Hasta entonces el cielo había permanecido azul. Pero, ante el sobresalto de los chicos, se estaba oscureciendo a ojos vistas, y pesadas y plomizas nubes lo iban taponando poco a poco. Echaron a correr vertiginosamente. El viento producía un sonido tan lúgubre que la pobre Ana se sintió horrorizada.
– Está empezando a llover -dijo Julián, extendiendo la mano, en la que caían fuertes y espaciados goterones-. Será mejor que nos refugiemos en aquella habitación de piedra, ¿verdad, Jorge? Si no, nos vamos a mojar de lo lindo.
– Sí, está muy cerca -dijo Jorge-. ¡Fíjate qué olas más enormes! ¡Va a ser una tormenta de las más fuertes! ¡Oh, cuántos relámpagos!
Las olas iban siendo cada vez más altas. Resultaba extraño ver el cambio que se había producido en el mar en tan poco tiempo. Las olas se precipitaban en grandes masas contra las rocas, invadiendo la playa con gran estruendo.
– Siento no haber metido el bote más adentro de la arena -dijo Jorge, de pronto-. La tormenta esta me parece que va a ser de las peores. En verano ocurre con frecuencia.
Ella y Julián se separaron de los demás y fueron corriendo a la otra parte de la isla, en donde habían dejado el bote. Hicieron bien en darse prisa, porque las olas estaban ya precipitándose contra la embarcación. Los dos consiguieron arrastrarla más hacia dentro y Jorge la amarró fuertemente a un arbusto silvestre.
La lluvia había arreciado y los dos niños estaban empapados.
– Espero que los demás hayan recordado el camino que conduce a aquella habitación -dijo Jorge.
Efectivamente: cuando Julián y Jorge llegaron, ya estaban allí los otros tres, bien resguardados de la tormenta, aunque algo asustados y con cierto frío en el cuerpo. La habitación estaba muy oscura: apenas podían distinguirse con la escasa luz que entraba por los estrechos ventanucos y la pequeña puerta.
– Si pudiéramos encender un fuego para hacer más agradable la estancia… -dijo Julián mirando en derredor-. No sé si podré encontrar por aquí madera seca.
A manera de respuesta se oyó el desafinado graznido de unos cuantos grajos que volaban en grupo, huyendo de la tormenta. "¡Chak, chak, chak!"
– ¡Ya lo creo! -gritó Julián-. ¡Al pie de la torre hay montones de ramas y palitroques que traen los grajos para hacer sus nidos! Está todo lleno.
Echó a correr bajo la lluvia en dirección a la torre. Una vez allí recogió una buena cantidad de ramas secas y volvió a la habitación-refugio.
– Muy bien -dijo Jorge-. Con esta leña podremos encender un buen fuego. ¿Alguno de vosotros tiene un trozo de papel para encenderlo? Cerillas también hacen falta.
– Yo tengo cerillas -dijo Julián-. Pero me parece que no tenemos papel.
– Sí, sí -dijo Ana-. Podemos aprovechar los envoltorios de los bocadillos.
– Buena idea -dijo Jorge.
Desenvolvieron, pues, los bocadillos y pusieron los envoltorios sobre una gran piedra, después de frotarlos y secarlos. Luego se dispusieron a encender el fuego, para lo cual distribuyeron bien las ramas sobre los papeles.
Todo fue a las mil maravillas. El fuego del papel prendió rápidamente en la madera, porque las ramas estaban bien resecas. Pronto pudieron oír el agradable chisporroteo de las danzantes llamas, que empezaban a iluminar la vetusta habitación. La oscuridad reinaba fuera. Las nubes, bajas y en compactas masas, casi rozaban las torres del castillo. ¡Y cómo corrían! El fuerte viento las arrastraba en dirección nordeste, con un violento zumbido que se confundía con el bramar de las olas.
– Nunca había oído el mar rugiendo de esa manera -dijo Ana-. ¡Nunca! Realmente parece imposible que pueda sonar más fuerte.
¡Qué difícil resultaba a los chicos entenderse entre el zumbido del viento y el ensordecedor bramar de las olas, azotando la costa de la isla en todas direcciones! Tenían que hablar a voces para hacerse oír.
– ¡Vamos a comer! -gritó Dick, que estaba hambriento, según su costumbre-. ¡Es lo único que podemos hacer mientras dure la tormenta!
– Sí, no es mala idea -dijo Ana, mirando codiciosamente los bocadillos de jamón-. Será muy divertido hacer un picnic alrededor del fuego en esta habitación vieja y oscura. Los antiguos habitantes de este castillo habrán comido aquí más de una vez. ¡Cómo me gustaría poderlos ver!
– Pues yo no los veo -dijo Dick, mirando temerosamente a su alrededor, como si esperase que alguien del pasado fuese a entrar en la habitación para compartir el ágape-. Ya nos han pasado hoy bastantes cosas. No hace falta que, además, tengamos apariciones.
Todos se sintieron más animados cuando empezaron a comer y a beber. El fuego se hacía cada vez mayor, a medida que iba quemando más y más madera. Producía un calor muy confortable a pesar de ser verano, ya que la fuerte ventisca había hecho bajar bastante la temperatura.
– Podríamos ir por turno a la torre para traer más madera -dijo Jorge.
Ana se sintió sobrecogida. Hasta entonces había procurado por todos los medios disimular el miedo que la tormenta le producía, pero tener que salir del refugio y andar ella sola bajo la lluvia y los truenos era demasiado.
Tampoco parecía agradarle mucho a Timoteo la tempestad. Estaba sentado, muy pegado a Jorge, con las orejas empinadas, y lanzaba un gruñido cada vez que oía tronar. Los niños, de vez en cuando le daban trozos de sus bocadillos, que el can comía ávidamente, porque también estaba hambriento.
Cada niño había traído cuatro bocadillos.
– Yo voy a darle a Timoteo todos mis bocadillos -dijo Jorge-. No me acordé de traerle sus galletas y parece que tiene mucha hambre.
– No hagas eso -dijo Julián-. Es mejor que cada uno de nosotros le dé un bocadillo. Así, el perro podrá comerse cuatro y a nosotros nos quedarán tres para cada uno. Creo que tendremos suficiente.
– Eres muy agradable -dijo Jorge-. Timoteo, ¿verdad que todos son muy simpáticos?
Timoteo confirmó. Se puso a lamer uno por uno a los tres hermanos, con gran regocijo de éstos. Después dio media vuelta y ofreció a Julián la barriga para que le hiciera cosquillas.
Cuando acabaron de comer atizaron el fuego. A Julián le tocó el turno primero para ir por más madera. Salió de la habitación desapareciendo en la oscuridad bajo la tormenta. A mitad de camino se paró y miró a su alrededor, mientras la fuerte lluvia empapaba su desnuda cabeza. La tormenta tenía que estar encima mismo de él, porque los truenos se oían al mismo tiempo que se veían los relámpagos. Normalmente, Julián no tenía miedo a las tormentas; pero esta vez era tan fuerte, que estaba algo asustado. Era una tempestad impresionante. Los relámpagos rasgaban el cielo con pocos segundos de intervalo y los truenos eran tan horrísonos que producían la impresión de que se estaban derrumbando todas las montañas de la isla.
El mugido del mar sólo podía oírse entre trueno y trueno, pero también era horrendo. Julián, que estaba en medio del castillo, sentía las salpicaduras.
"Me gustaría ver las olas -pensó-. Si a esta distancia me salpica el agua, deben ser sencillamente enormes."
Se encaramó en lo alto de la vieja muralla que rodeaba el castillo. Desde allí pudo ver el mar abierto. Abarcó la orilla con la mirada. Quedó pasmado. ¡Qué impresionante era lo que tenía ante los ojos!
Las olas parecían enormes muros de color gris pardo. Se estrellaban contra las rocas a lo largo de toda la costa, resplandeciendo con blancos fulgores bajo el tormentoso cielo. Azotaban los contornos de la isla, revolviéndose en impresionante resaca, con tanta fuerza, que Julián podía sentir cómo el suelo de la muralla temblaba bajo sus pies. El espectáculo era espeluznante. Hubo momentos en que temió que el mar pudiese llegar, en su furia, a inundar y arrasar la pequeña isla. Pero se consoló pensando que lo que no había ocurrido nunca, no era probable que sucediera ahora. Siguió contemplando el mar hasta que, de pronto, algo extraño descubrieron sus ojos.