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Se aproximaron más a las rocas, remando. La marea les favorecía. Jorge abarcó la nave con la mirada.

– Será mejor que enganchemos la borda con una cuerda -dijo-. Así podremos trepar por ella y llegar a cubierta fácilmente. ¡Julián! ¡Toma esa cuerda y echa el lazo a ese trozo de madera que sobresale allí!

Julián hizo lo que Jorge le había dicho. La cuerda cruzó rápidamente el aire y aprisionó con el lazo un saliente de cubierta. De esa manera, pudieron poner el bote en el lugar más adecuado para el abordaje. Entonces Jorge empezó a trepar por la cuerda con la misma facilidad que un mono. Era una maravilla trepando. Julián y Dick la siguieron solos, pero a Ana hubo que ayudarla. Pronto se encontraron todos sobre la inclinada cubierta. La verdina, que despedía un fuerte olor, la hacía muy resbaladiza.

– Ésta es la cubierta -dijo Jorge-. Y por ese agujero era por donde los marineros entraban y salían.

Señaló un gran agujero. Todos se dirigieron a él y observaron el interior. Aún se conservaban los restos de una escalerilla de hierro. Jorge la examinó:

– Creo que podrá aguantar nuestro peso -dijo-. Yo bajaré primero. ¿Tiene alguien una linterna? Está todo muy oscuro.

Julián había traído una linterna. Se la dio a Jorge. Todos guardaban silencio, impresionados. Tenían ante sí una ocasión única en la vida de explorar por dentro un misterioso barco del pasado. ¿Qué encontrarían en él? Jorge encendió la linterna y empezó a bajar por la escalerilla. Los demás la siguieron.

A la luz de la linterna pudieron contemplar un espectáculo extraño. El techo de la parte interna del barco era de roble y muy bajo, de tal modo que los niños tenían que ir con la cabeza gacha. Al parecer, lo que veían habían sido camarotes, pero no podían asegurarlo, dado lo húmedo, verdinoso y destrozado que estaba todo. El olor que desprendía la verdina secándose era horrible. Los chicos tenían que andar haciendo equilibrios para no resbalar a causa de la humedad del suelo. El barco, al fin y al cabo, no parecía tan grande por dentro.

A la luz de la linterna pudieron ver una cavidad en el suelo.

– Ahí debe de ser donde se guardaban las cajas con las barras de oro -dijo Julián-. Pero ahí dentro no hay ahora nada más que agua y peces.

Los chicos no pudieron meterse en la cavidad, porque había mucha agua en su interior. Dos barriles flotaban en ella, reventados y mostrando a las claras que no había nada en su interior.

– Supongo que serán barriles que usarían para guardar agua o comida -dijo Jorge-. Vamos a ver si en la otra parte del barco hay camarotes. A lo mejor vemos las literas donde dormían los marineros. ¡Fíjate en esa vieja silla de madera! ¡Es fantástico que se haya conservado después de tanto tiempo! ¡Mirad las cosas que cuelgan de esos ganchos! ¡Todo está lleno de algas, pero apostaría a que se trata de cacharros de cocina!

Todo en el barco resultaba extraño e interesante. Los chicos estaban todos ojo avizor, a la búsqueda de las cajas donde se encontraban las barras de oro. Pero, en realidad, no parecía que hubiese oro por ningún sitio.

Entraron en un camarote que era algo mayor que los demás. En un rincón había una litera sobre la cual se divisaba un cangrejo. El mobiliario era viejo y consistía apenas en una mesa de dos patas, pegada a la litera e incrustada de conchas marinas. Algunos cuadros colgaban de las paredes del camarote, festoneados de algas gris-verdosas.

– Éste debió de haber sido el camarote particular del capitán -dijo Julián-. Es el más grande de todos. Fijaos: ¿qué es eso que hay en ese rincón?

– ¡Es una taza vieja! -exclamó Ana, cogiéndola-. También hay una salsera, rota. Supongo que el capitán estaría aquí tomándose una taza de té cuando el barco se hundió.

Todo parecía muy extraño. El camarote era húmedo y maloliente y el suelo estaba muy resbaladizo. Jorge empezaba a pensar que su barco parecía mucho más atractivo cuando estaba bajo el agua que ahora que había salido a flote.

– Vámonos ya -dijo con voz ligeramente temblorosa-. No me gusta mucho esto. Desde luego, es un barco muy interesante, pero también me da un poco de miedo.

Decidieron marcharse. Julián, por última vez, iluminó todo el camarote con su linterna. Se disponía ya a apagarla y reunirse con los demás cuando vio algo que le hizo detenerse. Llamó a los otros.

– ¡Eh, aguardad! ¡Hay aquí un armario incrustado en la pared! ¡Voy a ver si dentro hay algo!

Los otros regresaron y a las indicaciones de Julián pudieron ver lo que parecía un pequeño armario cuya puerta se hallaba al nivel de la pared del camarote.

Julián dirigió en seguida la vista al ojo de la cerradura: no había llave en él.

– Dentro del armario puede haber algo interesante -dijo Julián. Intentó hacer palanca con los dedos para abrir la portezuela, pero no lo consiguió-. Está cerrado con llave -dijo-. Era de suponer.

– Tal vez no funcione muy bien la cerradura ahora -dijo Jorge, intentando a su vez abrir la pequeña puerta. Entonces sacó de su bolsillo un recio cortaplumas, lo abrió e introdujo la hoja entre la puerta del armario y la pared. Hizo fuerza con el mango, porfiadamente, hasta que por fin la cerradura cedió. Tal como había dicho, ésta se encontraba en mal estado: estropeada y mohosa. Abrió la portezuela. A la vista de los chicos apareció como una especie de estante que contenía cosas extrañas.

Había una caja de madera, hinchada por la humedad de muchos años. También había algo que parecía un libro, así como un vaso roto y dos o tres cosas más, a cuál más curiosa, pero todas tan deterioradas por la acción del mar que no podía adivinarse qué eran.

– Lo único que hay verdaderamente interesante es la caja -dijo Julián, sacándola del armario-. Aunque, de todos modos, supongo que lo que haya dentro estará estropeado o destruido por el agua. Pero nada nos impide intentar averiguarlo.

Él y Jorge emplearon todas sus fuerzas en procurar abrir la vieja tapa de madera, donde estaban grabadas las iniciales H…J. K.

– ¡Supongo que éstas serán las iniciales del nombre del capitán! -dijo Dick.

– ¡No! ¡Éstas son las iniciales de un antepasado mío! -dijo Jorge, con los ojos repentinamente brillantes-. Se llamaba Henry John Kirrin. Este barco era suyo, como sabéis. Seguramente esta caja tiene cosas muy personales de éclass="underline" papeles manuscritos o diarios. ¡Oh, abrámosla en seguida!

Pero era enteramente imposible levantar la tapa con las escasas herramientas de que disponían. Pronto abandonaron el empeño y Julián cargó con la caja para llevársela al bote.

– La abriremos en casa -dijo excitadamente-. Con un martillo o cualquier otra cosa conseguiremos abrirla. ¡Oh, Jorge! ¡Esto sí que ha sido un hallazgo!

Todos los chicos tenían la sensación de que algo muy interesante habían encontrado. ¿Qué habría dentro de la caja? Se les haría muy largo el tiempo hasta llegar a casa.

Subieron a cubierta por la escalerilla de hierro. En cuanto llegaron pudieron darse cuenta de que el barco había sido descubierto ya por otras personas. Su secreto había terminado.

– ¡Cáspita! ¡La mitad de los pequeños pesqueros han descubierto ya el barco! -gritó Julián, viendo por todo el contorno pequeñas naves que osadamente se acercaban al barco de Jorge. Los pescadores contemplaban admirados el navío. En cuanto vieron a los chicos a bordo empezaron a gritar fuertemente: