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El chico subió rápido por la escalerilla y contrajo fuertemente todo el cuerpo cuando llegó a la gran piedra que obstruía el paso. A la boca del pozo estaban los otros esperándole ansiosamente.

Por la expresión del rostro de Dick comprendieron en seguida que había fallado en su intento de dejar encerrados a aquellos individuos.

– La cosa no ha ido bien del todo -dijo Dick, jadeando-. No pude encerrarlos. Empujaron la puerta mientras yo estaba corriendo el cerrojo y se pusieron a perseguirme. A duras penas conseguí meterme en el pozo.

– ¡Ahora seguramente estarán intentando forzar la salida! -dijo Ana de pronto-. ¿Qué hacemos? ¡Nos van a atrapar a todos!

– ¡Vamos al bote! -gritó Julián-. ¡Corramos! ¡Es nuestra última oportunidad! Esos individuos conseguirán al final apartar las piedras.

Los cuatro echaron a correr en dirección a la playa. Jorge, mientras pasaban cerca de la habitación-refugio, aprovechó para entrar en ella un momento y coger un hacha. Dick estaba perplejo: no sabía para qué necesitaba Jorge el hacha. Timoteo corría con ellos, ladrando como un loco.

Llegaron a la caleta. Allí estaba el bote, pero no los remos. También estaba allí la lancha motora. Jorge se metió en ella y lanzó un grito de alegría.

– ¡Aquí están los remos! -dijo-. Cógelos, Julián. Yo tengo un trabajo que hacer aquí ahora.

Julián y Dick cogieron los remos. Luego arrastraron el bote hasta meterlo en el agua, maravillados de lo que Jorge estaba haciendo. ¡Estaba dando de hachazos al motor de la lancha!

– ¡Jorge! ¡Jorge! ¡Ven acá! ¡Los individuos esos han salido ya de los sótanos! -gritó de pronto Julián. Había visto a los tres hombres que corrían en dirección a las rocas que bordeaban la caleta. Jorge, de un salto, salió de la lancha motora y fue corriendo a reunirse con los otros. Se metió en el bote, que ya estaba en el agua, empuñó los remos y empezó a alejar la embarcación de la orilla con todas sus fuerzas.

Los tres hombres corrían ahora en dirección a la lancha motora. Al llegar pudieron notar con enorme rabia que el motor estaba destrozado. ¡Jorge se había cuidado de ello! ¡Era imposible ponerlo en marcha! Y no podían repararlo con las pocas herramientas de que disponían.

– ¡Maldita niña! -farfulló Jake, amenazando a Jorge con el puño, desde lejos-. ¡Ya verás cuando te cojamos!

– ¡Sí, ya veré! -gritó Jorge con los ojos brillantes de furia-. ¡Y ya veréis vosotros también! ¡Ahora sí que nunca podréis, comprar mi isla!

CAPÍTULO XVII. El final de la gran aventura

Los tres hombres quedaron en la orilla, observando como Jorge iba distanciando cada vez más el bote de la isla. No podían hacer nada. Su lancha motora era inservible.

– El barco pesquero que han traído aquí es demasiado grande para atracar en la caleta -dijo Jorge-. Tendrán que esperarse ahí hasta que alguien que pase en un bote pequeño quiera recogerlos. ¡Esto sí que les habrá hecho polvo!

El bote de los chicos tuvo que pasar muy cerca del enorme pesquero. Desde la cubierta, un hombre les gritó:

– ¡Eh, los de ahí! ¿Venís de la isla Kirrin?

– No contestéis -dijo Jorge-. No digáis una palabra. -Los otros se pusieron a mirar en otra dirección como si no hubieran oído nada.

– ¡Eh, vosotros! -volvió a gritar el hombre, furioso-. ¿Es que sois sordos? ¿Salís ahora de la isla?

Los chicos seguían mirando para otro sitio mientras Jorge remaba con todas sus fuerzas. El hombre del barco miró desasosegadamente hacia la isla. Estaba seguro de que aquellos niños venían de allí. Conocía al dedillo la aventura en que se habían metido sus compinches de tierra y empezaba a pensar que algo no había ido bien.

– Puede, por supuesto, echar al agua un bote y atracar en la isla para ver qué es lo que ha ocurrido -dijo Jorge-. Pero, de todos modos, no podrán llevarse muchos lingotes. Y encuentro muy difícil que se atrevan a llevarse nada, ahora que han visto que nos hemos escapado y podemos contar lo que ha ocurrido.

Julián miró en dirección al barco. Al poco rato pudo ver que estaban echando a la mar un pequeño bote.

– Tenías razón -le dijo a Jorge-. Han pensado que algo no va bien. Ahora van a reembarcar a esos tres.

El bote de los chicos llegó por fin a tierra. Saltaron todos y lo arrastraron hasta la playa. Timoteo ayudó en esta operación. Estaba siempre deseoso de participar en todas las actividades de los chicos.

– ¿Llevarás al perro a casa de Alfredo? -preguntó Dick.

Jorge negó con la cabeza.

– No -dijo-. No tenemos tiempo que perder. Ataré a Timoteo a la valla del jardín.

Se dirigieron a "Villa Kirrin" lo más aprisa que pudieron. Tía Fanny estaba ocupada en arreglar el jardín. Quedó muy sorprendido al ver llegar a los chicos con cara de acontecimientos.

– ¿Qué os ha ocurrido? -preguntó-. ¡Me habíais dicho que no volveríais hasta mañana o pasado! ¿Ha habido algún percance? ¿Qué le ha sucedido a Dick en la mejilla?

– Oh, nada de particular -dijo Dick.

Los demás empezaron a hablar todos a la vez.

– Tía Fanny, ¿dónde está tío Quintín? Tenemos algo muy importante que decirle.

– Mamá, hemos tenido una aventura de verdad.

Tía Fanny contempló preocupada a sus descompuestos sobrinos.

– ¿Qué es lo que ha ocurrido? -dijo. Entonces se acercó a la casa y gritó-: ¡Quintín! ¡Quintín! ¡Los niños quieren decirte algo muy importante!

Tío Quintín apareció, bastante malhumorado, pues estaba embebido en su trabajo en aquel momento.

– ¿Qué es lo que pasa? -preguntó.

– Tío, es algo relativo a la isla Kirrin -dijo Julián, vehementemente-. Esos hombres no la han comprado todavía, ¿verdad?

– No, pero es cosa decidida -dijo el tío-. Yo he firmado ya el contrato y ellos lo firmarán mañana. ¿A qué viene esa pregunta? ¿Qué tenéis vosotros que ver con eso?

– Tío, no deje usted que firmen mañana el contrato -dijo Julián-. ¿Sabe usted por qué querían comprar la isla y el castillo? No para construir allí un hotel o algo semejante, sino porque saben que en él hay un tesoro.

– ¿Qué disparate estás diciendo? -dijo su tío.

– ¡No es ningún disparate, papá! -gritó Jorge, indignada-. Todo lo que ha dicho Julián es verdad. El plano del castillo que había dentro del cofre que vendiste a aquel anticuario mostraba dónde están escondidos los lingotes de oro de mis tatarabuelos

El padre de Jorge parecía contrariado y molesto. Sencillamente, no creía una palabra de lo que le estaban diciendo. Pero su mujer había comprendido, al ver los rostros solemnes y serios de los cuatro chicos, que verdaderamente algo importante había ocurrido. De pronto, Ana rompió en sollozos. Había recibido aquel día demasiadas impresiones y encontraba insoportable pensar que su tío no quería creerse nada de lo que estaban contando.

– Tía Fanny, tía Fanny, todo eso es verdad -gimió-. Tío Quintín, es terrible que no quieras creernos. Oh, tía Fanny, el hombre tenía en la mano un revólver, y, ¡oh!, encerró a Julián y a Jorge en los sótanos y Dick tuvo que meterse en el pozo para rescatarlos. ¡Y Jorge les destrozó el motor de su lancha para impedir que se escaparan!

Los tíos de los chicos, al pronto, pensaron que lo que estaban oyendo no tenía pies ni cabeza, pero de pronto tío Quintín pareció convencerse de que el asunto era más importante de lo que suponía, y empezó a interesarse.