Hubo un silencio mientras Dick se dedicaba a desenrollar la cuerda. Ató firmemente un cabo al travesaño que le pareció más sólido.
– ¡Ahora seguiré bajando por la cuerda! -le gritó a Ana-. No te preocupes, que todo va bien. ¡Allá voy!
A partir de entonces Ana no pudo ya enterarse de lo que Dick le decía, a causa de los enormes ecos, que deformaban enteramente la voz. Sin embargo, aunque no entendiera nada, se tranquilizaba oyéndolo. Le gritó a su hermano para ver si él podría enterarse de lo que ella le decía.
Dick siguió resbalando por la cuerda a la que estaba asido fuertemente con las manos, las rodillas y los pies. Menos mal que, en gimnasia, era uno de los primeros del colegio. No sabía si estaba llegando ya a la altura de los sótanos. Éstos parecían haberse alejado inexplicablemente. Se las arregló para encender la linterna y ponérsela entre los dientes, porque las manos las necesitaba para asirse a la cuerda. La luz iluminó las paredes del pozo. No tenía la menor idea de si estaba todavía por encima de los sótanos o ya debajo. Y, por supuesto, no pensaba de ninguna manera llegar hasta el fondo del pozo.
Le pareció que había rebasado ya el nivel de los sótanos y retrocedió, no sin esfuerzo, ascendiendo un buen trozo de la cuerda. Con gran contento notó que no se había equivocado. La abertura del pozo la tenía ahora justo delante de su cabeza. Trepó algo más y se columpió en la dirección de la abertura. Consiguió asir el borde.
Traspasar la abertura era un cometido difícil, pero, afortunadamente, Dick abultaba poco. Al final pudo poner los pies en los sótanos, con gran alivio de su corazón. ¡Por fin había llegado! Ahora no tenía más que seguir las señales dejadas por Julián con la tiza, hasta llegar a la puerta de la cueva en donde probablemente habían encerrado a Julián y a Jorge.
Iluminó las paredes con la linterna. Efectivamente, allí estaban las señales hechas con la tiza. ¡Bien! Metió la cabeza en la abertura del pozo y gritó:
– ¡Ana! ¡Ya he llegado! Ten cuidado, no vaya a ser que aquellos hombres vuelvan.
Luego empezó a seguir las señales con el corazón latiéndole apresuradamente. Al cabo de un rato llegó a la puerta de la cueva donde estaba encerrado el oro. Como había supuesto, era totalmente imposible que Julián y Jorge hubiesen podido escapar. La cueva estaba cerrada a cal y canto, con el cerrojo de la puerta bien echado. Empeñarse en abrirla a golpes o empujones hubiera sido inútil.
Los de dentro estaban nerviosos y exhaustos. No habían probado nada de la comida y bebida que el hombre les había dejado. Timoteo estaba con ellos, echado en el suelo con la cabeza entre las patas, resentido con Jorge porque no lo había dejado atacar y morder a aquellos tipos. Pero Jorge sabía que lo hubieran matado al menor intento.
– Por lo menos, Dick y Ana han tenido bastante sentido común para no acercarse por aquí y dejar que los aprisionaran a ellos también -dijo Jorge-. Seguramente han comprendido que algo había salido mal al ver que en el mensaje yo firmaba Jorgina en vez de Jorge. ¿Qué estarán haciendo ahora? Seguramente se habrán escondido en algún sitio.
Timoteo empezó a gruñir de improviso. Se acercó de un salto a la hermética puerta con la cabeza torcida. Era seguro que había oído algo.
– Espero que no sean esos dos hombres que hayan vuelto ya -dijo Jorge. En seguida fijó sus sorprendidos ojos en Timoteo, iluminándolo con su linterna. ¡Estaba moviendo alegremente el rabo!
Un fuerte golpe dado en la puerta les hizo estremecer de alegría. Lo acompañaba la animosa voz de Dick.
– ¡Eh! ¡Julián! ¡Jorge! ¿Estáis ahí?
– ¡Guauuuuu! -ladró Timoteo, entusiasmado, mientras arañaba la puerta con sus patas delanteras.
– ¡Dick, abre la puerta! -gritó Julián lleno de alborozo-. ¡Pronto! ¡Ábrela!
CAPITULO XVI. Un plan y una difícil escapada
Dick manipuló en el cerrojo exterior hasta conseguir abrir la puerta. Rápidamente se metió en la cueva y vio en el fondo a Jorge y a Julián.
– ¡Hola! -dijo-. ¿Qué se siente cuando lo rescatan a uno?
– ¡Algo maravilloso! -gritó Julián, mientras Timoteo ladraba, como un loco, dando vueltas alrededor de los chicos.
Jorge se dirigió a Dick.
– ¡Buen trabajo! -le dijo-. ¿Cómo ha ido eso?
Dick les contó a los dos su aventura en pocas palabras. Cuando les dijo que había descendido por el pozo agarrado a una cuerda, los otros no acababan de creérselo. Julián abrazó a su hermano.
– ¡Eres un hombre de una pieza! -le dijo-. ¡De una pieza! Bueno, rápido. ¿Qué haremos ahora?
– Si es que esos hombres no se han llevado nuestro bote, lo mejor será embarcar cuanto antes y regresar a tierra firme -dijo Jorge-. No me agrada el trato con individuos que llevan revólveres. ¡Vamos ya! Subiremos por el pozo y cogeremos el bote.
Fueron en seguida a la caverna donde se encontraba el ojo del pozo y, uno a uno, fueron traspasando la pequeña abertura. Se encaramaron luego por la cuerda y pronto tomaron por la escalerilla de hierro. Julián los hizo subir uno a uno, porque no confiaba en la resistencia de la escalerilla y no sabía si podría ésta soportar el peso de los tres a la vez.
Poco después estaban en la superficie abrazando a Ana y oyendo sus exclamaciones de alegría. Apenas podía contener las lágrimas.
– ¡Vamos al bote! -dijo Jorge, al cabo de un minuto-. ¡Rápido! ¡Esos hombres pueden volver en seguida!
Fueron todos corriendo a la caleta. Allí estaba la embarcación, bien adentrada, fuera del alcance de las olas. Pero la impresión que recibieron al llegar allí fue tremenda: ¡los individuos aquellos se habían llevado los remos!
– ¡Los muy ladinos! -dijo Jorge, abatida-. ¡Saben que no podemos salir de aquí sin los remos! Por eso, en vez de molestarse en remolcar el bote y sacarlo de la isla han preferido llevarse los remos. Ahora sí que llevamos las de perder. No podemos salir de aquí.
Todos se sintieron grandemente decepcionados. Estaban a punto de echarse a llorar. Hasta entonces todo había ido bien: el rescate de Julián y Jorge había sido perfecto. Pero ahora parecía que la suerte cambiaba de signo.
– Tenemos que resolver este contratiempo -dijo Julián, sentándose en un sitio desde donde se dominaba toda la extensión de la caleta, por si podía divisar algún barco que pasara cerca-. Esos individuos se han marchado. Probablemente fletaran un barco para traerlo hasta aquí, cargarlo con el oro y escapar luego. Tardarán algún tiempo en volver, porque supongo que fletar un barco no es cosa de un momento, siempre y cuando no tengan un barco de su propiedad.
– Y durante todo ese tiempo nos tendremos que quedar aquí, sin poder pedir ayuda, porque nos han robado los remos -dijo Jorge-. Y no tenemos siquiera la esperanza de que pase algún barco de pesca porque ahora no salen: la marea no es propicia. ¡Todo lo que nos queda que hacer es esperar pacientemente a que regresen esos individuos y se lleven mi oro! No podemos hacer nada.
– Sin embargo, me está dando vueltas por la cabeza un plan que podría darnos buen resultado; esperad, esperad, no me interrumpáis. Estoy pensándolo.
Los otros esperaron pacientemente mientras Julián fruncía el ceño, pensativo. Al poco rato se volvió a ellos, sonriente.
– Creo que tenemos un arduo trabajo por delante -dijo-. ¡Escuchad! Esperemos aquí pacientemente hasta que los hombres vuelvan. Y ellos ¿qué es lo que probablemente harán? Apartarán las piedras que han puesto a la puerta de los sótanos y se meterán en la escalinata. En seguida se dirigirán a la cueva donde nos encerraron, creyendo que aún estaremos allí, y se meterán en ella tan satisfechos. Pues bien: ¿qué os parece si uno de nosotros se escondiera allá abajo para, una vez dentro, encerrar allí a los dos individuos? Entonces podríamos marcharnos de la isla utilizando su lancha motora, o nuestro mismo bote, si es que ellos vuelven con los remos, y pedir luego ayuda.