– No seas aprensivo, Tim -dijo Jorge, acariciándolo-. Ese barco no puede hacerte daño. ¿Qué es lo que estás pensando?
– A lo mejor se cree que es una ballena -dijo Ana, riendo-. ¡Oh, Jorge! ¡Éste es el día más interesante de mi vida! ¡Oh! ¿No podríamos coger el bote ahora mismo y explorar el barco?
– No, no puede ser -dijo Jorge-. Ojalá pudiéramos. Pero es totalmente imposible, Ana. No es seguro que el barco vaya a estar todo el tiempo quieto e incrustado en las rocas. Cualquier ola grande puede sacarlo de ahí. Sería muy peligroso meterse en él ahora. Por otra parte, no tengo la menor intención de ver el bote hecho pedazos ni de que nos ahoguemos en el mar. Todo eso podría ocurrir. Es mejor que esperemos hasta mañana. Es una buena idea la de ir muy temprano. Antes de que empiece a venir gente mayor diciendo que registrar el barco es asunto de ellos.
Los chicos contemplaron anhelantes el barco durante un rato más. Luego extendieron la mirada por todo el derredor de la isla. Ésta no era, ciertamente, muy extensa, pero ofrecía un espectáculo magnífico, con su rocosa costa, sus tranquilas calas (como aquélla donde habían dejado el bote), su ruinoso castillo, y sus pájaros exóticos y huidizos conejos, que abundaban por doquier.
– ¡Cómo me gusta esto! -exclamó Ana-. ¡Cómo me gusta! Aquí nos damos cuenta perfectamente de que estamos en una isla. Hay muchas de ellas que son tan grandes que no se nota que son islas. Yo sé que Gran Bretaña es una isla; pero si lo sé es porque me lo han dicho. En cambio, aquí se ve en seguida que estamos rodeados de mar por todos sitios, porque desde un mismo lugar se pueden ver todas las orillas. ¡Cómo me gusta!
Jorge estaba radiante de contento. Ella había estado muchas veces en la isla anteriormente, pero siempre sola, salvo la compañía de Timoteo. Se había jurado no llevar allí nunca a nadie, porque sólo así le parecía totalmente suya. Sin embargo, ahora seguía pareciéndole tan suya como antes. Había llevado allí a sus primos por propia voluntad y con gran alegría de su corazón. Por primera vez empezaba Jorge a entender que el compartir las alegrías con los demás dobla el placer que éstas nos producen.
– Cuando las olas no sean tan grandes regresaremos -dijo-. Tengo el presentimiento de que va a llover otra vez y supongo que no querréis volver a mojaros. No podremos estar de vuelta antes de la hora del té, porque al bajar la marea, las corrientes serán contrarias a la dirección del bote.
Los chicos se sentían todos algo cansados de tantas emociones que les había deparado la mañana. Apenas pronunciaban palabra mientras regresaban en el bote. Iban remando por turno, pero en él no tomaba parte Ana, que no tenía bastante fuerza para remar contra corriente. Contemplaron una vez más la isla mientras se alejaban de ella. Ya no podían ver el barco, pues había encallado en la parte opuesta.
– Nos viene muy bien que el barco esté al otro lado -dijo Julián-. Nadie podrá descubrirlo. Y mañana iremos a explorarlo muy temprano, mucho antes de que ningún otro bote se haga a la mar. Nos tendremos que levantar al alba.
– Es muy temprano para vosotros -dijo Jorge-. ¿Os podréis despertar a esa hora? Yo estoy acostumbrada a levantarme al amanecer, pero supongo que vosotros no.
– Ya lo creo que nos levantaremos -dijo Julián-. Vaya, menos mal que por fin hemos llegado a la playa. Tengo los brazos entumecidos y estoy tan hambriento que me comería con gusto una despensa entera llena de manjares.
– ¡Guau, guau! -ladró Timoteo, completamente de acuerdo.
– Ahora iré un momento a dejar a Timoteo en casa de Alfredo -dijo Jorge, saltando a tierra-. Tú, Julián, puedes meter el bote en la arena. Volveré en seguida.
Poco rato después los cuatro estaban sentados a la mesa tomando el té. Tía Fanny les tenía preparadas unas pastas riquísimas y había hecho, además, especialmente para ellos, un pastel de jengibre con miel, coloreado y muy sabroso. Los chicos dieron buena cuenta de él en un momento y estuvieron concordes en afirmar que no habían probado nada tan bueno en su vida.
– ¿Lo habéis pasado bien? -preguntó tía Fanny.
– ¡Oh, sí! -dijo Ana ávidamente-. Aunque la tormenta ha sido muy fuerte. Hasta llegó a levantar…
Julián y Dick le dieron entrambos un puntapié por debajo de la mesa. Jorge intentó hacer lo mismo, pero, aunque no le faltaron las ganas, no pudo alcanzarla: estaba demasiado lejos de ella. Ana miró a los demás, irritada, mientras se le saltaban las lágrimas.
– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó tía Fanny-. ¿Te han vuelto a dar un puntapié, Ana? Pues bien: ¡se terminó eso de pegarle a Ana por debajo de la mesa! ¡Pobre Ana! ¡Cómo te habrán lastimado! ¿Qué estabas diciendo, querida? ¿Que el mar había levantado algo?
– Llegaron a levantarse unas olas enormes -dijo Ana, mirando a los otros, desafiante. ¿No creían que ella iba a decir que la tempestad había levantado y sacado del fondo del mar el barco hundido? ¡Pues se habían equivocado! ¡Le habían dado los puntapiés sin ninguna razón!
– Siento haberte lastimado, Ana -dijo Julián-. Se me resbaló el pie.
– El mío también -dijo Dick-. Sí, tía Fanny, desde la isla se divisaba un panorama impresionante. Las olas azotaban la caleta y eran tan fuertes que tuvimos que adentrar mucho el bote en la arena para que el mar no se lo llevara.
– A mí la tormenta, no me daba miedo, realmente -dijo Ana-. De hecho, no tenía, por lo menos, tanto miedo como Ti…
Todos se dieron cuenta de que Ana iba a mencionar al perro. Se pusieron a hablar atropelladamente y en voz muy alta. Julián le dio a su hermanita otro puntapié.
– ¡Oh!… -dijo Ana.
– Los conejos parecían todos domesticados -dijo Julián, a voces.
– También hemos visto los cormoranes -dijo Dick.
Mientras éste hablaba, Jorge iba diciendo:
– Los grajos chillaban muy fuerte: hacían "chak, chak, chak" todo el tiempo.
– Vosotros sí que parecéis una manada de grajos hablando todos al mismo tiempo -dijo tía Fanny, riendo-. Bueno: ¿habéis terminado ya de comer? Será mejor que vayáis a lavaros las manos. Sí, Jorge, tenéis que tenerlas pringosas a la fuerza: os habéis tomado cada uno tres rebanadas de pastel con miel. Cuando os hayáis lavado, podéis iros a jugar sin hacer ruido a la habitación de al lado, porque con esta lluvia no es bueno que salgáis. Pero procurad no estorbar a papá, Jorge, porque ahora está muy atareado.
Los chicos fueron a lavarse las manos.
– ¡Idiota! -dijo Julián a Ana-. ¡Has estado dos veces a punto de meter la pata!
– La primera vez os equivocasteis. ¡Yo no pensaba decir nada de lo que habíais supuesto! -empezó a decir Ana, indignada.
Jorge la interrumpió.
– No disimules. ¡Has estado a punto de revelar el secreto del barco y el de Timoteo! -dijo-. ¡Hay que ver cómo se te desata la lengua siempre!
– Sí, es cierto -dijo Ana, lastimeramente-. Creo que será mejor que no vuelva a hablar nunca más durante las comidas. Es que me gusta tanto Timoteo que no puedo resistir las ganas de hablar de él.
Se fueron a la habitación de al lado a jugar. Julián cogió una pequeña mesa que había allí y la volvió del revés, produciendo un fuerte ruido.
– Jugaremos a barcos hundidos -dijo-. Esta mesa es el barco. Ahora vamos a explorarlo.
La puerta se abrió de pronto y un rostro severo y ceñudo empezó a mirar a los chicos. ¡Era tío Quintín!!