– Me viene muy bien -dijo mamá-. Acompañaremos a los niños a Bahía Kirrin, volveremos después para preparar todas nuestras cosas, y el viernes podremos ya emprender el viaje a Escocia. Sí, es una buena idea la de salir el martes.
Se decidió, por tanto, que el martes emprenderían el viaje. Los niños contaban los días con impaciencia, y Ana, cada día que pasaba lo marcaba en su calendario con una cruz. La semana parecía que no iba a acabarse nunca. Pero al final llegó el martes. Dick y Julián, que dormían en la misma habitación, se despertaron al mismo tiempo. En seguida se levantaron y se asomaron a la ventana.
– ¡Hurra! ¡Hace un día magnífico! -gritó Julián-. No sé por qué, pero a mí me parece que es muy importante que haga buen tiempo el primer día de vacaciones. Vamos a despertar a Ana.
Ana dormía en la habitación de al lado. Julián fue corriendo a su cuarto y empezó a zarandearla.
– ¡Despierta ya! ¡Es martes, y hace un sol espléndido!
Ana se despertó, incorporándose al punto, mientras miraba a Julián con expresión alegre.
– ¡Por fin! -dijo-. ¡Creía que nunca llegaría el martes! ¡Oh, qué estupendo pensar que nos vamos ya de vacaciones!
Poco después del desayuno ya estaba todo preparado para la marcha. El coche era muy grande y todos cabían en él desahogadamente. Mamá se sentó en la parte de delante, con papá, y detrás los tres niños. En el maletero habían guardado toda clase de cosas, contenidas en un pequeño baúl. Mamá estaba convencida de que no habían olvidado nada.
Mientras atravesaban Londres, el coche iba despacio. Pero cuando hubo dejado atrás la ciudad, empezó a correr más aprisa. Pronto se encontraron en pleno campo y entonces el automóvil tomó toda su velocidad. Los niños iban cantando todo el tiempo, cosa que hacían siempre que estaban contentos.
– ¿Almorzaremos pronto? -preguntó Ana, sintiéndose de pronto invadida por el hambre.
– Sí -dijo su madre-. Pero todavía no. No son más que las once. La hora de comer es a las doce y media, Ana.
– ¡Dios mío! -dijo Ana-. No creo que pueda resistir tanto tiempo sin comer.
En vista de ello, su madre les dio a todos un poco de chocolate, que consumieron entusiasmados, mientras contemplaban las colinas, los bosques y la campiña por donde pasaba el coche.
La comida campestre fue muy agradable. La hicieron en lo alto de una pequeña colina, en plena pendiente, desde donde se veía un valle inundado por el sol. Una vaca se les acercó, plantándose ante Ana, cosa que a ésta no le hizo mucha gracia; pero el animal fue ahuyentado prontamente por su padre. Los chicos comieron una enormidad y mamá dijo que no podían ya tener un té campestre: tendrían que ir a un parador del camino, porque ¡habían agotado todas las provisiones en la comida del mediodía!
– ¿A qué hora llegaremos a casa de tía Fanny? -preguntó Julián, mientras consumía el último bocadillo, con gran pena de que no quedaran más.
– Si tenemos suerte, a eso de las seis -dijo papá-. Lo mejor será que emprendamos de nuevo el viaje. Tenemos que rodar todavía un buen rato.
El coche parecía beberse los kilómetros, mientras zumbaba a lo largo del camino. Llegó por fin la hora del té y los chicos empezaron a sentirse excitados otra vez.
– Veréis qué pronto aparece el mar -dijo Dick-. Ya noto el olor. Tiene que estar muy cerca.
Tenía razón. El automóvil llegó a la cima de una colina y en seguida, a la derecha, apareció el mar esplendorosamente azul y totalmente en calma, iluminado por el sol del atardecer. Los tres niños gritaron, entusiasmados.
– ¡Ahí está!
– ¿Verdad que es maravilloso?
– ¡Oh! ¡Yo querría bañarme un ratito!
– Ya sólo nos faltan veinte minutos para llegar a Bahía Kirrin -dijo papá-. Hemos ido bastante aprisa. Pronto podréis ver la bahía. Es bastante grande y a su entrada hay una especie de isla.
Los niños seguían contemplando la costa en espera de descubrir Bahía Kirrin. De pronto Julián gritó.
– ¡Ahí está! ¡Ésa debe de ser Bahía Kirrin! Fíjate, Dick: ¿verdad que es maravillosamente azul?
– Y mira aquella isla que hay a la entrada de la bahía -dijo Dick-. ¡Cómo me gustaría visitarla!
– No me cabe la menor duda de que te gustaría -dijo mamá-. Ahora lo que tenemos que hacer es encontrar la casa de tía Fanny. Se llama "Villa Kirrin".
Pronto estuvieron en "Villa Kirrin". Era una casa construida entre las rocas que bordeaban la bahía y a todas luces se notaba que era muy antigua. No le encajaba mucho que la llamasen "Villa" porque, aunque pequeña, era una mansión más que un chalé. La fachada estaba llena de rosas y toda clase de flores inundaban alegremente el jardín.
– Ésta es "Villa Kirrin" -dijo papá, parando el coche-. Creo que la construyeron hace unos tres siglos. ¿Dónde estará Quintín? ¡Hola! ¡Aquí llega Fanny!
CAPÍTULO II. La extraña prima
Tía Fanny estaba esperando la llegada del coche. En cuanto le oyó se dirigió rápidamente al vestíbulo y abrió la vieja puerta de madera. Su aspecto impresionó favorablemente a los chicos.
– ¡Bienvenidos a Kirrin! -gritó-. ¡Saludos a todos! ¡Qué alegría poder veros! ¡Cómo habéis crecido!
Se prodigaron los besos y luego los chicos fueron introducidos en la casa. Tampoco la casa les desagradó. Sus vetustos y señoriales muebles le daban cierto aire de mansión misteriosa.
– ¿Dónde está Jorgina? -preguntó Ana, mirando en derredor, en busca de su desconocida prima.
– ¡Oh, la muy pícara! ¡Le dije que os esperara en el jardín! -dijo tía Fanny-. Debe de haberse marchado a cualquier sitio. Os advierto que al principio quizás encontréis a Jorge un poco rara. Habéis de saber que le gusta estar sola. A lo mejor los primeros días se siente molesta con vuestra presencia. Pero eso no debe preocuparos: Jorge, en poco tiempo se acostumbra a todo. Me alegro mucho por ella de que hayáis venido aquí a pasar las vacaciones. Lo que necesita son precisamente amiguitos para jugar y distraerse.
– ¿Por qué la llamas Jorge? -preguntó Ana, soprendida-. Yo creía que se llamaba Jorgina.
– Es cierto -dijo tía Fanny-. Pero es que a ella le molesta mucho ser una chica, y hay que llamarla Jorge. La muy pícara nunca contesta cuando la llamamos Jorgina.
Los chicos pensaron que Jorgina debía de tener un carácter muy singular. Estaban deseando que apareciera por allí para conocerla. Pero esto no ocurrió. El que apareció de pronto fue tío Quintín. Era un hombre de buen aspecto, pero de carácter sombrío. Tenía la frente amplia y muy ceñuda.
– ¡Hola, Quintín! -dijo papá-. ¡Cuánto tiempo sin vernos! Espero que mis chicos no te molesten demasiado en tu trabajo.
– Quintín está ahora escribiendo un libro muy complicado y difícil -dijo tía Fanny-. Para que esté cómodo mientras trabaja le he preparado una habitación aislada, en un extremo de la casa. No creo que los chicos puedan llegar a molestarlo nunca.
El tío contempló a sus sobrinos durante unos instantes y cabeceó después. Ni por un momento desapareció el ceño de su rostro, por lo que los muchachos se sintieron algo amedrentados. Menos mal que su habitación de trabajo la tenía lejos, en un extremo de la casa.
– ¿Dónde está Jorge? -preguntó con voz baja y profunda.
– Ha vuelto a marcharse -dijo tía Fanny, molesta-. Le encargué especialmente que se quedara en casa para esperar a sus primos.
– Se ve que quiere que le demos una azotaina -dijo tío Quintín.
Los chicos no acababan de entender si su tío hablaba en serio o en broma.
– Bien, muchachos, espero que lo paséis bien aquí y, por favor, sed un poco comprensivos con Jorge.
En la pequeña casita de Kirrin no había sitio para todos: papá y mamá no podían pasar allí la noche. Por ello, después de cenar apresuradamente, marcharon a un hotel de la ciudad próxima. Habían pensado en regresar a Londres inmediatamente después del desayuno, por lo que, en cuanto acabaron de cenar, se despidieron de los niños.