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– ¡Eh, los de ahí! ¿Qué barco es éste?

– ¡Es aquel que estaba hundido! -respondió Julián-. ¡La tormenta lo sacó del fondo del mar!

– No les digas nada más -dijo Jorge, frunciendo el ceño-. Este barco es mío. No tengo ganas de que empiece a registrarlo todo el mundo.

No volvieron a decir nada más. Los cuatro bajaron al bote y remaron en dirección a casa lo más aprisa que pudieron. Ya había pasado la hora del desayuno. Menuda regañina les esperaba. Hasta podría ser que el terrible padre de Jorge los enviara a la cama. Pero ¿por qué preocuparse? Habían conseguido su objetivo: explorar el barco. Habían traído una misteriosa caja en la cual, ya que no muchas, ¡podría tal vez haber una barra de oro!

La regañina que esperaban no tardó en producirse y, además, se quedaron sin probar la mitad del desayuno, porque tío Quintín dijo que los chicos que llegan tarde a casa no merecen tomar huevos ni jamón. Fue algo calamitoso para ellos.

Escondieron la caja debajo de la cama en el dormitorio de los chicos. A Timoteo lo habían dejado en casa del pescador, atado en el corral de la parte trasera. El muchacho había ido de pesca y a aquella hora estaba contemplando, maravillado, desde el barco de su padre, el extraño navío.

– Sería un bonito negocio dedicarse a llevar curiosos a ver el barco -dijo Alfredo.

Antes de que acabara el día, el barco había sido visto ya por multitud de personas desde sus canoas y queches de pesca.

Esto ponía furiosa a Jorge. Claro que no se podía hacer nada para evitarlo. Al fin y al cabo, como había dicho Julián, ¡todo el mundo tenía derecho a verlo!

CAPÍTULO IX. La caja que había en el barco

Lo primero que hicieron los chicos después de desayunarse fue, por supuesto, coger la preciosa caja y llevarla al cobertizo del jardín para tratar de abrirla. En ello tenían centrado todo su anhelo. Todos mantenían la esperanza de que en su interior hubiese un pequeño tesoro o algo parecido.

Julián buscó una herramienta. Encontró un cincel que le pareció el instrumento más adecuado para forzar la tapa de la caja. Lo intentó, pero el cincel resbalaba fácilmente. Lo sujetó bien y manipuló con más firmeza, pero la caja se resistía obstinadamente a ser abierta. Empezaron a desanimarse.

– Lo que deberías hacer -dijo Ana al final- es subir al piso más alto de la casa y echarla desde allí. Supongo que entonces no tendrá más remedio que reventar.

Los otros reflexionaron sobre la idea de Ana.

– Es muy arriesgado -dijo Julián-. Si dentro hay algo de valor, a lo mejor se rompe o se estropea.

Sin embargo, a nadie se le ocurrió una idea mejor para abrir la caja. Por tanto, Julián se decidió a llevarla al piso más alto. Entró en el ático y abrió la ventana. Los demás quedaron abajo, esperando. Julián lanzó al suelo la caja con todas sus fuerzas, desde la ventana. La caja cruzó rápidamente el aire y se estrelló contra el suelo produciendo un violento ruido. Entonces se abrió de repente la puerta de abajo, apareciendo la figura del tío Quintín tan rápida y furiosamente como sale una granada del cañón.

– ¿Qué diablos estáis haciendo? -gritó-. ¿Os estáis dedicando a tirar cosas por la ventana? ¿Qué es eso que ha caído al suelo?

Los chicos miraron la caja. Ésta, con la caída, se había abierto y mostraba lo que había en su interior: un viejo cofre de metal a prueba de agua. ¡Era seguro que su contenido no podía estar estropeado! ¡No se podía haber mojado!

Dick corrió a recogerlo.

– He dicho que qué significa eso que hay en el suelo -dijo el tío, acercándoseles.

– Pues es… es una cosa nuestra, una cosa que nos pertenece a nosotros -dijo Dick, poniéndose encarnado.

– Pues bien, ahora mismo os la voy a quitar. ¡Qué manera de hacer ruido! Dadme eso. ¿De dónde lo habéis sacado?

Nadie contestó. Tío Quintín frunció tanto el ceño que las gafas estuvieron a punto de caérsele.

– ¿De dónde lo habéis sacado? -bramó, encarándose con la pobre Ana, que era la que tenía más cerca.

– Estaba en el barco -balbució la muchachita, aterrorizada.

– ¡La habéis sacado del barco! -exclamó su tío, sorprendido-. ¿Ese viejo barco que salió a flote ayer? He oído hablar de eso. ¿Queréis decir que habéis entrado en él?

– Sí -dijo Dick. Julián reapareció angustiado. Sería demasiado terrible que su tío les quitase la caja justo cuando acababan de abrirla. ¡Pero eso fue precisamente lo que hizo!

– Bien. Esta caja puede contener algo importante -dijo, quitándosela a Dick de las manos-. Vosotros no tenéis ningún derecho a andar registrando ese barco. A lo mejor os lleváis por ahí cualquier cosa importante y la perdéis.

– Pues ese barco es mío -dijo Jorge, desafiante-. Por favor, papá, devuélvenos la caja. Acabamos de conseguir abrirla. ¡Seguramente dentro hay algo de valor, una barra de oro o algo así!

– ¡Una barra de oro! -dijo su padre, sarcásticamente-. ¡Qué criatura eres! Dentro de ese cofre tan pequeño no cabe una cosa así. Es mucho más verosímil que lo que haya dentro sean noticias de lo que ocurrió con las barras de oro. Siempre he pensado que el oro lo pusieron a buen recaudo en algún sitio antes de que se hundiera el barco a la entrada de la bahía.

– ¡Oh, papá, por favor, por favor, devuélvenos la caja! -imploró Jorge, casi a punto de llorar. De pronto comprendió que su padre tenía razón: que lo más probable era que dentro del cofre hubiera documentos donde se indicara qué había ocurrido con las barras de oro. Pero su padre, sin decir más palabras, se volvió a meter en la casa, llevándose la caja rota y abierta, con su cofrecillo impermeable a la vista de todos.

Ana rompió a llorar.

– ¡No me regañéis porque dije que la habíamos sacado del barco! -sollozó-. Por favor, no. No tenía más remedio que decírselo. Me lo había preguntado.

– Está bien, pequeña -dijo Julián, poniendo la mano en el hombro de su hermanita. Parecía furioso. Pensaba que lo que había hecho su tío, quitarles la caja de esa manera, era muy poco noble-. Esto no pienso aguantarlo. Tenemos que recuperar la caja y abrir el cofre -dijo-. Estoy seguro de que tu padre la olvidará en seguida. Ya tiene bastante trabajo con sus libros y no se va a dedicar ahora a preocuparse de ella. Aguardaré la primera oportunidad, me meteré en su despacho y me haré con la caja, ¡aunque a lo mejor me descubre y me da una paliza!

– Muy bien -dijo Jorge-. Vigilaremos para ver cuándo sale papá del despacho.

Todos se dedicaron por turno a la vigilancia, pero tío Quintín, con gran enojo de los chicos, se pasó encerrado toda la mañana. Tía Fanny estaba sorprendida de ver de vez en cuando a uno o dos de los chicos en el jardín, lo que suponía que no habían querido ir a bañarse a la playa.

– ¿Por qué no vais todos a cualquier sitio, a la playa por ejemplo? -les dijo-. ¿Es que habéis reñido?

– No -dijo Dick-. Claro que no.

Pero se guardó mucho de decir por qué estaba en el jardín quieto y sin hacer nada.

– ¿Es que tu padre nunca sale de casa? -preguntó a Jorge cuando le tocó a ésta el turno de vigilar-. No creo que eso le siente muy bien a su salud.

– Los hombres de ciencia nunca salen de casa -dijo Jorge, como si conociese al dedillo todo lo concerniente a los hombres de ciencia-. Pero sí podría ser que esta tarde durmiera un rato la siesta. A veces lo hace.

Aquella tarde Julián se apostó en el jardín. Se sentó bajo un árbol y empezó a hojear un libro. No mucho después oyó un curioso ruido que le hizo levantar la vista. ¡En seguida se dio cuenta de qué se trataba!

"¡Es que tío Quintín está roncando! -se dijo, excitado-. ¡Es eso! ¡Oh, ahora podré meterme en la casa por la puerta-ventana y rescatar la caja!"