– Aquella jovencita tiene un fuerte carácter -dijo el inspector mirando la embarcación-. Lo ha hecho todo tan esmeradamente que les ha resultado imposible huir en la lancha. Habrá que remolcarla.
Otros policías llegaron con algunas muestras de los lingotes para enseñárselas a tío Quintín. Habían sellado la puerta de los sótanos para que nadie pudiese entrar en ellos hasta tanto el tío de los chicos no fuera allí para recoger el resto del tesoro. Todas las diligencias se llevaban a cabo a la perfección, pero, según los niños, con cierta lentitud. Ellos hubieran querido ver en seguida a los individuos aquellos capturados para llevarlos a presidio y también que los policías hubiesen traído de una vez todos los lingotes.
Estaban todos muy cansados y se alegraron mucho de que tía Fanny les dijese que aquella noche podían irse temprano a la cama. Se desnudaron, se pusieron los pijamas y decidieron cenar todos en el dormitorio de las chicas. Timoteo estaba con ellos, presto a hacerse con lo que le echaran para comer.
– Pues hemos tenido una aventura maravillosa -dijo Julián, muerto de sueño-. En cierta manera me da pena que haya terminado ya, aunque hemos pasado malos ratos, ¿verdad, Jorge? Sobre todo cuando tú y yo estábamos encerrados en aquella cueva. Fue algo terrible.
Jorge estaba radiante de contento. Saboreaba con gran satisfacción las galletas que le habían servido. Se dirigió a Julián:
– Parece mentira que al principio me molestara tanto la idea de que ibais a pasar aquí las vacaciones -dijo-. ¡Os traté muy mal! En cambio, ahora, lo que más me disgusta es pensar que tenéis que marcharos, porque es lógico que lo hagáis cuando las vacaciones se terminen. Y ahora, que me he acostumbrado a tener tres amigos y a participar con ellos en aventuras como ésta, resulta que me quedaré otra vez sola, como antes. Antes no me importaba nada. Pero ahora sé que voy a sentir mucho quedarme sola.
– Eso lo puedes evitar -dijo. Ana, de pronto-. Puedes hacer algo para que eso no suceda.
– ¿Qué puedo hacer? -dijo Jorge, sorprendida.
– Puedes pedir a tus padres que te manden interna al mismo colegio donde estamos nosotros -dijo Ana-. Es un colegio muy agradable y muy bonito. Y además, nos permiten tener con nosotros las cosas que queramos. ¡Por supuesto que podrás estar allí con Timoteo! ¡No tendrás que separarte de él!
– ¿De verdad? ¿Podré llevarlo? -dijo Jorge, con los ojos brillantes-. Entonces no me importará ir. Hasta ahora siempre había dicho que no quería meterme interna en un colegio, pero he cambiado mucho y creo que es mejor disfrutar de la compañía de otros en vez de estar siempre sola. ¡Y si, además, no me separo de Timoteo, la cosa resulta de lo más maravilloso!
– Será mejor que os vayáis ya a la cama, niños -dijo tía Fanny, apareciendo por la puerta-. Fijaos: Dick está ya medio muerto de sueño. Supongo que esta noche soñaréis cosas muy agradables, porque habéis pasado por una aventura de la que podéis estar muy orgullosos y satisfechos. Jorge: ¿no se ha metido el perro debajo de tu cama?
– Pues… sí, creo que está ahí -dijo Jorge, fingiéndose sorprendida-. ¡Por Dios, Tim! ¿Cómo se te ha ocurrido meterte debajo de mi cama?
Timoteo salió de su escondrijo y se acercó a la madre de Jorge. Miró a su acusadora con sus pardos ojos expresivamente conciliadores.
– ¿Es que quieres dormir en esta habitación esta noche? Bien, puedes hacerlo -dijo la madre de Jorge, echándose a reír.
– ¡Mamá! -dijo Jorge, emocionada-. ¡Oh, gracias, gracias! ¿Cómo has adivinado que esta noche no quería separarme de Timoteo? Tim, dormirás sobre la alfombra.
Los cuatro felices muchachos estaban poco después acomodados en sus lechos. Su maravillosa aventura había tenido un final perfecto. Tenían en perspectiva aún muchos días de apacibles vacaciones, y tío Quintín, que ahora era rico, les haría muchos regalos, como les había prometido. Jorge iba a ir interna a un colegio con Ana, y además, ¡tenía de nuevo a su querido perro en la casa! La isla y el castillo seguirían siendo suyos. ¡Todo había ido a las mil maravillas!
– Cuánto me alegro de que no hayan vendido la isla ni el castillo, Jorge -dijo Ana, empezando a dormirse-. Estoy muy contenta de que sigas siendo la dueña.
– Vosotros tres también sois dueños -dijo Jorge-. Lo soy yo y también tú, Julián y Dick. He descubierto que lo mejor de todo es compartir las cosas con los demás. Por eso mañana mismo pienso hacer una declaración, o como se llame, y decir que os regalo a cada uno una cuarta parte de la isla y del castillo. ¡De ahora en adelante, nosotros cuatro seremos los dueños!
– ¡Oh, Jorge, cómo te lo agradezco! -dijo Ana, llena de gozo-. ¡Verás qué contentos se ponen mis hermanos cuando se enteren! Yo también estoy muy conten…
Antes de que acabara de hablar, la muchachita se había dormido. Lo mismo le ocurrió a Jorge. En la otra habitación los niños dormían también, soñando con lingotes, sótanos y toda suerte de cosas excitantes.
Sólo una figura estaba despierta: ésta era Timoteo. Tenía empinada una oreja, con la cual percibía el aliento de las chicas. En cuanto vio que éstas se habían dormido del todo abandonó la alfombra donde estaba echado y se acercó a la cama de Jorge. Luego apoyó las patas delanteras sobre el colchón y oliscó a su amita.
Entonces, de un salto subió a la cama, acomodándose en ella al modo perruno. Echó un vistazo alrededor y, por fin, cerró los ojos. Los cuatro chicos estaban, por supuesto, muy contentos, pero Timoteo lo estaba más que nadie.
– ¡Oh, Tim! -murmuró Jorge, despertándose a medias al sentir el peso del can-. ¡Oh, Tim, tú no puedes entenderlo, pero si vieras lo feliz que soy! Tim, nosotros cinco volveremos a correr nuevas aventuras, ¿verdad?
¡Ya lo creo que correrían aventuras nuevas! Pero la de ahora termina aquí. Las demás son materia de otros libros.
Enid Blyton