– Sí. Es una tragedia, la verdad. Estaba en plena forma. Acababan de hacerle un chequeo cardiológico completo en el Hopkins. Pero supongo que a cualquiera puede darle un ataque al corazón.
– ¿Eso es lo que fue, un ataque al corazón? -preguntó Stone.
Caleb se mostró indeciso:
– ¿Qué otra cosa iba a ser? ¿Una embolia?
– En términos estadísticos, probablemente fuera un ataque al corazón -intervino Milton-. Es la primera causa de lo que llaman muerte súbita en este país. De hecho, cualquiera de nosotros podría desplomarse en un momento dado y morir antes de llegar al suelo.
– Joder, Milton -replicó Reuben-, ¿tienes que ser tan asquerosamente optimista?
– Hasta que se conozcan los resultados de la autopsia, lo único que podemos hacer es especular-señaló Stone-. Tú no viste a nadie más en la zona de cámaras, ¿verdad?
Caleb miró a su amigo:
– No.
– Pero te desmayaste muy rápido, por lo que a lo mejor no viste si había alguien en la cuarta planta.
– Oliver, no se puede entrar en la cámara acorazada sin la tarjeta. Y hay una cámara en la puerta.
Stone se quedó pensativo.
– Primero asesinan al presidente de la Cámara de Representantes y, ahora, el director del Departamento de Libros Raros muere en circunstancias un tanto misteriosas.
Reuben lo observó con recelo.
– Dudo que ahora los terroristas vayan a por mercachifles de libros, así que no conviertas esto en otra gran conspiración que va a poner en peligro el equilibrio mundial. A mí me basta con un Apocalipsis al mes, muchas gracias.
Stone parpadeó.
– De momento, pospondremos el tema hasta que sepamos más.
– Puedo llevarte a casa, Caleb -dijo Reuben-. Tengo la moto.
Reuben se enorgullecía de su motocicleta Indian de 1928, cuya particularidad era que llevaba el sidecar a la izquierda.
– Creo que no estoy preparado, Reuben. -Caleb calló un momento antes de añadir-: La verdad es que le tengo pavor a ese ar-tilugio tuyo.
Una enfermera entró en la habitación, tomó las constantes vitales al paciente y le puso el termómetro en la axila izquierda.
– ¿Podré irme pronto a casa? -preguntó Caleb.
Cogió el termómetro y observó qué marcaba.
– Te ha subido la temperatura a un valor casi normal. Y sí, creo que el médico está preparando los papeles del alta.
Mientras se ultimaban los preparativos para darle el alta a Caleb, Stone se llevó a Reuben a un lado.
– Tenemos que estar pendientes de Caleb durante un tiempo.
– ¿Por qué? ¿Crees que tiene algo grave?
– No, lo que no quiero es que le pase algo grave.
– Ese tipo murió de un ataque al corazón, Oliver. Pasa todos los días.
– Pero no es tan probable en una persona que acaba de salir del Johns Hopkins en perfecto estado de salud.
– Vale, pues se le reventó un vaso sanguíneo o se cayó y se partió la crisma. Ya has oído a Caleb: el hombre estaba solo.
– Según Caleb estaba solo, pero no puede estar seguro al cien por cien.
– ¿Y la cámara de seguridad y la tarjeta? -protestó Reuben.
– Todo eso es importante, y quizá confirme que Jonathan De-Haven estaba solo cuando murió. Pero no demuestra que no lo mataran.
– Venga ya, ¿quién iba a querer ajustar cuentas con un bibliotecario? -preguntó Reuben.
– Todo el mundo tiene enemigos; lo que pasa es que, en algunos casos, hay que esforzarse más en encontrarlos.
Capítulo 8
– ¿Qué tal se ve? -preguntó Leo Richter por el auricular del teléfono mientras tecleaba unos números. Estaba sentado en el coche, delante de un cajero automático de Beverly Hills. En una furgoneta aparcada al otro lado de la calle, Tony Wallace, dependiente canallesco de una boutique hasta hacía poco, examinaba las imágenes de vídeo que recibía en una pantalla.
– Genial. Tengo un primer plano de tus dedos introduciendo el PIN. Y un buen plano de la parte delantera de la tarjeta. Ampliando la imagen congelada, leo toda la información.
La noche anterior habían cambiado la caja metálica que contenía folletos de banco y que estaba atornillada al lateral del cajero automático por una caja fabricada por Tony. Antes, éste había robado una caja de otra máquina y construido una réplica exacta en el garaje de la casa de alquiler en la que Annabelle los tenía alojados. En el interior de la caja de folletos falsa, Tony había colocado una videocámara con batería inalámbrica que enfocaba el teclado y la ranura para tarjetas del cajero automático. La cámara enviaba la imagen hasta los doscientos metros, mucho más allá de donde se hallaba la furgoneta.
Era una réplica tan perfecta que ni siquiera Annabelle fue capaz de encontrarle un fallo. Este dispositivo captaba todos los números de las tarjetas, incluido el código de verificación insertado en la banda magnética, y los enviaba sin cables a un receptor de la furgoneta.
Annabelle estaba sentada junto a Tony. Al otro lado se encontraba Freddy Driscoll, que se había dedicado a vender Gucci y Rolex falsos en el muelle de Santa Mónica hasta toparse con Annabelle y Leo. Freddy se encargaba de otra cámara de vídeo enfocada hacia el exterior de las ventanillas tintadas de la furgoneta.
– Tengo una imagen clara de los coches que pasan y de las matrículas -informó.
– Vale, Leo -dijo Annabelle por el auricular-. Sal de ahí y deja que circule el dinero de verdad.
– ¿Sabes qué? -dijo Tony-. En realidad, no necesitamos la cámara en el cajero, porque tenemos el lector de tarjetas. No hace falta.
– A veces falla la transmisión del lector -dijo Annabelle, observando la pantalla de televisión que tenía delante-. Y, si perdemos un número, la tarjeta no nos sirve. Además, la cámara nos proporciona información que el lector no da. Sólo vamos a hacerlo una vez, así que hay que evitar cualquier posible error.
Se pasaron los dos días siguientes en la furgoneta, mientras la cámara del cajero automático y el lector capturaban la información de las tarjetas de crédito y de débito. Annabelle fue emparejando metódicamente esta información con los coches y las matrículas que pasaban por el carril del cajero automático, cargándolo todo en una hoja de cálculo en un portátil. Annabelle también establecía prioridades:
– Los Bugatti Veyron, Saleen, Pagani, Koenigsegg, Maybach, Porsche Carrera GT y Mercedes SLR McLaren tienen cinco estrellas. El Bugatti cuesta un millón y cuarto de dólares y los demás cuestan entre cuatrocientos mil y setecientos mil dólares. Los Rolls-Royce, Bentley y Aston Martin tienen cuatro estrellas. Los Jaguar, BMW y Mercedes normales tienen tres estrellas.
– ¿Qué me dices de los Saturn, Kia y Yugo? -preguntó Leo en broma.
Al término de los dos días se reunieron en la casa alquilada.
– Preferimos la calidad a la cantidad -afirmó Annabelle-. Treinta tarjetas. Es todo lo que necesitamos.
Leo repasó la hoja de cálculo:
– Perfecto, porque tenemos veintiún cinco estrellas y nueve cuatro estrellas, todos ellos emparejados con sus respectivos números de tarjeta.
– Los Ángeles es el único sitio en el que se ven pasar dos Bugatti Veyron por el mismo cajero -comentó Tony-. Mil caballos de potencia, velocidad máxima de cuatrocientos kilómetros por hora y gasolina que cuesta una fortuna. ¿De dónde saca la gente tanto dinero?
– Del mismo sitio que nosotros. Se lo roban a otros -respondió Leo-. Sólo que, por algún motivo, la ley determina que lo que ellos hacen es legal.
– Me enfrenté a la ley y la ley ganó -canturreó Tony. Miró a Annabelle y a Leo-. ¿Habéis estado en la cárcel alguna vez?
Leo empezó a barajar unos naipes.
– Es un tío realmente gracioso, ¿verdad?
– Oye, ¿cómo es que también has anotado las matrículas? -inquirió Tony.
– Nunca se sabe cuándo pueden resultar útiles -respondió vagamente Annabelle.