Julián acompañó a sus dos hermanos hasta la parte del castillo que daba al mar abierto. Allí estaba todavía el viejo navío, metido entre las rocas. Dick se echó boca arriba en el suelo, deseando ardientemente que cuanto antes dejara de salirle sangre por la herida. ¡No quería perder ni un instante de la aventura!
Ana le cogió la mano. El accidente de su hermano la había trastornado, y, aunque ella tampoco quería perderse ningún detalle, decidió quedarse con Dick hasta que éste se sintiese mejor. Julián se sentó en el suelo junto a ellos durante un par de minutos. Luego volvió a la escalinata de los sótanos y desapareció en la oscuridad. Se guió por las señales que había dejado con la tiza y pronto llegó al lugar donde Jorge estaba afanada en acribillar la puerta con el hacha.
Había conseguido destrozar casi toda la madera alrededor de la cerradura, pero la puerta no podía abrirse. Julián cogió el hacha y comenzó de nuevo su trabajo.
Después de dar uno o dos golpes, algo ocurrió en la cerradura. Empezó la puerta a oscilar. Julián dejó el hacha en el suelo.
– Ya verás como ahora se podrá abrir la puerta -dijo excitadamente-. ¡Eh, viejo Tim! ¡Apártate! ¡Jorge, vamos a empujar!
Los dos empujaron la puerta y la cerradura emitió un ruido extraño. La puerta crujió y empezó a abrirse.
Los dos chicos la franquearon rápidamente mientras iluminaban las paredes con sus linternas.
La cueva que había tras la puerta no era nada diferente de las otras que había en los sótanos. Pero lo que contenía era muy distinto a los barriles y botellas que los chicos, habían encontrado anteriormente. Al fondo, amontonado de modo irregular, había un conglomerado de cosas que parecían ladrillos de color amarillo sucio y aspecto metálico. Julián cogió uno de ellos.
– ¡Jorge! -gritó-. ¡Éstos son los lingotes! ¡Esto es de oro! Ya sé que no lo parece, pero es oro, estoy seguro. ¡Oh, Jorge, esto vale una fortuna, y es tuyo! ¡Al fin lo hemos encontrado!
CAPÍTULO XIV. ¡Prisioneros!
Jorge no podía articular palabra. Permanecía quieta, frente al montón de lingotes. En la mano tenía uno. Le costaba trabajo creer que aquellos ladrillos fuesen realmente de oro. El corazón le latía con fuerza. ¡Qué hallazgo más maravilloso!
Timoteo empezó de pronto a ladrar furiosamente. Volvió la espalda a los chicos y asomó la nariz por la puerta. ¡Qué modo de ladrar!
– ¡Basta ya, Tim! -dijo Julián-. ¿Qué es lo que has oído? ¿Es que Dick y Ana regresan ya?
– ¡Dick! ¡Ana! ¿Sois vosotros? ¡Corred! ¡Hemos encontrado los lingotes! ¡Los hemos encontrado! ¡Venid rápido!
Timoteo dejó de ladrar y empezó a gruñir. Jorge estaba perpleja.
– ¿Qué le pasará a Tim? -preguntó-. No creo que él se ponga a gruñirles a Dick y a Ana.
El sobresalto que se llevaron al momento fue mayúsculo. Una voz de hombre resonaba a lo largo del oscuro pasadizo, produciendo multitud de ecos.
– ¿Quién está ahí?
Jorge agarró el brazo de Julián, aterrorizada. Timoteo aumentó los gruñidos. Tenía el pelo del cuello completamente erizado.
– ¡Cállate ya, Tim! -susurró Jorge, mientras apagaba la linterna. Pero Timoteo no quería a todas luces callarse. Siguió emitiendo gruñidos que parecían pequeños truenos.
Los chicos pudieron ver el débil resplandor de una linterna que iba acercándose a un recoveco del pasadizo. A poco, la luz los enfocó directamente. El hombre que llevaba la linterna se detuvo, sorprendido.
– Bien, bien, bien -se oyó que decía-. ¡Mira quién hay aquí! ¡Dos niños en los sótanos de mi castillo!
– ¿Qué dice usted? ¿Su castillo? -gritó Jorge.
– Sí, pequeña, este castillo es mío porque estoy en tratos para comprarlo -dijo la voz. Entonces se oyó otra voz que hablaba ásperamente.
– ¿Qué estáis haciendo aquí abajo? ¿Qué significa eso de gritar: ¡Dick, Ana! y de decir que habéis encontrado los lingotes?
– No contestes -susurró Julián a Jorge. Pero los ecos tomaron su voz y la aumentaron desorbitadamente a través de los pasadizos. "¡No contestes!… ¡No contestes!"
– Ah, ¿conque no quieres que conteste? -dijo el segundo hombre, acercándose a los chicos. Tim empezó a enseñarle los dientes, pero él no parecía tener miedo del perro. Se acercó a la puerta de la cueva e iluminó el interior con su linterna. Lanzó un silbido.
– ¡Jake! ¡Mira esto! -dijo-. Tenías razón. El oro está aquí. Y ¡qué fácil será llevárnoslo! Todo en lingotes. A fe que es la cosa más agradable que me ha ocurrido en la vida.
– El oro es mío -dijo Jorge, hecha una furia-. La isla y el castillo son propiedad de mi madre, y todo lo que pueda haber en ellos. Este oro lo trajo aquí y lo escondió un antepasado mío antes de que se hundiera el barco. No es de ustedes ni nunca lo será. En cuanto llegue a casa le contaré a mis padres que lo he encontrado y entonces ¡pueden estar seguros de que jamás le venderán el castitillo ni la isla! Han sido ustedes muy listos estudiando el plano que había dentro del cofre. Pero más listos hemos sido nosotros. ¡Lo hemos encontrado primero!
Los hombres escuchaban en silencio la fuerte y airada voz de Jorge. Uno de ellos se echó a reír.
– No eres más que una niña -dijo-. Supongo que no pretenderás poder estorbar nuestros designios. Vamos a comprar esta isla y todo lo que hay en ella. Y nos haremos con el oro en cuanto se haya firmado el contrato. Y, aunque por cualquier causa no pudiésemos comprar la isla, a nosotros nos da igual. Nos quedaremos con el oro de todas formas. Nada más fácil que fletar un barco, traerlo aquí y embarcar el oro con la ayuda de un bote. No te preocupes, nosotros conseguiremos nuestro propósito.
– ¡No lo conseguiréis! -dijo Jorge, acercándose a la puerta-. Ahora mismo voy a ir a mi casa a contarle a mis padres todo lo que usted acaba de decir.
– No, pequeña, no vas a ir a tu casa -dijo el primer hombre, poniendo las manos en los hombros de Jorge y empujándola duramente contra la rocosa pared-. Y, a propósito, si no quieres que me cargue a ese desagradable perro ten la bondad de decirle que se largue.
Jorge, vio, aterrorizada, que el hombre tenía un revólver en la mano. Llena de pánico, cogió a Timoteo por el collar y lo apretujó contra ella.
– Quieto, Tim. No te preocupes. Todo va bien.
Pero el can sabía sobradamente que las cosas no iban bien. Algo desagradable estaba ocurriendo. Empezó a gruñir furiosamente.
– Ahora, escúchame -dijo el hombre, después de cruzar unas breves y apresuradas palabras con su compañero-. Si te portas sensatamente, nada desagradable te ocurrirá. Pero si te empeñas en fastidiarnos lo vas a pasar muy mal. Ahora vamos a hacer lo siguiente: nos vamos a marchar en nuestra lancha motora, dejándoos bien seguros aquí. Traeremos un barco y volveremos para llevarnos el oro. Ahora que sabemos dónde está el tesoro no vale la pena gastarse dinero en comprar la isla.
– Y vas a escribir una nota a tus compañeritos que están arriba, diciéndoles que habéis encontrado el oro y que vengan aquí a comprobarlo -dijo el otro hombre-. Luego os dejaremos aquí encerrados con los lingotes: podéis entre tanto disfrutar de su vista si es que os agrada. Os dejaremos comida y bebida suficiente para pasar el tiempo hasta que volvamos. Aquí tienes una pluma. Escribe una nota a Dick y a Ana, estén donde estén, y mándale al perro que se la lleve. Venga.