Resultaba muy agradable ver la hirviente caldera sobre el fuego de las secas ramas. También eran deliciosos el pan con queso, los pasteles y los dulces y los rayos del sol, que los chicos recibían mientras iban comiendo. De todo ello disfrutaron enormemente. Timoteo también comió hasta la saciedad. Al can no le gustaba mucho estar bajo tierra. Había acompañado a los demás a regañadientes y con el rabo entre las piernas. Sobre todo, los fuertes ecos lo habían asustado enormemente.
Había ladrado una vez y los ecos de su ladrido le habían producido la impresión de que aquello estaba lleno de siniestros perros ladrando lúgubremente. Sin embargo, se había negado rotundamente a mostrar miedo. Pero ahora se sentía feliz engullendo lo que los chicos le daban para comer y lamiendo las piernas de Jorge cada vez que la veía cerca.
Cuando acabaron de comer eran ya más de las ocho. El sol declinaba y el día había refrescado.
Julián miró a los demás.
– Bueno -dijo-. Yo no sé lo que pensaréis vosotros. Pero, lo que es yo, no tengo nada de ganas de volverme a meter hoy en los sótanos: no es que haya desistido de la idea de romper la cerradura con el hacha y abrir la puerta. Es que estoy cansado y no me hago a la idea de pasarme la noche allí abajo.
Los otros coincidieron con Julián, sobre todo Ana, que tenía el secreto temor de tener que meterse allá abajo otra vez por la noche. Estaba muerta de sueño. Las emociones del día la habían dejado exhausta.
– ¡Vamos, Ana! -dijo Jorge-. Vamos a acostarnos. Dormiremos juntas sobre las mantas que hemos traído, en aquella habitación del castillo. Mañana, cuando nos despertemos, ya tendremos tiempo de preocuparnos por abrir esa puerta.
Los chicos, seguidos de Timoteo, se dirigieron a la habitación-refugio del castillo. Todos se acomodaron sobre sus mantas y Timoteo se tendió junto a Jorge y Ana. Se le subió luego encima a Ana. Pesaba tanto que la niña tuvo que cogerlo por las patas y apartarlo. El can volvió a subírsele encima y ella suspiró, medio dormida ya. Timoteo agitó el rabo dando con él pequeños golpes en el tobillo de Ana. Entonces Jorge lo cogió y lo puso sobre sus piernas, donde el can se acomodó y se dispuso a dormir, lanzando el aliento sobre la piel de su amita. Ella se sentía muy feliz. Iba a pasar la noche en su isla. Estaba segura de que pronto descubrirían los lingotes. Tenía a Timoteo con ella, durmiendo. Quizás, al fin y al cabo, todas las cosas acabaran saliendo bien.
Pronto sintió que la invadía el sueño. Los chicos dormían tranquilos sabiendo que en Timoteo tenían un magnífico guardián. Pacíficamente y sin sobresaltos descansaron hasta que llegó la mañana, o sea hasta el momento en que Timoteo descubrió un conejo que estaba metiéndose en la habitación y se lanzó tras él para darle caza. Dio un tirón a la manta y Jorge se despertó. Se incorporó, restregándose los ojos.
– ¡Despertaos! -gritó a los otros-. ¡Eh, todos arriba! ¡Ya es de día! ¡Y estamos en la isla!
Todos se despertaron sintiendo al punto la emoción de recordar los acontecimientos producidos y los que todavía tenían que producirse. Lo primero que pensó Julián fue en la puerta de madera. Estaba seguro de que conseguiría abrirla con el hacha. Y ¿qué encontrarían luego?
Se desayunaron abundantemente, como en casa. Luego Julián cogió el hacha y se fue con los demás a la escalinata de entrada a los sótanos. Timoteo iba con ellos, por supuesto, moviendo la cola pero algo preocupado de pensar que iban a volver a aquel sitio tan extraño donde había tantos perros misteriosos ladrando y que no se veían por ningún sitio. ¡Pobre Timoteo! ¡No tenía la menor idea de lo que era el eco!
Se introdujeron de nuevo bajo tierra. Pero ¡ay! No lograron encontrar el pasadizo que llevaba a la gran puerta de madera. Era un gran contratiempo.
– Nos hemos vuelto a perder -dijo Jorge, desesperada-. ¡Estos sótanos son el mayor laberinto que en la vida he podido imaginar! ¡Seguro que luego cuando queramos salir no encontramos tampoco la salida!
Julián tuvo una brillante idea. Llevaba un trozo de tiza en el bolsillo y lo sacó. Retrocedió hacia el pie de la escalinata y empezó, a marcar con el yeso las toscas paredes. Luego continuó señalando todo el camino que iban recorriendo en la oscuridad. Al fin llegaron al pozo. Julián estaba muy satisfecho con la idea que había tenido.
– Ahora -dijo- siempre que vayamos al pozo podremos encontrar la salida. No hay más que seguir las señales que he dejado con la tiza. La cuestión está en averiguar qué camino hemos de seguir ahora para encontrar la puerta de madera. Emprenderemos la ruta por cualquier pasadizo y yo entre tanto iré dejando señales con el yeso. Si nos volvemos a equivocar, retrocederemos y, de paso, iremos borrando las señales hasta volver aquí. Luego intentaremos otro camino, y así siempre hasta que demos con el auténtico.
Esto era realmente una buena idea. Emprendieron un camino que resultó equivocado, por lo que regresaron al punto de partida después de haber ido borrando las señales dejadas por Julián. Entonces eligieron la dirección contraria. ¡Esta vez sí que encontraron la puerta de madera!
Allí estaba, sólida y firme, con sus rojizos y mohosos clavos. Los chicos la contemplaron con gran satisfacción. Julián levantó el hacha.
¡Crash! La fue incrustando en la madera a golpes alrededor de la cerradura. Pero la madera era muy resistente: el hacha apenas se introducía en ella un par de pulgadas. Julián volvió a golpear la puerta. El hacha dio en uno de los grandes clavos y resbaló, clavándose algo más allá de donde había apuntado Julián. Se desprendió una gran astilla, que dio en la mejilla del pobre Dick. Éste profirió un grito de dolor. Julián se volvió, sobresaltado, y lo miró. ¡A Dick le estaba sangrando la mejilla!
– Un trozo de puerta se me ha metido en la cara -dijo el pobre Dick-. Creo que es una astilla.
– ¡Caramba! -dijo Julián-. Aguarda un momento, que te la voy a sacar. ¡La tienes todavía clavada!
Pero Dick se la quitó él solo. Se le notaba que sentía un gran dolor. Empezó a ponerse pálido.
– Será mejor que te vayas un rato al aire libre -dijo Julián-. Tenemos que lavarte la herida y cortar la hemorragia de alguna manera. Ana se ha traído una venda limpia. La mojaremos y empaparemos con ella la sangre. Afortunadamente, también hemos traído agua.
– Yo iré con Dick -dijo Ana-. Tú quédate aquí con Jorge. Al fin y al cabo, a nosotros no nos necesitáis ahora.
Pero Julián prefería acompañarlos para asegurarse de que no se iban a perder. Le entregó el hacha a Jorge.
– Puedes seguir golpeando la puerta mientras estoy fuera -dijo-. Hay que trabajar mucho rato todavía para poder abrirla. Yo volveré en seguida. No te preocupes, que la salida la tenemos que encontrar, pues no hay más que seguir las señales que he dejado en las paredes.
– Conforme -dijo Jorge, cogiendo el hacha-. Pobre Dick. Cuídate de que no le pase nada.
Julián se marchó con Dick y Ana, dejando tras sí a Timoteo y a Jorge, ésta empeñada valientemente en la penosa tarea de abrir la puerta de madera. Ana empapó la venda en el agua de la cantimplora que había traído para la excursión y la aplicó a la herida de Dick con gran solicitud. Sangraba mucho, porque en las mejillas pasa así, pero la herida no era grave. La cara de Dick recuperó pronto su color y él mismo sintió ganas de volver a los sótanos.
– No. Tienes que echarte en el suelo de espaldas durante un rato -dijo Julián-. Eso se hace cuando sangra la nariz y supongo que también será bueno cuando sangra la mejilla. Lo mejor que podéis hacer es subir por estas rocas hasta la parte alta, desde donde se ve el barco, y descansar allí una hora y media. Vamos. Os acompañaré un rato. Y tú, viejo, no olvides que tienes que quedarte tendido todo el tiempo hasta que deje de salirte sangre.