– No me las arreglo de ninguna manera -repuso Jorge-. No compro nada y ya está.
Sus palabras produjeron terrible impacto en los otros chicos, que consumían en abundancia y con mucha delectación dulces, helados y cosas parecidas. Miraron fijamente a Jorge.
– Pero supongo que los chicos que juegan contigo en la playa te invitarán a veces a tomar dulces o helados, ¿verdad? -preguntó Julián.
– No les dejo -dijo Jorge-. Si yo no puedo corresponderles con nada, es justo que no les admita nada. Por eso rechazo todo lo que me ofrecen.
Se oyó a cierta distancia el tintineo de la campanilla de un vendedor de helados. Julián metió la mano en el bolsillo, sacó unas monedas, se levantó y echó a correr. Al cabo de poco estaba ya de vuelta, portador de cuatro enormes barras de chocolate helado. Dio una a Dick, otra a Ana, y la tercera se la tendió a Jorge. Ésta contempló el helado unos segundos, pero luego denegó con la cabeza.
– No, gracias -dijo-. Ya has oído lo que he dicho. Yo no tengo dinero para comprar helados. Por eso no podré nunca invitaros, y por la misma razón no debo aceptar nada de vosotros. No es justo aceptar cosas de los demás si luego no podemos corresponderles de alguna manera.
– Con nosotros es distinto -dijo Julián, intentando poner la barra de helado en la morena mano de Jorge-. Somos primos tuyos.
– No, gracias -volvió a decir Jorge-. No lo quiero, aunque reconozco que eres muy amable.
Miró serenamente a Julián con sus azules ojos. El muchacho frunció el ceño, haciendo cabalas sobre cuál sería la mejor manera de conseguir que su terca prima aceptara el helado. De pronto sonrió.
– Escucha -dijo-. Tú tienes cosas que ofrecernos a las cuales nosotros no podemos corresponder como es debido. En realidad, tienes muchas cosas de las que nos gustaría disfrutar, si tú quisieras. Deja que disfrutemos con ellas y permite que te correspondamos con helados y cosas así. ¿De acuerdo?
– ¿Qué cosas puedo yo tener que vosotros queráis? -preguntó Jorge, sorprendida.
– Tienes un perro espléndido -dijo Julián, acariciando al pardo animal de raza mixta-. Nos gustaría mucho poder jugar con él siempre que quisiéramos. Tienes una isla maravillosa. Estaríamos encantados si pudiésemos ir a verla. Tienes también un barco hundido en sus aguas. No sabes lo interesante que sería para nosotros acercarnos a los restos y verlos de cerca: con todo eso nos correspondes a nosotros espléndidamente. Todas esas cosas tuyas valen mil veces más que los helados y los dulces. Pero, si quieres, podríamos hacer un contrato para repartir bien todo y que no haya desigualdad.
Jorge miró los pardos ojos de Julián, que estaban fijos en los suyos. No pudo evitar el sentir un ramalazo de simpatía hacia su primo. Por supuesto que no entraba en sus costumbres el hacer contratos de esa naturaleza. Siempre había sido una muchachita solitaria e incomprendida, de fuerte carácter, aunque muy apasionada. Nunca había tenido amigos de verdad. Timoteo fijó su mirada en Julián y comprendió que éste estaba ofreciendo a Jorge algo realmente bueno: nada menos que una magnífica barra de chocolate helado. Se abalanzó sobre él y empezó a lamerle.
– Ya puedes verlo, Timoteo está conforme en formar parte de nuestro contrato -dijo Julián, riendo-. Estoy seguro de que le gustaría mucho tener tres nuevos amigos.
– Sí, eso creo -dijo Jorge, cambiando rápidamente de opinión y cogiendo la barra de chocolate-. Gracias, Julián. Pactaré contigo. Pero ¿verdad que no le diréis a nadie que yo tengo todavía a Timoteo?
– Claro que no -dijo Julián-. Además, no creo que tus padres se acuerden ya de él, después de tanto tiempo. ¿Qué tal el helado? ¿Te gusta?
– ¡Ooooh! ¡Nunca había probado nada tan bueno! -dijo Jorge, saboreándolo-. Está muy frío. Este año no había tomado ninguno. ¡Es sencillamente DELICIOSO!
Timoteo hacía intentos por probar el helado de su amita. Jorge arrancó un trocito y se lo dio. Luego se volvió a sus primos, sonriente.
– Sois muy agradables -dijo-. Al fin y al cabo, me alegro mucho de que hayáis venido a mi casa. Esta tarde cogeremos un bote e iremos remando a la isla para ver si conseguimos ver el barco hundido, ¿queréis?
– ¡Claro que sí! -dijeron los tres hermanos al momento. El mismo Timoteo, como si entendiera todo lo que se hablaba, empezó a mover la cola alegremente.
CAPÍTULO IV. Una tarde emocionante
Poco después estaban todos bañándose en el mar. Los chicos pudieron notar que Jorge nadaba mucho mejor que ellos. Lo hacía con fuerza y muy deprisa. Además podía mantenerse bajo el agua mucho tiempo sin respirar.
– Nadas magníficamente -dijo Julián, admirado-. Es una pena que Ana no lo haga un poco mejor. Ana, tendrás que practicar mucho y duro o nunca podrás hacerlo tan bien como nosotros.
A la hora de comer todos estaban hambrientos. Regresaron por la rocosa senda anhelando que les tuvieran preparadas a la mesa muchas cosas buenas. Su esperanza no quedó frustrada. Les sirvieron carne, empanadillas, queso y flan. Era de ver lo aprisa que dieron cuenta de todo.
– ¿Qué vais a hacer esta tarde? -preguntó la madre de Jorge.
– Jorge nos llevará en un bote a ver el barco hundido que hay al otro lado de la isla -dijo Ana. Su tía quedó muy sorprendida.
– ¿Qué dices? ¿Que Jorge os va a llevar a la isla? -dijo-. ¿Qué te ha pasado, Jorge? ¡Con la de veces que te he pedido que lleves allí a amiguitos tuyos y nunca has querido!
Jorge no dijo nada. Siguió comiendo tranquilamente su empanadilla. Durante toda la comida no había pronunciado palabra. Su padre no había aparecido por el comedor, cosa que tranquilizó a los muchachos.
– Jorge, estoy muy contenta de que te hayas avenido a hacer lo que tu padre te ordenó -siguió hablando la madre. Jorge negó con la cabeza.
– Lo haré no porque me lo hayan mandado, sino porque quiero. No llevaría a nadie a ver mi barco hundido, ni siquiera a la reina de Inglaterra, si no me fuera simpática.
Su madre se echó a reír.
– Está bien. De todos modos, bueno es que tus primos te hayan sido simpáticos -dijo-. Espero que tú les serás a ellos simpática también.
– ¡Oh, sí! -dijo Ana, vehementemente, deseosa de agradar a su extraña prima-. Jorge nos es muy simpática, y también nos ha resultado muy simpático Ti…
Estaba a punto de decir que también les había agradado mucho Timoteo, cuando sintió un fuerte puntapié en el tobillo, cosa que le hizo lanzar un gemido de dolor y saltársele las lágrimas. Jorge la miró con ojos fulgurantes.
– ¡Jorge! ¿Cómo se te ocurre dar un puntapié a Ana, precisamente mientras estaba hablando bien de ti? -le gritó su madre-. Márchate de la mesa inmediatamente. No quiero que te comportes de esa manera.
Sin pronunciar palabra, Jorge se levantó de la mesa y se marchó al jardín. Acababa en aquel momento de coger un trozo de pan y un poco de queso, pero todo lo volvió a dejar en el plato. Sus primitos la miraban consternados. Ana estaba turbadísima. ¡Qué tonta había sido, olvidando que en la casa no se podía hablar de Timoteo!
– ¡Oh, por favor, tía, dígale a Jorge que vuelva! -dijo-. Ella no tenía intención de darme un puntapié. Fue sin querer.