; yo lo he intentado varias veces y no he podido. Una vez estuve incluso a punto de romperme la nuca. Los escalones están todos desmoronados.
– ¿No hay sótano en el castillo? -preguntó Dick.
– No lo sé -dijo Jorge-. Supongo que habrá. Pero hasta ahora nadie lo ha encontrado: está toda la parte baja llena de maleza.
Ciertamente que el suelo del castillo estaba cubierto de maleza. Se veían por doquier matojos de negras bayas y genistas que cubrían las posibles aberturas y tapaban los rincones. La hierba verde abundaba también, y toda clase de plantas silvestres proliferaban por las hendiduras y grietas.
– ¡Qué sitio más bonito es éste! -exclamó Ana-, Lo encuentro perfecto.
– ¿Verdad que sí? -dijo Jorge, complacida- Yo estoy muy orgullosa de esto. Oíd: ahora iremos a visitar la otra parte de la isla, la que da al mar abierto. ¿Veis aquellas grandes rocas donde están posados unos pájaros extraños?
Los chicos miraron en la dirección que les indicaba Jorge. Pudieron ver una porción de rocas apiladas, sobre las cuales descansaban unos pájaros exóticos en posturas extravagantes.
– Son cormoranes -dijo Jorge-. Han atrapado y se han comido su buena porción de peces, y ahora están haciendo la digestión. ¡Anda! ¡Remontan el vuelo! ¡Se marchan todos! ¿Qué les pasará?
En seguida oyeron un estruendo lejano en dirección sudoeste.
– ¡Es un trueno! -dijo Jorge-. Es que se acerca la tormenta. ¡Se nos va a echar encima antes de lo que creía!
CAPÍTULO VI. Lo que hizo la tormenta
Los cuatro dirigieron la vista al mar. Habían estado tan entusiasmados explorando el viejo castillo que ninguno se había dado cuenta de que el tiempo estaba cambiando.
Se oyó otro trueno. Parecía el mugido de un perro surcando todo el espacio. Timoteo, al oírlo, lanzó un prolongado gruñido que, a su vez, parecía un trueno.
– ¡Dios mío, se nos viene encima! -dijo Jorge, alarmada-. No creo que tengamos tiempo de coger el bote y regresar. El viento es fortísimo. ¡Fijaos cómo el cielo cambia de color!