Jorge estaba también allí tomándose una rodaja de pan tostado con mantequilla. Miraba a sus primos muy enfurruñada.
– No te portes de un modo tan desagradable -dijo su madre-. Espero que os hayáis hecho amigos ya. Te gustará mucho jugar con ellos. Esta mañana podrías enseñar a tus primos la bahía y los sitios mejores donde bañarse.
– Yo pienso ir a pescar -dijo Jorge.
Su padre levantó rápidamente la vista del periódico.
– No irás -dijo-. Tienes que dejar los malos modos y acompañar a tus primos a la bahía. ¿Me has oído?
– Sí -dijo Jorge, frunciendo el ceño lo mismo que su padre.
– Oh, nosotros podemos muy bien ir solos a ver la bahía, si es que Jorge se quiere ir de pesca -dijo Ana al punto, pensando que sería mejor que Jorge no los acompañara, si estaba tan de mal humor.
– Jorge hará exactamente lo que le acabo de decir -dijo su padre-. Y si no, tendrá que entendérselas conmigo.
Total que, poco después de haber terminado de desayunarse, los cuatro niños estaban ya preparados para marcharse a la playa. Fueron corriendo alegremente por una senda que comunicaba la casa con la bahía. Hasta la misma Jorge dejó de fruncir el ceño cuando sintió la fuerza de los rayos del sol sobre su rostro y contempló sobre el mar los danzantes destellos de su luz.
– Puedes irte a pescar si quieres -dijo Ana cuando hubieron llegado a la playa-. No lo diremos a nadie. Has de saber que no tenemos intención de interferirnos en tu vida. Nosotros ya nos hacemos suficiente compañía: y si a ti no te gusta acompañarnos, te marchas y en paz.
– Pues a nosotros nos gustaría mucho que nos acompañaras -dijo Julián, generosamente. Él había notado, por supuesto, que Jorge era arisca y de malos modales. Pero no podía impedir el sentir cierta atracción hacia aquella extraña personita de cortos cabellos y erguida espalda, brillantes ojos azules y labios contraídos en disgustado mohín.
Jorge se le encaró.
– Pues ya ves -le dijo-. No tengo la menor intención de trabar amistad con nadie que sea primo mío o alguna estupidez por el estilo. Sólo me hago amiga de las personas que me son simpáticas.
– A nosotros nos pasa igual -dijo Julián-. Y, por supuesto, tú también puedes sernos antipática: no lo olvides.
– Oh -dijo Jorge, indiferentemente-. Desde luego que puedo seros antipática. Ahora que lo pienso, hay mucha gente que me tiene antipatía.
Ana, mientras tanto, se había dedicado a explorar la bahía. A su entrada podía distinguirse un extraño islote rocoso en cuya parte más alta había un antiguo castillo en ruinas.
– Qué isla más bonita, ¿verdad? -dijo-. Me gustaría saber cómo se llama.
– Se llama la Isla Kirrin -dijo Jorge, volviendo sus ojos azul-mar en dirección al islote-. Si me sois simpáticos os llevaré algún día a verla. Pero no puedo prometerlo. Sólo se puede ir en bote.
– Y ¿a quién pertenece la isla? -preguntó Julián.
Jorge lanzó una respuesta que los dejó desconcertados.
– Me pertenece a mí -dijo-. Por lo menos, algún día me pertenecerá. ¡Tendré entonces una isla y un castillo propios!
CAPÍTULO III. Una historia extraña y un nuevo amigo
Los tres hermanos miraron a Jorge grandemente sorprendidos.
– ¿Qué es lo que quieres decir? -dijo Dick-. La isla Kirrin no puede ser tuya. Estás fanfarroneando.
– No fanfarroneo -dijo Jorge-. Pregúntale a mi madre. Y si es que no pensáis creeros las cosas que os diga no os volveré a dirigir la palabra. Yo no acostumbro decir mentiras. Faltar a la verdad es cosa de cobardes, y yo no soy cobarde.
Julián se acordó entonces de que tía Fanny había dicho que Jorge era totalmente sincera, noble y leal. Se rascó la cabeza y volvió a mirarla. ¿Cómo diablos era posible que hubiese dicho la verdad?
– Por supuesto que creeremos todo lo que nos digas siempre que sea verdad -dijo-. Pero comprenderás que lo que acabas de decir es algo increíble. Realmente increíble. Los niños no suelen ser propietarios de islas, aunque sean tan minúsculas como ésa.
– No es una isla minúscula -dijo Jorge altivamente-. Además es maravillosamente bonita: Está llena de conejos domesticados. Y en la parte que no se ve hay muchos cormoranes y gaviotas de toda especie. Y el castillo es muy bueno, aunque esté en ruinas.
– Lo que dices es muy interesante -dijo Dick-. Pero, dinos: ¿cómo es posible que la isla sea de tu propiedad, Jorgina?
Jorge miró a Dick con ojos fulgurantes y no se dignó contestar.
– Perdona -dijo Dick apresuradamente-. No era mi intención llamarte Jorgina, sino Jorge.
– Contesta, Jorge, y cuéntanos cómo es posible que la isla te pertenezca -dijo Julián, rodeando con el brazo los hombros de su huraña prima.
Ella se soltó, empujándolo violentamente.
– Quieto -dijo-. Todavía no sé si acabaré siendo amiga vuestra.
– Está bien, está bien -dijo Julián armándose de paciencia-. Puedes ser enemiga de quien te parezca: a nosotros eso nos trae sin cuidado. Pero apreciamos mucho a tu madre y no queremos que piense que no nos gusta tu amistad.
– ¿Apreciáis mucho a mi madre? -dijo Jorge, dulcificando un poco la expresión de sus luminosos ojos-. Ella es muy agradable, ¿verdad? Bueno, está bien: os diré por qué el castillo de Kirrin es mío. Vamos a sentarnos en ese rincón donde nadie pueda oírnos.
Se sentaron todos en un rincón natural que las rocas formaban en la playa, apartado del tránsito de la gente. Jorge dirigió la mirada hacia la pequeña isla de la bahía.
– La cosa es como sigue -dijo-. Hace muchos años los antepasados de mi madre eran propietarios de casi todas estas tierras. Pero se arruinaron y se vieron obligados a venderlo casi todo. Sin embargo, nadie quiso comprar la isla, porque decían que tenía muy poco valor, sobre todo el castillo, que hace ya mucho tiempo que está en ruinas.
– ¡Qué raro que nadie quisiera comprar esa isla tan bonita! -dijo Dick-. Yo, si tuviera dinero, la compraría ahora mismo.
– Todo lo que nos queda de esas propiedades no son más que nuestra casa, "Villa Kirrin", una granja que hay algo más allá y la isla Kirrin -dijo Jorge-. Dice mamá que cuando yo sea mayor seré la dueña de la isla y que ya no la considera como suya, porque ha de ser para mí. Es una isla de mi exclusiva propiedad y nadie puede visitarla sin mi permiso.
Los tres chicos miraron interesados a Jorge. Creían a pies juntillas todo lo que les había contado, porque era evidente que decía la verdad. ¡Qué magnífico tener una isla propia! Verdaderamente, era como para sentirse feliz.
– ¡Oh, Jorgina, digo Jorge! -exclamó Dick-. ¡Qué suerte tienes! Debe de ser una isla estupenda. Espero que nos hagamos amigos y que pronto nos llevarás a verla. No te puedes imaginar las ganas que tengo.
– Sí que me lo imagino -dijo Jorge, contenta por el interés que había causado en sus primos-. Ya veré. Nunca he llevado a nadie allí, a pesar de que me lo han pedido muchas veces las chicas y chicos de estos alrededores. Pero no me eran simpáticos; por eso no los he llevado.
Hubo un corto silencio que los cuatro aprovecharon para volver a mirar hacia la bahía, donde se destacaba limpiamente la isla de Jorge. La marea había bajado. Parecía casi que se podía llegar hasta allí vadeando. Dick preguntó si ello era posible.