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Se acercó corriendo a su tía.

– ¿Me dejas que vaya a comprar helados? -preguntó-. No hemos tomado hoy ninguno. No tardaré mucho… ¿Puede venir conmigo Jorge?

– No creo que quiera -dijo su tía-. Pero puedes preguntárselo.

– ¡Jorge, ven conmigo! -gritó Julián, apresurando la marcha en dirección al pueblo. Jorge, con la cara radiante de contento, echó a correr tras él. En seguida lo alcanzó y se puso a su lado, sonriéndole agradecida.

– Gracias -dijo-. Ve tú a comprar los helados y yo iré a visitar a Timoteo.

Se separaron. Julián compró cuatro helados y se volvió en dirección a casa. A la salida del pueblo se paró, esperando a Jorge, a quien vio venir corriendo pocos minutos después. Tenía la cara encendida.

– Está perfectamente -dijo-. ¡No te puedes imaginar lo contento que se ha puesto al verme! ¡Por poco se me sube a la cabeza de un salto! ¡Anda, has comprado también un helado para mí! Eres muy amable, Julián. Te voy a recompensar muy pronto. ¿Qué te parece ir mañana a visitar la isla? ¡Ven! ¡Vamos a decírselo a los demás!

Poco después estaban los cuatro sentados en el jardín, saboreando los helados. Julián les contó lo que Jorge había decidido. Todos saltaron de contento. Jorge estaba satisfechísima. Hasta entonces siempre había rechazado, arrogantemente y dándose mucha importancia, todas las proposiciones que había recibido para llevar a otros a visitar su isla. Pero esta vez lo que la llenaba de contento era pensar que iba a llevar allí a sus primos.

"Siempre había creído que lo mejor de todo era estar sola. Pero ahora lo que más me gusta es ir a la isla con Julián y sus hermanos", pensó, mientras apuraba el helado que le había regalado su primo.

Tía Fanny mandó a los chicos a arreglarse para la cena. Mientras lo hacían, hablaron ávidamente de su próxima excursión a la isla. Ella los escuchaba, sonriente.

– Estoy muy contenta de que Jorge haya decidido enseñárosla -dijo-. ¿Os gustaría llevaros la comida y pasar todo el día en la isla? No vale la pena tomarse el trabajo de remar tanto rato si luego no se disfruta del lugar durante varias horas.

– ¡Oh, tía Fanny! ¡Qué maravilloso sería eso! -gritó Ana.

Jorge levantó la vista.

– ¿Vas a venir tú también, mamá? -preguntó.

– No parece que te entusiasme mucho mi compañía, al fin y al cabo -dijo su madre con tono contrito-. Ayer me di cuenta perfectamente de que te enfurruñaste cuando comprendiste que iba a ir con vosotros a la caleta. No; no os acompañaré mañana, pero estoy segura de que tus primos pensarán que eres una chica muy rara, pues nunca quieres ir a ningún sitio con tu madre.

Jorge no dijo nada. Difícilmente pronunciaba palabras cuando la estaban regañando. Los otros chicos tampoco dijeron nada. Sabían de sobra que lo que le pasaba a Jorge era que no le gustaba pasar otro día sin Timoteo y que a ella no le importaba que su madre les acompañara si no fuera por tal circunstancia.

– De todos modos, tampoco podría ir con vosotros -siguió tía Fanny-. Tengo que arreglar el jardín. Podéis consideraros seguros con Jorge. Maneja un bote igual que un hombre.

Al día siguiente, en cuanto los tres hermanos se levantaron, lo primero que hicieron fue escudriñar el cielo ávidamente. Hacía un tiempo espléndido y el sol brillaba con fuerza.

– ¿Verdad que hace un día maravilloso? -dijo Ana a Jorge mientras se levantaban-. ¡Cómo me gusta ir de excursión un día así!

– Pues, sinceramente, estoy pensando que sería mejor no ir -dijo Jorge, inesperadamente.

– ¡Oh! ¿Por qué? -gimió Ana.

– Me parece que va a haber tormenta -dijo Jorge, mirando por la ventana en dirección sudoeste.

– Pero, Jorge, ¿por qué dices eso? -preguntó Ana impacientemente-. Mira el sol. Además, apenas hay nubes en el cielo.

– El viento es malo -dijo Jorge-. Y fíjate que las olas, junto a la isla, tienen la cresta blanca. Es mala señal.

– ¡Oh, Jorge, nos vamos a llevar el disgusto mayor de nuestra vida si no vamos hoy! -dijo Ana, que difícilmente podía soportar la menor contrariedad-. Además -añadió astutamente-, si nos quedamos hoy en casa por miedo a la tormenta no podremos ver a Timoteo.

– Es verdad -dijo Jorge-. Está bien: iremos. Pero ten en cuenta que probablemente habrá tormenta. En ese caso no vayas a portarte como una criatura miedosa. Lo soportarás tranquilamente sin asustarte.

– No es que me gusten mucho las tormentas -empezó a decir Ana. Pero se calló de pronto al ver la desdeñosa mirada que le lanzaba Jorge.

Mientras se desayunaban, Jorge preguntó a su madre si se podían llevar a la isla la comida, como había prometido el día anterior.

– Sí -dijo su madre-. Tú y Ana me ayudaréis a preparar los bocadillos. Y vosotros, chicos, podéis ir al jardín a recoger unas cuantas ciruelas maduras para llevároslas como postre. Y tú, Julián, puedes ir luego al pueblo a comprar botellas de limonada, o cerveza amarga o cualquier cosa que os guste para beber.

– Traeré refrescos de jengibre -dijo Julián.

Los demás estuvieron conformes. Todos se sentían muy felices. Era algo maravilloso ir a visitar la extraña isla de Jorge. Ésta se regocijaba al pensar que iba a pasar el día con Timoteo.

Por fin empezó la excursión. Lo primero que hicieron fue ir a buscar a Timoteo. Estaba atado en el corral de la casa del pescador amigo de Jorge. Éste también se encontraba allí y, al verla, le hizo un gesto.

– Buenos días, "señorito" Jorge -dijo.

Los tres chicos no acababan de acostumbrarse a que a su prima la llamasen "señorito" Jorge.

– Timoteo anda de cabeza. No para de ladrar -siguió el muchacho-. Estoy seguro de que ha adivinado que usted iba a venir a recogerlo.

– Por supuesto que sí -dijo Jorge, desatando al can. Éste, en cuanto se vio libre, empezó a dar vueltas alborozadamente alrededor de los muchachos con el rabo casi rozando el suelo y tiesas las orejas.

– Este perro corre como un galgo: ganaría todas las carreras -dijo Julián admirativamente-. Claro que en la arena no se le puede notar mucho. ¡Tim! ¡Eh, Tim! ¡Ven aquí y dame los buenos días!

Timoteo se abalanzó de un salto sobre Julián y empezó a lamerle la oreja izquierda, más loco que nunca. Luego, cuando notó que todos emprendían el camino hacia la playa, recobró parte de su compostura y echó a correr tras Jorge. Le lamió las piernas a su amita una y otra vez. Jorge le dio un amistoso tirón de orejas.

Se metieron en el bote y Jorge empezó a apartarlo de la orilla. El pescador les gritó desde lejos, con tono preocupado:

– No estaréis mucho rato, ¿verdad? Creo que va a haber tormenta y no de las suaves.

– Ya lo sé -exclamó Jorge-. Pero seguramente estaremos de vuelta antes de que empiece. Todavía ha de tardar.

Jorge siguió remando en dirección a la isla. Timoteo iba de un extremo a otro del bote, ladrando cada vez que veía una gran ola. Los chicos observaban extasiados la isla, que cada vez se iba acercando más. Les parecía más extraña y misteriosa que el primer día.

– Jorge, ¿dónde vamos a atracar? -preguntó Julián-. No comprendo cómo te las puedes arreglar para pasar por entre estas rocas terribles. Debes de conocer muy bien el camino. A cada momento tengo miedo de que encallemos.