David Baldacci
Los Coleccionistas
The Collectors
Club Camel – #2
A Art y Lynette, con mi amor y respeto.
Y a la memoria de Jewell English.
Capítulo 1
Roger Seagraves salió del Capitolio tras una interesante reunión que, curiosamente, poco había tenido que ver con la política. Al atardecer, se quedó sentado a solas en el salón de su modesta casa en las afueras tras tomar una importante decisión. Tenía que matar a una persona, y esa persona era un blanco muy relevante. En vez de considerarlo una empresa desalentadora, Seagraves lo veía como un reto que merecía la pena.
A la mañana siguiente, Seagraves fue a su despacho del norte de Virginia en coche. Sentado en su escritorio, en un espacio pequeño y revuelto que era exactamente igual a los demás cubículos de trabajo situados a ambos lados del pasillo, reunió mentalmente las piezas críticas de su misión. Al final Seagraves llegó a la conclusión de que lo haría él mismo, porque no deseaba confiar tal empresa a un tercero. Había matado muchas veces; la única diferencia era que, en esta ocasión, no lo haría por su Gobierno. Este asunto era completamente personal.
Dedicó la jornada laboral de los dos días siguientes a preparar con cuidado la importante misión que tenía entre manos. Todas sus acciones se basaban en tres imperativos: (1) sencillez; (2) tener prevista cualquier eventualidad; (3) no dejarse llevar por el pánico por mucho que se desbaraten los planes, lo cual había ocurrido en alguna ocasión. Ahora bien, si hubiera una cuarta norma sería: aprovecharse de que la mayoría de las personas son idiotas cuando se trata de cosas realmente importantes, como su supervivencia. Error que él nunca había cometido.
Robert Seagraves tenía cuarenta y dos años; soltero y sin hijos. Sin duda, una esposa y descendencia habrían complicado su estilo de vida poco ortodoxo. En su profesión anterior, con el Gobierno federal, había asumido identidades falsas, y viajado por todo el mundo. Por suerte, cambiar de identidad era increíblemente fácil en la era de la informática. Unos cuantos clics en el ordenador, se activaba un servidor de algún lugar de la India y en la impresora láser de su casa aparecía un nuevo yo con toda la documentación oficial y con crédito a su disposición.
De hecho, Seagraves podía comprar todo lo que necesitaba en un sitio web que exigía una contraseña bien protegida. Era como una especie de grandes almacenes para los criminales, llamada a veces por su clientela de malhechores «MalBay». Allí se podía comprar desde documentos de identidad de primera categoría hasta números de tarjeta de crédito robados, pasando por los servicios de matones profesionales o armas esterilizadas si lo que uno deseaba era cometer el crimen personalmente. Él solía obtener el material necesario de un distribuidor que tenía un índice de aprobación del 99% por parte de sus clientes y garantía de devolución del dinero si la compra no satisfacía. Incluso a los asesinos les gustaba apostar por la calidad.
Roger Seagraves era alto, fornido y apuesto, con una buena mata de pelo rubio ondulado; a primera vista, parecía despreocupado y poseía una sonrisa contagiosa. Prácticamente todas las mujeres se volvían para mirarlo, igual que algunos hombres envidiosos, y él solía sacarle partido a ese atractivo. Cuando uno tiene que matar o engañar, emplea cualquier herramienta a su alcance de la manera más eficaz, posible. Eso también se lo había enseñado su Gobierno. Aunque estrictamente hablando seguía trabajando para Estados Unidos, también trabajaba para sí mismo. Su plan de pensiones «oficial» distaba mucho de ofrecerle el retiro de calidad que creía merecer después de tantos años arriesgando la vida por la bandera roja, blanca y azul. Que, para él, había sido eminentemente «roja».
La tercera tarde después de su esclarecedora visita al Capitolio, Seagraves modificó sutilmente sus rasgos y se enfundó varias capas de ropa. Cuando oscureció, se dirigió en una furgoneta a los barrios ricos del noroeste de la capital, donde las embajadas y mansiones privadas contaban con guardas paranoicos que patrullaban por sus recintos.
Estacionó en un pequeño patio, detrás de un edificio que había frente a un club muy exclusivo ubicado en una imponente mansión georgiana de obra vista que abastecía a gente adinerada y obsesionada por la política, cuya calaña abundaba en Washington más que en cualquier otra ciudad del mundo. A esta gente le encantaba reunirse en torno a comidas pasables y vinos mediocres para charlar de sondeos, políticas y clientelismo hasta la saciedad.
Seagraves llevaba un chándal azul con la palabra «Mantenimiento» serigrafiada en la espalda. La copia que había hecho con anterioridad encajaba en la sencilla cerradura del edificio vacío que estaba a la espera de una renovación completa. Caja de herramientas en mano, subió las escaleras de dos en dos hasta el último piso y entró en una sala que daba a la calle. Iluminó el espacio con una linterna de bolsillo y se fijó en la única ventana existente. La había dejado abierta y bien engrasada la última vez que había estado allí.
Abrió la caja de herramientas y montó rápidamente el rifle de francotirador. A continuación acopló el silenciador a la boca del cañón, introdujo un solo cartucho -tenía una seguridad absoluta-, avanzó sigilosamente y abrió la ventana apenas cinco centímetros, lo suficiente para que el cañón encajara en la abertura. Consultó la hora y recorrió la calle con la mirada desde su atalaya sin preocuparse demasiado por que pudieran verlo, pues el edificio estaba totalmente a oscuras. Además, el rifle no tenía firma óptica y contaba con tecnología Camoflex, por lo que cambiaba de color según el entorno.
«Ah, cuánto ha aprendido la raza humana de la humilde palomilla.» Cuando la limusina y el primer coche de seguridad se detuvieron frente al club, apuntó a la cabeza de uno de los hombres que salió del majestuoso vehículo, pero no disparó. Aún no había llegado el momento. El socio entró en el club con sus guardaespaldas a la zaga, provistos de pinganillos y cuellos gruesos que sobresalían de las camisas almidonadas. Observó cómo la limusina y el vehículo de seguridad se marchaban.
Seagraves volvió a consultar el reloj: faltaban dos horas. Siguió escudriñando la calle mientras berlinas y taxis dejaban a mujeres serias engalanadas no con quilates de De Beers y telas de Versace, sino con trajes de chaqueta elegantes pero de confección y bisutería de buen gusto, las antenas sociales y políticas desplegadas al máximo. Los hombres de expresión seria que las acompañaban llevaban trajes oscuros de raya diplomática, corbatas sosas y lo que parecía mal carácter.
«La situación no mejorará, señores, créanme.»Transcurrieron ciento veinte lentos minutos, y su mirada no se apartó ni una sola vez de la fachada de obra vista del club. A través de los ventanales intuía el movimiento continuo de gente que sostenía su copa y murmuraba en tono bajo y conspirador.
«Bueno, llegó el momento de ponerse manos a la obra.»Volvió a escudriñar rápidamente la calle. Ni una sola alma miraba en su dirección. La experiencia le decía que nunca lo hacían. Seagraves esperó pacientemente hasta que el objetivo atravesó su retícula por última vez y entonces apretó el gatillo con el dedo enguantado. No le agradaba especialmente disparar a través del cristal de una ventana, aunque eso no afectaría a la trayectoria del armamento empleado.
¡Zap! Enseguida se oyó el tintineo del cristal y el golpe seco de un hombre rechoncho al ser abatido sobre un suelo de roble bien encerado. El honorable Robert Bradley no había sufrido dolor alguno con el impacto. La bala le había matado el cerebro antes de que enviara la señal a la boca para empezar a gritar. «De hecho, no es una mala forma de morir.»Seagraves posó el rifle tranquilamente y se quitó el chándal, que dejó al descubierto el uniforme de policía de Washington D.C. que llevaba debajo. Se puso una gorra a juego que se había traído y bajó las escaleras que conducían a la puerta trasera. Al salir del edificio oyó los gritos del otro lado de la calle. Sólo habían transcurrido diecinueve segundos desde el disparo; lo sabía porque los había contado mentalmente. Ahora avanzaba con rapidez por la calle mientras seguía cronometrando el tiempo en su cabeza. A continuación, oyó el potente gemido del motor de un coche que indicaba que la escena se representaba puntualmente. Entonces empezó a correr al tiempo que sacaba la pistola. Tenía cinco segundos para llegar allí. Dobló la esquina y el sedán que circulaba a toda velocidad casi estuvo a punto de atropellado. En el último momento saltó a un lado, dio una vuelta y apareció en medio de la carretera.