– No -dijo Jorge-. Ya os he dicho que sólo se puede ir en bote. Está más lejos de lo que parece y el agua es muy profunda. Tiene rocas y arrecifes por todo el derredor y para llegar allí remando en un bote y evitar que encalle hay que conocer bien el camino. Es bastante peligrosa la costa de esa isla. Muchos barcos se han hundido cuando intentaban pasar por entre las rocas.
– ¡Caramba! -exclamó Julián con los ojos brillantes-. Nunca he visto un barco hundido. ¿Quedan muchos por allí?
– Ahora ya no -dijo Jorge-. Los han sacado casi todos. Sólo queda uno, pero está al otro lado de la isla. Si se va remando por aquel lugar en un día de calma se puede ver desde la superficie del agua un trozo de mástil roto. Ese barco hundido es mío también.
Esta vez costaba más trabajo a los chicos creer las palabras de Jorge. Pero ella confirmó con firmes movimientos de cabeza.
– Sí -dijo-. Era un barco que perteneció a los tatarabuelos de los tatarabuelos de mis tatarabuelos o, por lo menos, a un antecesor mío muy lejano. Estaba cargado de oro, enormes barras de oro, y naufragó en la costa de la isla Kirrin.
– ¡Oooh! Y ¿qué pasó con el oro? -preguntó Ana con sus grandes ojos muy abiertos.
– Nadie lo sabe -repuso Jorge-. Supongo que lo habrán robado. Varias personas han buceado para rescatarlo, pero no lo encontraron.
– ¡Caramba, qué interesante es todo eso! -dijo Julián-. Me gustaría poder ver el barco.
– Quizá podamos verlo esta tarde cuando haya bajado más la marea -dijo Jorge-. El mar está hoy en calma y limpio. Creo que lo podremos ver.
– ¡Oh, qué maravilloso! -exclamó Ana-. ¡Con las ganas que tengo de ver a lo vivo un barco hundido!
Los demás rieron.
– Bueno; no creo que esté muy vivo -dijo Dick-. Jorge: ¿qué te parece si nos diéramos un baño?
– Primero voy a buscar a Timoteo -dijo Jorge, levantando.
– ¿Quién es Timoteo? -dijo Dick.
– ¿Podéis guardarme un secreto? -preguntó Jorge-. Es que no quiero que se enteren en casa.
– Bueno, sigue: ¿qué secreto es ese? -preguntó Julián-. Puedes decírnoslo tranquila. No somos acusicas.
– Timoteo es mi mejor amigo -dijo Jorge-, No puedo hacer, nada sin él. Pero a papá y a mamá no les gusta. Por eso lo tengo escondido en un sitio secreto. Voy a buscarlo.
Jorge echó a correr y desapareció tras las rocas. Los demás quedaron esperándola pasmados, pensando que su primita era la chica más extraña que habían conocido en su vida.
– ¿Quién diablos será Timoteo? -dijo Julián, pensativo-. A lo mejor se trata de algún muchacho pescador de por aquí cuya amistad con Jorge no agrada a sus padres.
Los chicos, sentados en la arena, contemplaban expectantes el lugar por donde había desaparecido Jorge. No tardaron en oír su clara voz procedente de detrás de las rocas.
– ¡Ven, Timoteo, ven!
Se levantaron para ver mejor cómo era Timoteo. Lo que vieron no fue precisamente un muchacho pescador, sino un enorme perro castaño, de raza mixta, que tenía un rabo absurdamente largo y unos enormes hocicos contraídos en extravagante mueca. Daba vueltas alrededor de Jorge, loco de alegría. Ella se acercó corriendo a sus primos.
– Éste es Timoteo. ¿Verdad que es perfecto?
En cuanto a perro, Timoteo distaba mucho de ser una perfección. Era de complexión un tanto deforme: tenía la cabeza demasiado grande, las orejas exageradamente puntiagudas, el rabo larguísimo y, por otra parte, era imposible adivinar a qué raza podía pertenecer. Además producía unas impresiones bastante dispares; perro risueño, alborotador, servicial y torpe, pero en conjunto tan agradable que los chicos se sintieron fascinados por él y lo adoraron desde el primer momento de verlo.
– ¡Oh, qué perro más simpático! -dijo Ana, dándole un cachetito en la húmeda nariz.
– ¡Es estupendo! -dijo Dick. Le dio a Timoteo un amistoso beso, cosa que conmovió al can, el cual se puso a dar saltos de alegría.
– ¡Cómo me gustaría tener un perro como éste! -dijo Julián, a quien le gustaban mucho los perros y siempre había querido tener uno propio-. ¡Oh, Jorge, es maravilloso! ¿No estás orgullosa de él?
La primita sonrió. La emoción y el contento hermoseaban aún más su lindo rostro. Se sentó en la arena y el perro se abalanzó sobre ella, lamiéndole la cara, los brazos y las piernas.
– Lo quiero horrores -dijo-. Me lo encontré hace un año en el pantano y lo llevé a casa. Al principio le gustó a mamá, pero cuando se hizo mayor se volvió terriblemente malo.
– ¿Por qué malo? -preguntó Ana-. ¿Qué hacía?
– Porque, aunque es un perro maravilloso, muerde todo lo que encuentra. Estropeó una alfombra nueva que mamá acababa de comprar; hizo polvo también un sombrero muy bonito que tenía; y a papá le destrozó las zapatillas e hizo trizas muchos papeles. Además ladra fuerte. A mí me gusta que ladre, pero a papá no. Dijo que iba a acabar volviéndose loco. Un día le pegó a Timoteo y yo me enfadé mucho con él.
– Y ¿no te dio una azotaina? -preguntó Ana-. Yo no me atrevería a enfadarme con tu padre: parece de muy mal genio.
Jorge se puso a contemplar la bahía. Su rostro se había vuelto otra vez huraño.
– No le di bastante motivo como para que me castigara -dijo-. Pero lo peor de todo fue cuando papá dijo que eso de tener yo un perro en casa se había acabado; mamá se puso también de su parte y dijo que había que echar al perro. Yo me pasé varios días llorando, y eso que no me gusta llorar. Los chicos no lloran, y a mí me gusta ser como ellos.
– No creas: los chicos también lloran a veces -empezó a decir Ana, mirando a Dick, quien, tres o cuatro años atrás, había sido un perfecto llorón. Dick le dio un fuerte y significativo codazo y ella no volvió a hablar más del asunto.
Jorge miró a Ana.
– Los chicos no lloran -dijo obstinadamente-. Por lo menos yo no he visto llorar a ninguno y yo me aguanto siempre que tengo ganas de llorar. Llorar es cosa de críos. A pesar de todo, cuando me dijeron que tenía que despedirme de Timoteo, no lo pude evitar. Él también lloraba.
Los chicos contemplaron respetuosamente a Timoteo. Nunca, hasta entonces, habían conocido un perro que pudiese llorar.
– ¿Quieres decir que realmente lloraba? -preguntó Ana.
– No del todo -dijo Jorge-. Es demasiado orgulloso para eso. Lo que hizo fue ponerse a aullar y aullar con mucha pena, al darse cuenta de que por causa de él tenía yo el corazón destrozado. Entonces fue cuando me di cuenta de que nunca podría separarme de él.
– Y ¿qué ocurrió entonces? -preguntó Julián.
– Fui a ver a Alfredo, un muchacho pescador que conozco -dijo Jorge-. Y le dije que si quería guardarme el perro en su casa y que a cambio le daría yo todo el dinero que me dieran a mí. Aceptó el trato y desde entonces me guarda a Timoteo. Por eso yo no tengo nunca dinero: todo me lo gasto en el perro. ¡Qué caro me resultas! ¿Verdad, Tim?
– ¡Guau! -ladró Timoteo, dando media vuelta de un formidable salto. Julián le empezó a hacer cosquillas con la mano.
– Y ¿cómo te las arreglas cuando quieres comprar dulces o helados? -preguntó Ana, gran compradora de chucherías.