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– Sí ése es su deseo, pues que vayan -dijo Quintín-. Quizá sea la última vez que lo puedan hacer. Queridos: me han hecho una proposición formidable para vender la isla. Hay un señor que la quiere comprar para reconstruir el castillo, convertirlo en hotel y hacer allí una especie de balneario. ¿Qué os parece?

El tío estaba sonriente, pero los cuatro chicos lo miraban, descompuestos y horrorizados. ¿Habrían, tal vez, descubierto el secreto? ¿No sería que el comprador quería hacerse dueño del castillo porque había visto el plano y adivinado que allí se escondía un tesoro?

La impresión de todo ello produjo en Jorge una violenta reacción. Sus ojos parecían despedir llamas.

– ¡Mamá! ¡Tú no puedes vender mi isla! ¡No puedes vender mi castillo! ¡Yo no quiero!

Su padre frunció el ceño.

– No seas tonta, Jorgina -dijo-. La isla y el castillo no son realmente tuyos. Lo sabes muy bien. Son de tu madre; y ella, naturalmente, quiere aprovechar la oportunidad que se le ha presentado de venderlos a buen precio. Estamos muy necesitados de dinero. Pero cuando vendamos la isla podremos comprarte lo que tú quieras.

– ¡No quiero que me compren nada! -gritó la pobre Jorge-. ¡Prefiero mil veces tener mi isla y mi castillo! ¡Mamá, mamá! ¡Tú siempre me habías dicho que yo acabaría siendo la dueña de la isla! ¡Siempre me lo dijiste y yo te creí!

– Jorge, querida, lo que yo quería decirte era que tu podías ir allí a jugar siempre que quisieras; pero yo no sabía entonces que la isla iba a subir de valor de esa manera -dijo su madre, compungida-. Ahora las cosas son diferentes. A tu padre le han ofrecido mucho dinero, mucho más de lo que hubiéramos llegado a sospechar, y, de todas formas, ya no podemos volvernos atrás.

– O sea que tú no tenías inconveniente en regalarme la isla cuando no valía nada -dijo Jorge, pálida de rabia-. Pero en cuando te enteras de que puedes venderla a buen precio te echas atrás. Eso que haces es algo horrible. No es… no es… honorable.

– Basta ya, Jorgina -dijo su padre, irritado-. Tu madre sólo hace lo que yo le he aconsejado. Tú eres todavía muy niña. Cuando mamá te dijo eso de la isla, lo único que quería era halagarte. Y sabes muy bien que parte del dinero de la venta será para ti, y podrás tener entonces las cosas que quieras.

– ¡No pienso tocar ni un penique! -dijo Jorge-. ¡Os arrepentiréis de lo que vais a hacer!

La chica salió violentamente de la habitación. Sus primos estaban muy apenados por ella. Comprendían lo que debía de sentir. Se había tomado en serio las palabras de su madre. Julián pensó que ella no podía comprender a las personas mayores. Sus padres podían hacer con la isla lo que les pareciera bien. Tenían perfecto derecho a venderla si así lo querían. Claro que el padre de Jorge no sabía que en la isla había un tesoro escondido. Julián miró a su tío, acariciando la idea de decírselo. Pero al final decidió no hacerlo. ¡Sería formidable que ellos encontrasen el tesoro antes que nadie!

– ¿Cuándo venderás la isla, tío? -preguntó con sosiego.

– Firmaremos el contrato dentro de una semana, más o menos -fue la contestación-. Por eso, si queréis pasar un par de días allí, es menester que vayáis en seguida, porque no sé si los nuevos dueños os lo permitirán.

– Ese señor que quiere comprar la isla, ¿es el mismo que te compró el cofre? -preguntó Julián.

– Sí -dijo su tío-. Por cierto que me sorprendió un poco, porque es un señor que se dedica únicamente a comprar antigüedades. Me quedé pasmado cuando me dijo que pensaba comprar la isla y convertir el castillo en un hotel. Sin embargo, me atrevería a decir que es un buen negocio instalar un hotel en la isla. Resultará muy romántico y a la gente le gustará. Yo no soy hombre de negocios y tal vez no me atrevería a invertir mi dinero en un asunto así. Pero estoy seguro de que él sabe perfectamente lo que hace.

– Ya lo creo que sabe lo que hace -dijo Julián, cuando ya habían salido de la habitación y estaba con Dick y Ana-. Él ha visto el plano y ha tenido la misma idea que nosotros: que hay una buena cantidad de barras de oro escondidas en la isla, ¡y se ha apresurado a comprarla! ¡Veréis como no construye ningún hotel! ¡Lo único que quiere es el tesoro! ¡Habrá ofrecido una cantidad irrisoria por la compra y el pobre tío se habrá quedado tan satisfecho!

Se fue a buscar a Jorge. Ésta estaba sola en el cobertizo y tenía la cara muy pálida. Dijo que se encontraba enferma.

– Es que todo esto te ha puesto muy nerviosa -dijo Julián. Le echó el brazo por los hombros. Por primera vez en su vida Jorge no hizo nada por impedirlo. Se sintió confortada. Las lágrimas le afluían a los ojos y ella, muy irritada, intentaba afanosamente disimularlo-. ¡Escucha, Jorge! ¡Ten confianza! ¡No todo está perdido! Mañana por la mañana iremos a la isla Kirrin y ya verás como encontraremos los lingotes. Contamos con tiempo suficiente y lo pasaremos muy bien. ¿Entendido? ¡Anímate! Nosotros estamos contigo y te ayudaremos en lo que necesites. Fue una buena idea lo de sacar una copia del plano.

Jorge se sintió algo más animada. El enojo con sus padres no se le había pasado todavía, pero la perspectiva de pasar un par de días en la isla en compañía de sus primos y de Timoteo la enardecía.

– Mis padres son malos -dijo.

– No lo creas; en realidad, no lo son -dijo Julián, prudentemente-. Al fin y al cabo, si les hace falta el dinero, sería una tontería para ellos no desprenderse de una cosa que no necesitan para nada. Y, como dijo tu padre, cuando hayan vendido la isla tú podrás tener lo que se te antoje. Si yo fuera tú, ya sabría lo que tendría que pedirles.

– ¿Qué? -preguntó Jorge.

– ¡Pues Timoteo! -dijo Julián.

Esta nueva idea hizo que Jorge se sintiera de pronto tremendamente animada.

CAPÍTULO XI. En la isla Kirrin

Julián y Jorge fueron a buscar a Dick y a Ana. Éstos habían estado esperándolos nerviosamente en el jardín. Se alegraron mucho de ver juntos a los dos y corrieron a su encuentro.

Ana cogió la mano de Jorge.

– ¡Cuánto siento lo que te ha ocurrido! -dijo.

– ¡Yo también! -dijo Dick-. ¡Mala suerte, chica! Quiero decir: ¡"chico"!

Jorge forzó una sonrisa.

– Me he portado como una chica -dijo, medio avergonzada-. Pero es que me he llevado un gran disgusto.

Julián contó a los otros lo que habían planeado entre él y Jorge.

– Iremos a la isla mañana por la mañana -dijo-. Hay que hacer una lista de las cosas que necesitamos. Hagámosla ahora mismo.

Sacó del bolsillo un bloc de notas y un lápiz. Los otros lo miraron.

– Cosas de comer -dijo Dick, rápidamente-. Tendremos que llevarnos muchas provisiones si no queremos pasar hambre.

– También algo de beber -dijo Jorge-. En la isla no hay agua. Aunque estoy segura de que mucho tiempo atrás había un pozo muy profundo en el castillo, que llegaba más abajo del nivel del mar. Pero, por más que lo he intentado, nunca lo he podido encontrar.

– Comida -escribió Julián en el bloc-. Y bebidas.

Miró a los demás, añadió: palas. Apuntó la palabra.

Ana lo miró sorprendida.

– ¿Para qué necesitamos las palas? -preguntó.

– Porque seguramente tendremos que excavar la tierra una vez hayamos encontrado la entrada de los sótanos del castillo -dijo Julián.

– Cuerdas -dijo Dick-. Las necesitaremos.

– Y linternas -dijo Jorge-. Los sótanos deben de estar muy oscuros.