La gente le gritaba desde el otro lado de la calle, señalando el coche. Se giró, sujetó la pistola con ambas manos y disparó al sedán. Las balas de fogueo sonaban bien, igual que las de verdad. Disparó cinco veces y luego esprintó calle abajo media manzana y se introdujo en lo que parecía un coche de policía camuflado que estaba estacionado allí; persiguió al sedán que huía rápidamente mientras la sirena tronaba y las luces de la parrilla relampagueaban.
El coche al que «perseguía» giró a la izquierda en la siguiente intersección, luego a la derecha y bajo por un callejón, en medio del cual se detuvo. El conductor salió rápidamente, se introdujo en el Volkswagen Escarabajo color verde lima que había estacionado delante de su vehículo y se marchó en él.
En cuanto ya no resultaba visible desde el club, las luces y la sirena del supuesto coche de policía se apagaron mientras éste abandonaba la persecución y se dirigía en sentido opuesto. El hombre que iba al lado de Seagraves no lo miró ni una sola vez cuando subió al asiento trasero y se quitó el uniforme de policía. Bajo la ropa de policía llevaba un traje ajustado de una sola pieza para hacer footing y no se quitó las zapatillas de deporte negras. En el suelo del coche había un labrador negro de seis meses con bozal. El vehículo tomó una calle secundaria, giró a la izquierda en el cruce siguiente y se paró en un parque que estaba desierto porque era muy tarde. La puerta trasera se abrió, Seagraves se apeó y el coche continuó a toda velocidad.
Seagraves sujetaba la correa con fuerza al tiempo que él y su «mascota», iniciaban su paseo «nocturno». Cuando giraron a la derecha en la esquina siguiente, se cruzaron con cuatro coches patrulla de la policía que iban a toda velocidad. Ni una sola cabeza del convoy policial le dedicó una mirada.
Al cabo de un minuto, en otra parte de la ciudad, una bola de fuego surcó el cielo. Era la casa alquilada del difunto que, afortunadamente, estaba vacía. En un principio lo achacaron a una fuga de gas que se había inflamado. Pero, como había coincidido con el asesinato de Bob Bradley, las autoridades federales buscarían otras explicaciones; aunque no iba a ser tarea fácil.
Después de correr a lo largo de tres manzanas Seagraves abandonó al perro, subió a un coche que lo esperaba y, en menos de una hora, estaba en su casa. Mientras tanto, el Gobierno de Estados Unidos, tendría que encontrar a otro presidente de la Cámara de Representantes para sustituir al recientemente fallecido Robert Bob Bradley. «No debería ser demasiado complicado», musitó Seagraves mientras conducía camino del trabajo al día siguiente, después de leer un artículo sobre el asesinato de Bradley en el periódico matutino. «Al fin y al cabo, esta dichosa ciudad está llena de putos políticos. ¿Putos políticos? No es una mala descripción.» Detuvo el vehículo junto a la verja de seguridad, mostró su placa de identificación y el guarda armado que lo conocía bien le permitió el paso.
Atravesó la puerta delantera del extenso edificio de Langley, Virginia, pasó por otras garitas de seguridad y luego se dirigió a su despacho de 2,50 por 3 metros idéntico a los demás y atestado de cosas. En la actualidad, era un burócrata de nivel medio cuya principal función consistía en servir de enlace entre su organización y el incompetente estúpido del Capitolio al que habían elegido para el cargo. No era ni mucho menos tan arduo como su anterior trabajo allí y representaba una recompensa por su meritorio servicio. Ahora, a diferencia de hacía unas cuantas décadas, la CIA permitía que sus agentes «especiales» salieran del ostracismo en cuanto alcanzaban cierta edad en la que se perdían reflejos y la ilusión por el trabajo.
Cuando Seagraves repasaba unos aburridos documentos, se dio cuenta de lo mucho que había añorado matar. Imaginaba que las personas que habían matado para ganarse la vida nunca acababan de superar la sed de sangre. Al menos la noche anterior le había devuelto parte de su vieja gloria.
Un problema menos, aunque seguramente enseguida aparecería otro. No obstante, Roger Seagraves era un experto en solucionar problemas. Lo llevaba en la sangre.
Capítulo 2
Una vieja fábrica de ladrillos escupía grandes nubes de humo negro, que probablemente contenía suficientes agentes cancerígenos para arrasar a una o dos generaciones desprevenidas, a un cielo ya ennegrecido por los nubarrones. En un callejón de esta ciudad industrial condenada a muerte por los míseros sueldos que se pagaban en ciudades mucho más contaminadas de China, una pequeña multitud se había arremolinado en torno a un hombre. No se trataba de la escena de un crimen con cadáver incluido, o de alguien que emulaba en la calle el talento de Shakespeare para la interpretación, ni siquiera de un predicador de voz poderosa que vendía a Jesús y la salvación por una modesta contribución a la causa. Era lo que en el mundillo se llamaba «trilero», y estaba haciendo todo lo posible para esquilmar a la multitud mediante un juego de azar con naipes llamado trile.
Los compinches del timador hacían su función apostando y ganando de vez en cuando para que la gente confiara en un golpe de suerte. El «vigía» estaba un poco aletargado. Al menos eso dedujo la mujer que los observaba desde el otro lado de la calle, por sus gestos y expresión apática. No conocía al «musculitos» que también formaba parte de este grupo de timadores; pero tampoco parecía excesivamente duro, sólo blancuzco y lento. Los dos señuelos eran jóvenes y enérgicos y su función era atraer un flujo continuo de inocentes a un juego de cartas en el que nunca ganarían.
La mujer se acercó, contemplando cómo la multitud entusiasmada aplaudía o gemía dependiendo de si la apuesta se ganaba o se perdía. Había empezado su carrera como compinche de uno de los mejores trileros del país. Ese timador en concreto podía montar una mesa en prácticamente cualquier ciudad y largarse al cabo de una hora con, por lo menos, veinte mil dólares en el bolsillo sin que los jugadores tuvieran ni idea de que habían sido víctimas de algo más que de la mala suerte. Aquel trilero era excelente y por un buen motivo: había tenido el mismo maestro que ella. Según su experta mirada, utilizaba la técnica de carta doble reina al frente con la que sustituía la carta de atrás por la reina en el momento crítico de la entrega; porque ésa era la clave del juego.
El objetivo bien simple del trile, como el del juego de los cubiletes en que se basa, era adivinar dónde estaba la reina del trío de cartas de la mesa después de que el estafador las mezclara a una velocidad de vértigo. Resultaba imposible si la reina ni siquiera estaba encima de la mesa en el momento de la elección. Luego, un segundo antes de revelar la posición «correcta» de la reina, el trilero sustituía una de las cartas por la reina y mostraba al grupo dónde se suponía que había estado todo el rato. Con este sencillo truco habían timado a marqueses y marines y a todo tipo de gente desde que las cartas se inventaron.
La mujer se escondió detrás de un contenedor de basura, cruzó la mirada con alguien que estaba entre la multitud y se colocó unas grandes gafas de sol oscuras. Al cabo de un momento, una guapa apostante vestida con minifalda distrajo por completo al vigía. Se había agachado delante de él para recoger unas monedas que se le habían caído al suelo y le había permitido disfrutar de una buena vista de su trasero firme y del tanga rojo que hacía poco por cubrirlo. No era de extrañar que el vigía pensara que había tenido una suerte tremenda. Sin embargo, igual que con el trile, la suerte no tenía nada que ver. La mujer había pagado con anterioridad a la chica de la minifalda para que hiciera ese gesto cuando se lo indicara poniéndose las gafas. Esta sencilla técnica de distracción había funcionado con los hombres desde que las mujeres empezaron a usar ropa.