– ¿Qué significa ese ruido? -dijo-. ¡Jorge! ¿Has puesto tú esa mesa del revés?
– He sido yo -dijo Julián-. Lo siento, señor. Había olvidado completamente que estaba usted trabajando.
– ¡Como volváis a hacer ruido no os dejaré levantaros de la cama mañana! -dijo tío Quintín-. Jorgina, encárgate de que tus primos no armen escándalo.
Tío Quintín se marchó dando un portazo. Los chicos se miraron unos a otros.
– Tu padre tiene un mal genio terrible, ¿verdad? -dijo Julián-. Cuánto siento haber hecho ruido. Fue sin querer.
– Es mejor que nos dediquemos a distraernos con cosas más sosegadas -dijo Jorge-. ¡No vaya a ser que mi padre cumpla su promesa y nos prohíba mañana salir de la cama, precisamente cuando tenemos que explorar el barco!
Este pensamiento horrorizaba a todos. Ana fue a buscar una de sus muñecas para jugar con ella. Se las había arreglado para meter en el equipaje unas cuantas de su colección. Julián empezó a hojear un libro y Jorge cogió un pequeño barco de madera que estaba tallando ella misma. Dick quedó recostado en una silla mientras recordaba los excitantes acontecimientos del día. La lluvia seguía cayendo, constante. Los chicos tenían la esperanza de que a la mañana siguiente hubiera cesado.
– Mañana tendremos que levantarnos terriblemente temprano -dijo Dick, dando un bostezo-. ¿No sería mejor que nos fuésemos a la cama en seguida? Estoy muy cansado de haber remado tanto.
Normalmente, a los chicos no les gustaba nada acostarse temprano, pero los acontecimientos que iban a producirse al día siguiente les hacía pensar de diferente manera.
– El tiempo se me hace muy largo -dijo Ana, soltando la muñeca que tenía en las manos-. ¿No podríamos acostarnos ya?
– A mamá le extrañaría mucho que nos acostásemos todos después del té -dijo Jorge-. Creería que estamos enfermos. No; nos acostaremos después de cenar. Le diremos que estamos muy cansados de la excursión y de tanto remar, cosa que es verdad, y procuraremos dormir muchas horas de un tirón para estar bien dispuestos mañana por la mañana. Por supuesto que tenemos por delante una aventura de verdad. ¡Muy pocas personas habrán tenido la magnífica ocasión de registrar un barco antiguo que acaba de salir del fondo del mar!
Total, que a eso de las ocho de la noche todos se habían ido ya a la cama, ante la sorpresa de tía Fanny. Ana se durmió en seguida. Sus hermanos lo hicieron pronto también, pero Jorge se pasó buena parte de la noche pensando en su isla, su barco y, sobre todo, en su adorado Timoteo.
"Timoteo irá también -se dijo a sí misma, poco antes de dormirse-. No podemos dejar a Timoteo al margen de esta aventura. ¡Quiero que comparta con nosotros todas nuestras cosas!"
CAPITULO VIII. Explorando el barco
El primero que se despertó al día siguiente fue Julián, justo cuando el sol, bordeando el horizonte, empezaba a iluminar el cielo con sus dorados resplandores. Estuvo un momento contemplando el techo con indiferencia, pero luego se acordó de golpe de todos los acontecimientos del día anterior. Se levantó de la cama de un salto y le gritó a su hermano:
– ¡Dick! ¡Despiértate! ¡Tenemos que ir a explorar el barco! ¡Levántate ya!
Dick se despertó y miró a Julián con ojos soñolientos. En seguida se sintió invadido por un sentimiento de felicidad. Iban pronto a disfrutar de una verdadera aventura. Saltó de la cama y fue corriendo al dormitorio de las chicas. Abrió la puerta. Las dos niñas estaban todavía profundamente dormidas, sobre todo Ana, que parecía un lirón, acurrucada entre las sábanas.
Dick zarandeó a Jorge y luego le dio a Ana un palmetazo en la espalda. Ellas se despertaron sobresaltadas, y se incorporaron.
– ¡Arriba! -dijo Dick, sin gritar mucho, para que no pudieran oírle sus tíos-. Acababa de salir el sol. Hay que darse prisa.
Los ojos de Jorge brillaban mientras se estaba vistiendo. Ana brincaba de contento mientras buscaba su escueto ropaje: un par de sandalias, el traje de baño, el jersey y los shorts.
– Ahora no hagáis ruido mientras bajamos por la escalera: que nadie hable ni tosa -advirtió Julián cuando estaban ya todos reunidos.
A Ana se le escapaban a menudo gritos por cualquier fruslería, y más de una vez con ellos había puesto a la luz secretos planes de sus hermanos. Sin embargo, esta vez tuvo buen cuidado de no hacerlo. Bajaron sigilosamente por la escalera y entraron en el jardín. No hicieron ningún ruido. Con mucho cuidado cerraron tras ellos la puerta de la casa y atravesaron el jardín en dirección a la puerta de la valla. Pero como ésta hacía siempre mucho ruido al abrirse y cerrarse, los chicos optaron por saltar por encima del valladar. El sol resplandecía fulgurantemente, aun cuando todavía no se había despegado del horizonte. Producía un calor muy agradable. El cielo estaba tan límpido que Ana pensó que lo acababan de fregar.
– Parece enteramente que lo han sacado del lavadero hace poco -dijo a los otros.
Todos rieron con ganas. Ana ciertamente tenía ocurrencias muy extravagantes a veces. Pero esta vez comprendieron lo que había querido decir y estaban de acuerdo con ella. El día era tan luminoso que producía una especial sensación de alegría. Las nubes se recortaban limpiamente en el cielo azul y el mar aparecía majestuosamente en calma. Parecía increíble que el día anterior hubiera estado tan alborotado.
Jorge, después de preparar el bote, se fue a buscar a Timoteo, mientras los otros arrastraban la embarcación hasta el mar. Alfredo, el pescador, quedó muy sorprendido de ver a Jorge tan temprano. Estaba a punto de marcharse con su padre a pescar. Le hizo señas a Jorge.
– ¿Es que también vas de pesca? -le preguntó-. ¡Hay que ver la tormenta de ayer! Supongo que regresaríais antes de que empezara.
– No; se nos echó encima -dijo Jorge-. ¡Ven! ¡Tim! ¡Ven!
Timoteo estaba muy contento de ver a su amita tan de buena mañana. La acompañó haciendo cabriolas tan alborotadas a su alrededor que por poco la tira al suelo.
En cuanto vio el bote se metió en él, plantándose en la popa, con la roja lengua fuera y moviendo el rabo vertiginosamente.
– No comprendo cómo conservas todavía el rabo, Timoteo -dijo Ana-. Un día se te va a escapar si lo agitas con tanta fuerza.
Emprendieron el camino hacia la isla. Era fácil remar ahora, porque el mar estaba muy en calma. Luego la rodearon para dirigirse a la parte que no se veía desde tierra firme.
¡Allí estaba todavía el barco, aprisionado entre las escarpadas rocas! Se había quedado fijo allí, sin que las olas hubiesen conseguido arrastrarlo de nuevo.
Estaba ligeramente inclinado y el mástil, aún más destrozado que antes, había caído contra un rincón de la cubierta.
– Aquí tenemos el barco -dijo Julián, excitado-. ¡Pobre velero! Debe de estar ahora más averiado que antes de la tormenta. ¡Hay que ver el ruido que hizo cuando se estrelló contra estas rocas!
– ¿Cómo podremos meternos en él? -preguntó Ana, mirando las enormes rocas que obstruían el camino. Pero Jorge, a este respecto, no estaba nada desanimada. Conocía pulgada a pulgada toda la costa que bordeaba su pequeña isla. Siguió remando firmemente en dirección a las rocas.
Cuando hubieron llegado, los chicos contemplaron admirados el barco. Era enorme, mucho más grande de lo que parecía cuando lo vieron hundido. Estaba cubierto de escamas de peces y ristras verdoso oscuras de algas, que colgaban por todos sitios. Ofrecía un aspecto muy extraño. Tenía grandes agujeros en los costados, que se habían producido al topar contra las rocas. En cubierta también había agujeros. El viejo barco producía cierta impresión de tristeza y abandono, cosa que no le prestaba gran atractivo, pero para los chicos era la cosa más interesante que habían visto en su vida.