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– Está claro que tienes que salir más, Leo, y mejorar tus conocimientos de informática.

Al cabo de unos minutos, Annabelle entró con Leo en una bou-tique de ropa lujosa. Les recibió un joven esbelto y apuesto vestido de riguroso negro, el pelo rubio engominado hacia atrás, con una moderna barba incipiente de un día.

– ¿Hoy estás aquí solo? -le preguntó Annabelle, mirando a la rica clientela de la tienda. Sabía que eran ricos porque los zapatos más baratos costaban mil dólares, lo cual daba derecho al afortunado propietario a ir tropezando por los campos de golf hasta torcerse el talón de Aquiles.

El asintió:

– Pero me gusta trabajar en la tienda. Soy muy servicial.

– No lo dudo -respondió Annabelle con un susurro.

Esperó a que los otros clientes se marcharan de la tienda y puso el cartel de CERRADO en la entrada. Leo llevó una blusa de mujer a la caja mientras Annabelle se paseaba por detrás del mostrador. Entregó la tarjeta de crédito, pero al dependiente se le escurrió de entre los dedos y el hombre se agachó para recogerla. Cuando se incorporó, se encontró a Annabelle detrás de él.

– Este aparato que tienes aquí es realmente ingenioso -dijo ésta, mirando la maquinita por la que el dependiente acababa de pasar la tarjeta de Leo.

– Señora, no puede ponerse detrás del mostrador -le dijo él frunciendo el ceño.

Annabelle hizo caso omiso del comentario:

– ¿Lo has montado tú?

– Es una máquina antifraude -repuso él con firmeza-. Confirma que la tarjeta es válida. Comprueba los códigos de encriptación que incorpora el plástico. Aquí hemos visto muchas tarjetas de crédito robadas, así que el dueño nos dio instrucciones de que la utilizáramos. Lo intento hacer de la forma más discreta posible para que nadie se ofenda. Supongo que lo entiende.

– Oh, lo entiendo perfectamente. -Annabelle pasó la mano por detrás del dependiente y empujó la máquina-. Tony, esto sirve para leer el nombre y el número de cuenta, y el código de verificación que incluye la banda magnética para falsificar la tarjeta.

– O, mejor dicho, para vender los números a una red de falsificadores de tarjetas -añadió Leo-. Así no tienes que ensuciarte tus manos de metrosexual.

Tony los miró a los dos.

– ¿Cómo sabéis cómo me llamo? ¿Sois policías?

– Ah, mucho mejor que eso -repuso Annabelle, pasándole el brazo por los esbeltos hombros-. Somos gente como tú.

Dos horas más tarde, Annabelle y Leo caminaban por el muelle de Santa Mónica. Hacía un día espléndido, y la brisa del océano transportaba ráfagas de un aire deliciosamente cálido. Leo se secó la frente con un pañuelo, se quitó la chaqueta y se la colgó del hombro.

– Joder, se me había olvidado el buen tiempo que hace aquí.

– Un clima benigno y las mejores víctimas del mundo -dijo Annabelle-. Por eso estamos aquí. Porque las mejores víctimas están…

– Donde están los mejores estafadores -Leo acabó la frase por ella.

Annabelle asintió:

– Bueno, es él, Freddy Driscoll, el príncipe heredero de los documentos falsos.

Leo miró hacia delante entrecerrando los ojos para protegerse del sol y leyó el pequeño cartel que coronaba el puesto al aire libre.

– ¿El paraíso del diseño?

– Eso es. Haz lo que te he dicho.

– ¿De qué otra forma pueden hacerse las cosas, si no?

Se acercaron a la mercancía expuesta, compuesta de vaqueros, bolsos de diseño, relojes y accesorios varios. El hombre entrado en años que estaba al lado del puesto los saludó cortésmente. Era bajito y rechoncho, pero tenía un rostro agradable; bajo el sombrero de paja que llevaba le asomaban mechones de pelo blanco.

– Vaya, están bien de precio -comentó Leo, mientras examinaba los artículos.

El hombre sonrió orgulloso.

– Me ahorro los gastos que implica tener una tienda moderna; sólo sol, arena y océano.

Examinaron la mercancía, eligieron unos cuantos artículos y Annabelle tendió al hombre un billete de cien dólares para pagarle.

Este lo cogió, se enfundó unas gafas de cristal grueso, sostuvo el billete en un ángulo determinado y se lo devolvió enseguida.

– Lo siento, señora, pero este billete es falso.

– Tiene toda la razón -dijo ella, con toda tranquilidad-. Pero me ha parecido justo pagar artículos falsos con dinero falso.

El hombre ni siquiera parpadeó, se limitó a sonreírle con benevolencia.

Annabelle examinó el billete como había hecho el hombre.

– El problema es que ni siquiera el mejor falsificador es capaz de duplicar el holograma de Franklin si se mira el billete desde este ángulo, porque para eso se necesitaría una imprenta de doscientos millones de dólares. Sólo hay una en Estados Unidos, y ningún falsificador tiene acceso a ella.

– Así que coges un lápiz de cera y haces un bosquejo del viejo Abraham -intervino Leo-. Así, el listo que compruebe el billete ve un pequeño destello y le parece haber visto el holograma.

– Pero tú te has dado cuenta -señaló Annabelle-. Porque tú también usabas esa táctica para falsificar billetes. -Tomó unos vaqueros-. Pero, a partir de ahora, yo le diría a tu proveedor que se tome la molestia de estampar la marca en la cremallera, como hace el fabricante original. -Dejó los vaqueros y cogió un bolso-.Y que haga una puntada doble en la correa. Es otra señal delatora.

Leo cogió un reloj que estaba a la venta.

– Y las manecillas de los auténticos Rolex se mueven sigilosamente, no hacen tictac.

– No puedo creer que me hayan vendido mercancía falsa -dijo el hombre. Hace unos minutos he visto a un policía en el muelle. Iré a buscarlo. No se marchen, seguro que querrá tomarles declaración.

Annabelle le sujetó el brazo con sus dedos largos y ágiles.

– No desperdicies tu tapadera con nosotros -dijo-. Hablemos.

– ¿De qué? -preguntó con desconfianza.

– Dos golpes modestos y una gran estafa -respondió Leo, lo cual hizo que al hombre se le iluminara el semblante.

Capítulo 4

Roger Seagraves miró al otro lado de la mesa de reuniones, al poca cosa de hombre y sus penosos cuatro pelos negros y grasientos que a duras penas le cubrían un cuero cabelludo grande y escamoso. El hombre tenía poca chicha en los hombros y las piernas y mucha grasa en la barriga y el trasero. Aunque no había cumplido los cincuenta, probablemente no fuera capaz de correr más de veinte metros sin caer reventado; y levantar la bolsa de la compra pondría a prueba la resistencia de su torso. «Representa la degradación física de toda la raza masculina en el siglo XXI», pensó Seagraves. Le resultaba desagradable, porque gozar de buena forma física siempre había tenido gran importancia en su vida.

Corría siete kilómetros al día y acababa justo antes de que el sol alcanzara el punto más alto en el cielo. Todavía hacía flexiones con una sola mano y press de banca con el doble de su peso. Era capaz de aguantar la respiración bajo el agua durante cuatro minutos y, a veces, se entrenaba con el equipo de rugby del instituto cercano a su casa, en el oeste del condado de Fairfax. Ningún hombre de más de cuarenta años aguantaba el ritmo de los chicos de diecisiete años, pero él nunca se quedaba muy rezagado. En su profesión anterior, esa excelente forma física le había servido para lograr un único objetivo: mantenerse con vida.

Centró la atención en el hombre que tenía delante, al otro lado de la mesa. Cada vez que lo veía, una parte de él deseaba pegarle un tiro en la frente y acabar con su miserable letargo. Pero ninguna persona en su sano juicio mataría a su gallina de los huevos de oro o, en este caso, su topo de oro. Aunque Seagraves consideraba que su compañero tenía muchas limitaciones físicas, lo necesitaba.

La criatura se llamaba Albert Trent. Seagraves tenía que reconocer que, pese a aquel cuerpo contrahecho el hombre era inteligente. Un elemento importante de su plan, quizás el detalle más importante, había sido idea de Trent. Ese era el motivo principal por el que había aceptado asociarse con él.