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– ¡Destrozaste el motor de la lancha! -exclamó-. ¿Por qué? Venid a mi despacho. Quiero oírlo todo desde el principio hasta el final. Tengo que convencerme de que es verdad lo que decís.

Fueron al despacho de su tío. Julián y Jorge le contaron la historia completa. Tía Fanny se puso pálida, sobre todo cuando oyó lo que había hecho Dick, bajando por el pozo.

– ¡Podías haberte matado! -exclamó-. ¡Oh, Dick, qué valiente has sido!

Tío Quintín seguía escuchando con el mayor pasmo. Nunca había tenido debilidad especial por los niños. Opinaba que ellos eran alborotadores, molestos y estúpidos. Pero en cuanto oyó y se convenció de la veracidad de la historia que contaba Julián, cambió en seguida el concepto que tenía de los cuatro.

– Habéis sido muy inteligentes -dijo-. Y muy valientes también. Estoy orgulloso de todos vosotros. Me explico muy bien, Jorge, que no quisieses que vendiera la isla, puesto que sabías lo de los lingotes. Pero ¿por qué no me lo dijiste?

Los cuatro chicos quedaron mudos. No tenían ninguna buena razón que dar.

"Bueno: lo primero es que usted no hubiera querido creernos. Segundo, que usted tiene un mal genio terrible y siempre nos tiene asustados. Tercero, que no confiábamos en que hiciera usted lo más conveniente y lógico."

En realidad, le hubieran querido contestar todo eso.

– ¿Por qué no respondéis? -preguntó el tío. Su mujer contestó por ellos, con suave entonación de voz.

– Quintín, tú espantas a los niños, lo sabes bien, y yo encuentro natural que ellos no tengan confianza en ti. Pero ahora que te han confiado su secreto, es la hora de que tomes una determinación. Los niños no pueden hacer nada por ellos mismos. Deberías llamar a la policía para que oigan la historia.

– Está bien -dijo tío Quintín. Al momento se levantó y le dio a Julián una palmada en la espalda-. Os habéis portado todos muy bien -le dijo. Entonces desordenó con la mano los cortos cabellos de Jorge-. También estoy muy orgulloso de ti, Jorge -dijo-. Eres igual que un muchacho.

– ¡Oh, papá! -dijo Jorge, poniéndose encarnada de sorpresa y placer. Sonrió a su padre y éste le sonrió a ella. Los chicos se dieron cuenta de que su tío tenía una cara muy agradable cuando sonreía. El padre y la hija irradiaban simpatía y encanto en aquel momento. Pero no eran nada atractivos cuando estaban enojados o ceñudos. ¡Qué diferente cuando reían, o simplemente sonreían!

El padre de Jorge se dirigió al teléfono para avisar a la policía y consultar también con su abogado. Entre tanto, los chicos se sentaron y se pusieron a merendar, mientras contaban a su tía toda clase de detalles de su aventura. De pronto se oyó un fuerte y enojado ladrido que provenía del jardín. Jorge quedó algo cohibida.

– Ése es Timoteo -dijo, dirigiendo a su madre una ansiosa mirada-. Es que no me ha dado tiempo de dejarlo en casa de Alfredo, que me lo tiene guardado. Mamá, Timoteo fue para nosotros un gran consuelo y alivio mientras estábamos en la isla. Siento mucho que se ponga ahora a ladrar, pero es que me parece que tiene hambre.

– Pues tráetelo -dijo su madre, ante el asombro de los demás-. Él también ha sido un héroe. Le daremos buena comida.

Jorge sonrió, radiante de contento. Se marcho y fue a buscar al perro. Lo desató y éste se dirigió a la casa dando grandes saltos y moviendo su larga cola. Entró en la habitación y empezó a lamer a la madre de Jorge, con las orejas muy empinadas.

– Buen perro -dijo ella dándole cariñosos golpes-. ¡Te voy a traer cosas de comer!

Tía Fanny se dirigió a la cocina seguida por Timoteo. Julián le dijo a Jorge:

– Ya ves como tu madre es buena.

– Sí, pero todavía no ha venido papá. Ya veremos lo que dirá cuando vuelva y vea que el perro está otra vez en casa -dijo Jorge, dubitativa.

El padre de Jorge llegó en seguida. Tenía cara de acontecimientos.

– La policía se ha tomado la cosa muy en serio -dijo-. Y mi abogado también. Todos han estado de acuerdo en reconocer que los niños han sido muy inteligentes y valientes. Además, Jorge, dice mi abogado que no tengo que preocuparme: el oro que se ha encontrado en la isla es nuestro. ¿Había mucha cantidad?

– ¡Oh, papá! ¡Había lingotes a centenares! -gritó Jorge-. En enormes cantidades. ¡Oh, papá! ¿Seremos ricos ahora?

– Sí -dijo su padre-. Ahora somos ricos. Lo suficiente para que pueda comprarte a ti y a tu madre todas las cosas que desde hace muchos años quería yo que tuvieseis. Yo he trabajado por vosotras mucho hasta ahora, pero mi trabajo no es de los que producen dinero en abundancia: por eso he tenido siempre tan mal carácter. Pero a partir de ahora podréis tener todo lo que se os antoje.

– Yo me conformo con lo que tengo ahora -dijo Jorge-. Pero, papá, hay una cosa que me gustaría tener sobre todas las demás, y que a ti no te costaría dinero.

– Pues la tendrás, querida -dijo su padre, echándole el brazo sobre los hombros, con gran sorpresa de ella-. Pide lo que quieras, que, por muy caro que sea, lo tendrás.

En aquel momento se oyeron unas singulares pisadas que provenían, al parecer, del pasillo. De pronto una enorme cabeza peluda asomó por la puerta y se puso a mirar a los presentes interrogativamente. ¡Por supuesto que se trataba de la cabeza de Timoteo!

Tío Quintín lo miró, sorprendido.

– ¡Caramba! Éste es Timoteo, ¿verdad? ¡Eh, Tim!

– ¡Papá! Timoteo es la cosa que yo más quiero en el mundo -dijo Jorge, apretando el brazo de su padre-. No te puedes imaginar lo bien que se ha portado con nosotros en la isla. Tenía unas ganas enormes de atacar y morder a aquellos hombres. ¡Oh, papá, no quiero otro regalo! Sólo quiero tener a Timoteo en casa a mi disposición. Se le podría comprar una perrera para que estuviese allí todo el tiempo y durmiera. No te molestará nunca, estoy segura.

– ¡Ya lo creo! ¡Tendrás el perro! -dijo su padre.

Timoteo, al oír esto, entró de golpe en la habitación, satisfecho de que lo admitieran en la casa y demostrando además que se había enterado palabra por palabra de todo lo que se había dicho. ¡Se puso a lamerle la mano a tío Quintín! Ana pensó que era un perro muy valiente.

Pero tío Quintín había cambiado mucho. Parecía como si le hubieran quitado un gran peso de encima. Ahora era rico: Jorge podría ir a un buen colegio y su mujer podría tener todas las cosas que durante mucho tiempo él había querido regalarle y, además, podría dedicarse en adelante a sus libros, su trabajo favorito, sin tener la pesadumbre de que las ganancias que le produjeran no eran suficientes para su familia.

Miró a todos con aire de persona que se siente el más feliz de los mortales.

Jorge no cabía en sí de alegría, por lo de Timoteo. Rodeó con los brazos el cuello de su padre y le dio un fuerte abrazo, cosa que hacía mucho tiempo que no había hecho. Su padre pareció sorprendido, pero contento.

– Bueno, bueno -dijo-. Esto me gusta mucho. A ver: ¿no llega ya la policía?

Efectivamente, la policía acababa de llegar. Entraron en la habitación y tuvieron unas breves palabras con tío Quintín. Uno de ellos quedó allí para tomar nota en su bloc de las declaraciones de los niños y los demás fueron a buscar un bote para ir a la isla.

¡Los hombres no estaban allí! El bote del buque pesquero los había rescatado y ahora, tanto el bote como el barco habían desaparecido sin dejar rastro. La lancha motora estaba allí, en la caleta, con el motor inutilizado.