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Miró a Freddy, que revisaba el material expuesto en una mesa grande de la sala contigua. Había una pila de tarjetas de crédito en blanco y una impresora de tinta térmica.

– ¿Tienes todo lo que necesitas? -preguntó ella.

El asintió y observó las herramientas satisfecho mientras se pasaba la mano por el pelo algodonoso.

– Annabelle, diriges una operación de primera clase -dijo.

Al cabo de tres días, Freddy había fabricado treinta tarjetas falsas, dotadas de los gráficos de color correspondientes y una banda magnética con el código de verificación del banco, además de grabado el nombre de la víctima y su número de cuenta en el anverso. El toque final había sido el holograma, una medida de seguridad que los bancos utilizaban desde principios de los años ochenta. La única diferencia era que los hologramas de verdad estaban incrustados en la tarjeta, mientras que el falso estaba adherido a la superficie; algo que un cajero automático no distinguía.

– En Internet se pueden comprar todos los números de tarjeta de crédito que quieras -comentó Tony-. Es lo que hacen los profesionales.

– Y yo te garantizo que ninguna de esas tarjetas «rápidas» pertenece al propietario de un Bugatti -replicó Annabelle-. Salvo por pura casualidad.

Leo dejó de barajar las cartas y encendió un pitillo.

– Probablemente te lo dijera un profesional, chico, para que no empezaras a hacerlo de forma inteligente y compitieras con él. El buen estafador intenta disuadir a sus posibles competidores.

– ¡Joder, qué estúpido he sido! -exclamó Tony.

– La verdad es que sí-convino Annabelle-. Bueno, el plan es el siguiente -se sentó en el brazo de una silla-: he alquilado coches para todos nosotros con identidades falsas. Vosotros tres cogéis ocho tarjetas cada uno, y yo cogeré seis; lo cual suma un total de treinta. Por separado, iréis a cuarenta cajeros automáticos del área metropolitana y realizaréis dos transacciones en cada una de ellas. Alternaréis las tarjetas en cada cajero, de forma que al final habréis accedido diez veces a cada cuenta.

– Tengo una lista con todos los cajeros automáticos. Y he marcado el recorrido para cada uno de vosotros. En todos se puede entrar non el coche, y están muy cerca los unos de los otros. Nos disfrazaremos para las cámaras de los cajeros; tengo ropa y accesorios para todos.

– Pero sólo se puede sacar una cantidad limitada de dinero al día -apuntó Freddy-. Para protegerse de las tarjetas robadas.

– Teniendo en cuenta las víctimas que nos hemos buscado, seguro que tendrán límites de reintegro generosos. A la gente que lleva coches de setecientos mil dólares no le gusta tener un límite de trescientos dólares en la tarjeta. Según mis contactos en el mundo de la banca, el límite inicial suele ser de dos mil quinientos dólares. Pero, aparte de eso, las tarjetas falsas nos dan acceso a todas las cuentas de la víctima, las de ahorro y las corrientes. Si pasamos dinero de la cuenta de ahorro a la cuenta corriente para cubrir con creces la cantidad que retiramos, entonces la máquina lo contabilizará como un extra y anulará el límite de extracción de la tarjeta, sea cual sea.

– O sea que si traspasamos, por ejemplo, cinco mil de la cuenta de ahorro a la cuenta corriente y retiramos cuatro mil, ni siquiera contará como reintegro neto de la cuenta corriente -añadió Leo.

– Eso es.

– ¿Estás seguro? -preguntó Tony.

– El mes pasado hice un ensayo con diez de los bancos más importantes, y funcionó todas las veces. Se trata de un pequeño fallo de software en el que todavía no se han centrado. Hasta que se den cuenta, podemos hacer nuestro agosto.

Leo sonrió y se puso otra vez a barajar las cartas:

– Después de este golpe, seguro que se centran en el tema.

– ¿Por qué no hacemos ocho transacciones en cada cajero, una para cada tarjeta? -. Así no tendríamos que ir a tantos bancos.

– Porque resultaría un poco sospechoso introducir ocho tarjetas en el cajero mientras hay gente esperando -respondió Annabelle, en tono impaciente-. Con dos tarjetas, da la impresión de que ha habido un fallo y de que vuelves a introducir la misma tarjeta.

– Ah, el joven delincuente, tan descontrolado e ignorante -musitó Leo.

Annabelle les pasó unas libretas de tres anillas a todos ellos.

– Aquí tenéis los PIN de cada tarjeta y las cantidades exactas que traspasaréis en cada cajero a la cuenta corriente para luego retirarlas. Cuando acabemos, quemaremos las libretas. -Se levantó, se acercó a un armario y les lanzó unos talegos-. Aquí tenéis vuestros disfraces, y utilizad los talegos para llevar el dinero. -Volvió a sentarse-. Os he adjudicado diez minutos en cada banco. Estaremos en contacto permanente. Si veis algo raro en algún cajero, pasad de largo e id al siguiente.

Freddy observó las cantidades especificadas en su libreta.

– Pero ¿y si no tienen saldo suficiente para cubrir la transferencia? Me refiero a que, a veces, incluso los ricos se quedan sin fondos.

– Tienen el dinero. Ya lo he comprobado -aseguró Annabelle.

– ¿Cómo? -preguntó Tony.

– He llamado a su banco, he dicho que era vendedora y he preguntado si había saldo suficiente en la cuenta de ahorro para pagar una factura de cincuenta mil dólares que me debían.

– ¿Y te lo han dicho así como así? -preguntó Tony.

– Siempre te lo dicen, chico -respondió Leo-. Sólo hay que saber cómo preguntar.

– Y durante estos dos días he visitado la casa de todas las víctimas -añadió Annabelle-. A primera vista, todas me han parecido costar, por los menos, cinco millones. En una de las mansiones había dos Saleen. Los dólares estarán en la cuenta.

– ¿Has visitado las casas? -preguntó Tony.

– Como te ha dicho la señora, las matrículas resultan muy útiles -comentó Leo.

– El botín total será de novecientos mil dólares, una media de treinta mil por tarjeta -prosiguió Annabelle-. Los bancos en los que vamos a operar sacan los extractos de las cuentas de los cajeros automáticos en ciclos de doce horas. Acabaremos mucho antes de que eso ocurra. -Miró a Tony-. Y, por si a alguien le entra la tentación de largarse con la pasta, en la próxima estafa vamos a conseguir el doble que en ésta.

– Oye -dijo Tony en tono ofendido mientras se pasaba la mano por el pelo bien peinado-, esto es divertido.

– Sólo es divertido si no te pillan -puntualizó Annabelle.

– ¿Te han pillado alguna vez? -volvió a preguntar Tony.

A modo de respuesta, Annabelle le dijo:

– ¿Por qué no te lees lo que pone en tu libreta? Así no cometerás ningún error.

– Sólo hay que operar en el cajero automático. No tendré ningún problema.

– No era una sugerencia -le dijo ella fríamente, antes de abandonar la estancia.

– Ya la has oído, chico -dijo Leo, sin esforzarse demasiado por reprimir una sonrisa.

Tony farfulló algo entre dientes y salió enfadado de la sala.

– Nos oculta algo, ¿verdad? -comentó Freddy.

– ¿Te gustaría trabajar con un estafador que no lo hiciera? -replicó Leo.

– ¿Quién es?

– Annabelle -respondió Leo.

– Eso ya lo sé, pero ¿cuál es su apellido? Me sorprende que no se haya cruzado en mi camino con anterioridad. El mundo de la estafa de altos vuelos es bastante pequeño.

– Si hubiera querido que lo supieras, te lo habría dicho ella misma.

– Venga ya, Leo -dijo Freddy-. Tú lo sabes todo de nosotros. Y no soy ningún novato. Además, no saldrá de aquí.

Leo se lo pensó, antes de decir en voz baja:

– Bueno, tienes que jurarme que te llevarás el secreto a la tumba. Y, si le cuentas que te lo he dicho, lo negaré y luego te mataré. Lo digo en serio. -Se calló mientras Freddy se lo juraba-. Se llama Annabelle Conroy -dijo Leo.

– ¿Paddy Conroy? -dijo Freddy enseguida-. De él sí que he oído hablar. Supongo que son parientes.