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Pero tía Fanny estaba muy enfadada con Jorge.

– Seguid comiendo -dijo a los tres hermanos-. Jorge está ahora muy huraña. ¡Oh, queridos, qué niña más difícil tengo!

Lo que menos importaba a los tres era que Jorge estuviese huraña. Su preocupación mayor era pensar que a lo mejor desistía de la idea de llevarlos a la isla a ver los restos del barco hundido.

Terminaron de comer en silencio. Su tía fue a ver si tío Quintín quería otra empanadilla. Estaba comiendo solo en su despacho. En cuanto se marchó, Ana cogió rápidamente el pan y el queso que había dejado Jorge en su plato y se fue al jardín. Sus hermanos no la regañaron. Sabían que Ana se iba a menudo de la lengua, pero siempre procuraba luego disculparse y remediar lo mal hecho. Pensaron que era muy valiente yendo a enfrentarse con Jorge.

Jorge estaba en el jardín, echada en el suelo boca arriba al pie de un gran árbol. Ana se le acercó.

– ¡Cuánto siento haber estado a punto de meter la pata, Jorge! -dijo-. Aquí te traigo tu pan y tu queso. Te prometo que nunca más olvidaré que no se puede hablar de Timoteo en tu casa.

– ¡Estoy pensando en no llevarte a ver el barco, niña estúpida! -contestó Jorge.

Ana la escuchó, apabullada. Lo que acababa de oír era precisamente lo que más estaba temiendo.

– Bueno, no me lleves si no quieres. Pero a mis hermanos sí debes llevarlos, Jorge. Al fin y al cabo, ellos no han cometido ninguna estupidez. Pero tú me has dado un puntapié terrible: fíjate qué bulto me has hecho en el tobillo.

Jorge miró el tobillo. Luego miró a Ana a los ojos.

– Pero tú te sentirías muy desgraciada si los llevase a ellos y a ti no, ¿verdad?

– Claro que sí -asintió Ana-. Pero no quiero que por mi culpa se queden ellos sin ver el barco.

Entonces Jorge hizo algo que sorprendió a Ana. ¡Le dio un abrazo! Inmediatamente se sintió avergonzada de sí misma: estaba segura de que los chicos no hacían cosas así. Y por nada del mundo quería dejar de parecer un chico.

– Está bien -dijo ásperamente, cogiendo el pan y el queso que le había traído Ana-. Tú has estado a punto de meter la pata; yo te he dado un puntapié. Así, todo está compensado. Por supuesto que esta tarde podrás venir con nosotros.

Ana regresó a la casa para decirles a sus hermanos que ya estaba todo arreglado. Al cabo de cinco minutos los cuatro corrían alegremente camino de la playa. Había allí un bote al lado del cual esperaba un muchacho, al parecer pescador, de unos catorce años. Junto a él estaba Timoteo.

– El bote está preparado, "señorito" Jorge -dijo, con una leve sonrisa-. Timoteo también está dispuesto.

– Gracias -dijo Jorge. Indicó en seguida a sus primos que se metieran en el bote. Todos se metieron, incluido Timoteo, que movía la cola con alegría. Jorge apartó un poco el bote de la orilla y se introdujo limpiamente en él, sin ayuda de nadie. Luego empuñó los remos.

Remaba espléndidamente. El bote, como una flecha, se deslizaba a través de la azul bahía. El tiempo era espléndido y a los chicos les gustaba mucho sentir el balanceo de la embarcación. Timoteo iba en la proa. Cada vez que una ola le llegaba al nivel de la cabeza se ponía a ladrar violentamente.

Jorge lo arrastró hacia dentro y dijo:

– Si lo vierais cuando hace mal tiempo. En cuanto ve olas grandes se pone a ladrar como un loco y se enfada mucho si le salpican. Pero sabe nadar como nadie.

– ¿Verdad que ha sido una buena idea traer el perro? -dijo Ana, deseosa de borrar la mala impresión que había producido en Jorge con su desliz-. Le he cogido mucho afecto.

– ¡Guau! -ladró Timoteo con voz profunda. En seguida empezó a lamerle a Ana las orejas.

– Apostaría a que se ha enterado de lo que he dicho -dijo Ana, complacida.

– Por supuesto que sí -dijo Jorge-. Se entera al detalle de todo cuanto se habla a su alrededor.

– Estamos ya casi llegando a la isla -dijo Julián, excitado-. Es más grande de lo que parecía desde lejos. ¿Verdad que el castillo es maravilloso?

Estaban ya muy cerca de la isla. Los chicos pudieron observar lo accidentada que era la costa. Estaba plagada de arrecifes y afilados salientes rocosos. Se veía a las claras que para poder atracar era indispensable conocer muy bien el camino que el bote tenía que seguir. Hacia la mitad de la isla y sobre una pequeña colina se destacaba el ruinoso castillo. Estaba construido con grandes piedras blancas. A pesar de sus rotas bóvedas y derrumbadas murallas y torretas conservaba el aspecto de castillo poderoso y señorial. Ahora, abandonado, lo utilizaban los grajos y otras aves para hacer en él sus nidos, y servía también de refugio a las gaviotas, que en su mayor parte descansaban sobre las piedras más altas.

– Parece un castillo de leyenda -dijo Julián-. ¡Cómo me gustaría atracar allí y echarle una ojeada! ¡Sería estupendo poder pasar en la isla una o dos noches!

Jorge paró los remos. Su rostro parecía iluminado.

– ¡Ya lo creo! -dijo entusiasmada-, ¡Nunca me había parado a pensar lo interesante que sería! ¡Pasar una noche en la isla! ¡Nosotros cuatro solos! ¡Llevarnos la comida y hacernos a la idea de que vivimos en ella! ¿Verdad que sería maravilloso?

– Sí -asintió Dick, mientras contemplaba largamente la isla-. ¿Crees que tu madre nos dejaría hacerlo?

– No sé -dijo Jorge-. Tal vez sí. ¿Por qué no se lo preguntáis?

– ¿No podríamos atracar ahora? -preguntó Julián.

– Si queréis ver el barco hundido no tendremos tiempo -dijo Jorge-. A la hora del té tenemos que estar de vuelta y hay el tiempo justo para llegar al otro lado de la isla y volver.

– Yo quisiera ver el barco hundido, claro -dijo Julián, dubitativo-. Oye, déjame remar un poco, Jorge. Todo el tiempo no vas a estar remando tú.

– Puedo hacerlo perfectamente -dijo Jorge-. Aunque me gustaría descansar un poco. Si quieres, ahora, cuando pasemos por entre estas rocas, puedes coger los remos; pero me los devolverás en cuanto lleguemos al otro arrecife. ¡Esta ribera es peligrosísima!

Jorge y Julián cambiaron sus puestos en el bote. Julián remaba bien, pero no tan impetuosamente como su prima. La embarcación se deslizaba suavemente. Rodearon la isla y vieron el castillo desde la otra parte. Aparecía totalmente en ruinas.

– Siempre está azotado por el fuerte viento que viene del mar -explicó Jorge-. Aquí no hay más que montones de piedras, pero un poco más allá hay una caleta donde el mar está tranquilo: parece un puerto. Claro que para llegar allí hay que conocer bien el camino.

Poco después Jorge volvió a coger los remos. Con la firmeza de siempre alejó el bote un tanto de la isla. Luego dejó de remar y contempló desde lejos la orilla.

– ¿Cómo te las arreglas para saber cuándo pasamos por encima del barco hundido? -preguntó Julián, interesado-. Yo no sabría encontrarlo.

– ¿Ves la torrecita de aquella iglesia? -preguntó Jorge-. ¿Ves aquella colina? Pues bien: cuando la torrecita, la colina y las dos torres del castillo estén en línea recta, será señal de que hemos llegado. Hace mucho tiempo que lo comprobé.

Cuando los muchachos, poco después, vieron que la colina, la torrecita de la iglesia y las torres del castillo formaban una línea recta miraron ávidamente debajo del agua a ver si podían atisbar los restos del barco. El mar estaba tranquilo y transparente. Parecía de cristal. Timoteo se dedicó también a explorar sus profundidades con la cabeza inclinada y los ojos fijos en el líquido elemento, dando la impresión de que sabía sobradamente qué es lo que había que descubrir. Al verlo así, los chicos empezaron a reír.