– No hemos llegado todavía al sitio exacto -dijo Jorge, escudriñando, a su vez, las profundidades del mar-. El agua está tan clara que casi se puede ver el fondo, y no hay nada. Aguardad, que voy a virar a la izquierda y remar hasta un poco más allá.
– ¡Guau! -ladró Timoteo, moviendo la cola. Los chicos escudriñaron a través del agua y, por fin, vieron algo.
– ¡Es el barco! -dijo Julián, excitadísimo y a punto de caerse por la borda de tanto como se había asomado-. Veo un trozo de mástil roto. ¡Mira, Dick, mira!
Los cuatro y el perro observaron atentamente lo profundo del agua. Poco después pudieron descubrir la silueta del casco de un barco, bajo el mástil roto.
– Está inclinado sobre un costado -dijo Julián-. Pobre barco. Qué pena me da el pensar que ha tenido que ir poco a poco hundiéndose, sin poder evitarlo. Jorge, me gustaría mucho zambullirme y echarle una ojeada de cerca.
– Hazlo, si quieres -dijo Jorge-. Llevas puesto el traje de baño. Yo también me he zambullido muchas veces para verlo. Esta vez también lo haré. Mientras tanto, Dick puede cuidarse de que el bote no se aleje de aquí. Hay corrientes que pueden desviarle del camino. Dick, tú ve moviendo este remo todo el tiempo para mantener el bote en su sitio.
La primita se quitó los shorts y el jersey y Julián hizo lo mismo. Ambos llevaban puesto el traje de baño debajo de la ropa. Jorge se sumergió en el agua de una magnífica zambullida.
Los demás pudieron contemplar cómo iba hundiéndose, mientras braceaba con fuerza, a pesar de tener contenida la respiración. Al cabo de un rato reapareció en la superficie, casi sin aliento.
– Casi he llegado a tocar el barco -dijo-. Está como siempre: cubierto de algas, lapas y cosas así. ¡Lo que me hubiera gustado poder meterme dentro! Pero no puedo estar tanto tiempo sin respirar. Ve tú ahora, Julián.
Julián se zambulló a su vez: pero no era tan buen nadador como Jorge. No se pudo acercar tanto como ella al barco. Sin embargo, al abrir los ojos pudo contemplar buena parte de la cubierta. Ésta aparecía desoladoramente abandonada. A Julián no le agradó, en verdad, el triste espectáculo que ofrecía. Le producía una especie de sensación amarga y angustiosa que no se podía explicar. Sólo se sintió tranquilo cuando volvió a la superficie del agua, respiró el aire a pleno pulmón y sintió la caricia de los ardientes rayos del sol sobre sus hombros.
Subió al bote.
– Muy interesante -dijo-. ¡Caramba, cómo me gustaría poder ver el barco despacio y con toda tranquilidad y registrar la cubierta y los camarotes! ¡Entonces seguro que encontraría las cajas con las barras de oro!
– Eso es imposible -dijo Jorge-. Ya te dije que mucha gente ha registrado el barco, buceando, y nadie ha encontrado nada. ¿Qué hora es? Tendremos que darnos prisa si no queremos llegar tarde a casa.
Regresaron tan aprisa, que consiguieron llegar con sólo cinco minutos de retraso a la hora del té. Después se fueron a visitar el pantano. A la hora de acostarse estaban todos tan soñolientos que difícilmente podían mantenerse con los ojos abiertos.
– Bueno, buenas noches -dijo Ana, acomodándose bien en la cama-. Hemos pasado un día magnífico. Te estoy muy agradecida.
– Pues yo también he pasado un día magnífico -dijo Jorge precipitadamente-. Os estoy muy agradecida. Me gusta mucho que hayáis venido a pasar las vacaciones a mi casa. Lo vamos a pasar muy bien. ¿Verdad que os ha gustado el castillo y la isla?
– ¡Oh, sí! -dijo Ana.
Aquella noche Ana soñó con montones de barcos hundidos e islas misteriosas. ¿Cuándo accedería Jorge a llevarlos a visitar la suya?
CAPÍTULO V. Una visita a la isla
Tía Fanny organizó un pequeño picnic al día siguiente. Fueron a una caleta que se hallaba no muy lejos de la casa, donde pudieron bañarse y chapotear a su gusto con gran contento de sus corazones. Lo pasaron maravillosamente, pero Julián, Dick y Ana lamentaban en secreto no haber podido visitar aquel día la isla de Jorge, Eso lo preferían a todo.
Jorge estaba disgustada: pero no precisamente por que no le gustasen los picnics, sino porque no podía estar con Timoteo. Como su madre había ido con ellos a la excursión, ella tendría que pasarse un día entero sin ver a su adorado can.
– ¡Mala suerte! -dijo Julián, adivinando la causa del disgusto de su primita-. Lo que no comprendo es por qué no le dices a tu madre lo de Timoteo. Estoy seguro de que no le importará que aquel chico te lo guarde en su casa. Yo sé que a mi madre no le hubiera importado una cosa así.
– No pienso decírselo a nadie más -dijo Jorge-. En casa me riñen por todo. Reconozco que muchas veces tengo yo la culpa, pero ya estoy cansada. Fíjate que papá gana muy poco dinero con los libros que escribe, aunque él quisiera comprarnos muchas cosas que no están a su alcance. Por eso tiene tan mal carácter. Él también querría enviarme a un colegio bueno, pero el dinero no le llega. Yo, por mi parte, me alegro. No tengo ni pizca de ganas de irme a vivir a un colegio. Yo estoy bien aquí. No podría soportar separarme de Timoteo.
– Ya lo creo que te gustaría estar interna en un colegio -dijo Ana-. Nosotros estamos internos todos. Resulta muy divertido.
– No, no me gustaría -dijo Jorge, obstinadamente-. Sería terrible para mí ser una cualquiera entre las demás y pasar el día con montones de chicas riendo y alborotando a mi alrededor. Odio todo eso.
– No, no lo creas -dijo Ana-. Se pasa estupendamente. Estoy segura de que te convendría.
– Si vas a empezar a aconsejarme qué cosas me convendrían, acabaré odiándote también a ti. Papá y mamá siempre están aconsejándome cosas que me convienen -dijo Jorge, con una repentina expresión de dureza en sus ojos-; pero resulta que toda m cosas que me molestan.
– Está bien, está bien -dijo Julián, echándose a reír-. Dios mío, qué ganas me entran de ponerme a fumar cuando te veo. Creo que podría encender un cigarrillo con las chispas que saltan de tus ojos.
Esto hizo reír a Jorge, a su pesar. Era realmente imposible enfadarse con el simpático primo.
Decidieron tomarse el quinto baño del día. Al poco rato estaban chapoteando alegremente en el agua. Jorge aprovechó el tiempo para enseñar a nadar a Ana, quien lo hacía con poco estilo. Jorge se sintió muy orgullosa cuando comprobó que sus lecciones habían dado fruto y que Ana nadaba correctamente ya.
– Oh, gracias -dijo Ana, mientras avanzaba braceando con energía-. Sé que nunca lo haré tan bien como tú, pero, al menos, me gustaría saber nadar como mis hermanos.
Mientras regresaban a casa, Jorge se apartó de los demás para hablar con Julián.
– ¿Te importaría decir que vas a comprar periódicos o algo por el estilo? Así, yo aprovecharía la ocasión, con el pretexto de acompañarte, para ir a hacerle una visita a Timoteo. Debe de estar muy triste, pensando que hoy no le he ido a sacar de paseo.
– Muy bien -dijo Julián-. No necesito comprar periódicos, pero traeré helados. Dick y Ana pueden muy bien cargar con todas las cosas. Voy a pedirle permiso a tu madre.