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Los dos hombres hablaron un rato sobre la inminente declaración de los representantes de la CIA ante el Comité Selecto Permanente de Inteligencia del Congreso, al cual pertenecía Albert Trent. A continuación, trataron información clave recogida por el personal de Langley y algunas de las muchas agencias secretas estatales. Esa gente espiaba a la población desde el espacio exterior, por teléfono, fax, correo electrónico y, a veces, en persona.

Cuando acabaron, los dos hombres se recostaron en el asiento y se tomaron el café tibio. Seagraves aún no conocía a ningún burócrata capaz de preparar una taza de buen café. Quizá fuera el agua.

– Se está levantando viento -dijo Trent con la mirada fija en el informe que tenía delante. Se alisó la corbata roja sobre la barriga prominente y se frotó la nariz.

Seagraves miró por la ventana. Bueno, había llegado el momento de hablar en clave, por si alguien más los escuchaba. En los tiempos que corrían nadie estaba a salvo de oídos indiscretos, y menos en el Capitolio.

– Se acerca un frente, lo he visto en las noticias. A lo mejor llueve un poco, o a lo mejor no.

– He oído que podría caer una tormenta eléctrica.

Seagraves se animó al oír aquello. Las referencias a tormentas eléctricas siempre le llamaban la atención. El presidente de la Cámara de Representantes, Bob Bradley, había sido una de esas tormentas eléctricas. Ahora yacía bajo tierra en su Kansas natal, con un puñado de flores marchitas encima.

Seagraves se echó a reír.

– Ya sabes qué dicen del tiempo: todo el mundo habla de él, pero nadie hace nada al respecto -dijo.

Trent también rio.

– Aquí todo pinta bien. Como siempre, agradecemos la cooperación de la CIA.

– ¿No lo sabías? La C significa «cooperación».

– ¿Sigue en pie la declaración del SDO para este viernes? -preguntó, refiriéndose al subdirector de operaciones.

– Sí. Y a puerta cerrada podemos ser muy sinceros.

Trent asintió.

– El nuevo presidente del comité sabe cuáles son las reglas del juego. Ya pasaron lista en la votación para cerrar la vista.

– Estamos en guerra contra los terroristas, de manera que el panorama ha cambiado totalmente. Hay enemigos del país en todos los rincones. Tenemos que obrar en consecuencia: matarlos antes de que se nos adelanten.

– Sin duda -convino Trent-. Es una nueva época, una nueva lucha. Y totalmente legal.

– Por supuesto. -Seagraves reprimió un bostezo. Si había alguien escuchando, esperaba que hubiera disfrutado de ese patriotismo barato. Hacía tiempo que había dejado de importarle su país y, ya puestos, cualquier otro. Ahora sólo le importaba él mismo: el Estado Independiente de Roger Seagraves. Y tenía la capacidad, las agallas y el acceso a elementos de gran valor para hacer algo al respecto-. Bueno, si no hay nada más, me marcho. A estas horas seguro que hay un montón de tráfico.

– ¿Y cuándo no? -Trent dio un golpecito al informe mientras decía esto.

Seagraves no perdió de vista el libro que había dado al otro hombre, ni siquiera al tomar un archivo que Trent había deslizado hacia su lado. El archivo contenía varias peticiones detalladas de información y aclaración sobre ciertas prácticas de vigilancia de la agencia secreta. El grueso informe que le había dejado a Trent no contenía nada más emocionante que el habitual análisis aburrido y complicado que su agencia proporcionaba al comité de supervisión. Era una obra maestra de cómo no decir absolutamente nada de la forma más confusa posible con un millón de palabras o más.

Sin embargo, si se leía entre líneas proverbiales, como Seagraves sabía que Trent haría esa misma noche, las páginas del libro de informes revelaban algo más: los nombres de cuatro agentes secretos estadounidenses muy activos y su actual ubicación en el extranjero, todo ello en clave. El derecho a hacer públicos esos nombres y direcciones ya se había vendido a una organización terrorista bien financiada que llamaría a la puerta de esas personas en tres países de Oriente Medio y les volaría la cabeza. Ya se habían transferido dos millones de dólares por nombre a una cuenta que ningún organismo regulador estadounidense auditaría jamás. Ahora la misión de Trent consistía en pasar los nombres robados al siguiente eslabón de la cadena.

El negocio de Seagraves iba viento en popa. A medida que aumentaba la cantidad de enemigos globales de Estados Unidos, él vendía secretos a terroristas musulmanes, comunistas de América del Sur, dictadores asiáticos e incluso miembros de la Unión Europea.

– Que disfrutes de la lectura -dijo Trent, refiriéndose al archivo que acababa de entregarle. En él, Seagraves hallaría la identidad encriptada de «tormenta eléctrica» junto con todos los detalles.

Más tarde esa misma noche, ya en casa, Seagraves se quedó mirando el nombre y empezó a preparar la misión metódicamente, como de costumbre. La diferencia era que esta vez necesitaría algo mucho más sutil que un rifle y una mira telescópica. En este caso, Trent le había venido como anillo al dedo, con valiosa información sobre el objetivo que simplificaba las cosas sobremanera. Seagraves sabía perfectamente a quién llamar.

Capítulo 5

A las seis y media en punto de una mañana fría y clara en Washington D.C., Jonathan DeHaven salió por la puerta principal de su casa de tres plantas vestido con una chaqueta de tweed gris, corbata azul claro y pantalones negros de sport. DeHaven, un hombre alto y enjuto de unos cincuenta y cinco años con el pelo cano bien peinado, inhaló el aire fresco y dedicó unos instantes a observar la hilera de viejas mansiones que flanqueaban su calle.

DeHaven no era ni mucho menos el residente más acaudalado del vecindario, donde el precio medio de una vivienda de obra vista de varias plantas era de varios millones de dólares. Por suerte, él había heredado la casa de sus padres, lo suficientemente listos para ser de los primeros en invertir en la zona más selecta de la capital. Aunque buena parte de su patrimonio había ido a parar a organizaciones benéficas, el hijo único de los DeHaven había heredado una cantidad nada desdeñable para complementar su salario gubernamental y darse ciertos caprichos.

A él estos ingresos extraordinarios le permitían vivir sin tener que preocuparse de ganar dinero, pero otros residentes de Good Fellow Street no eran tan privilegiados. De hecho, uno de sus vecinos era un comerciante de muerte, aunque DeHaven suponía que el apelativo políticamente correcto era «contratista de defensa».

Ese hombre, Cornelius Behan -le gustaba que le llamaran CB-vivía en una especie de palacete que aglutinaba dos residencias originales en una sola mansión de mil cuatrocientos metros cuadrados. DeHaven había oído rumores de que lo había conseguido mediante sobornos oportunos, dado que se trataba de una zona histórica muy controlada. El complejo no sólo contaba con ascensor para cuatro personas, sino también con residencia aparte para el servicio en la que, de hecho, vivían los criados.

Behan también llevaba a su mansión a una gran cantidad de mujeres ridículamente hermosas a horas intempestivas, aunque tenía la decencia de esperar a que su esposa estuviera fuera de la ciudad, normalmente comprando en Europa como una posesa. DeHaven confiaba en que la mujer agraviada disfrutara de sus propias conquistas al otro lado del Atlántico. Esa idea le evocaba una imagen de la dama elegante y atractiva montada por un joven amante francés, desnudos los dos y encaramados a una mesa enorme estilo Luis XVI mientras sonaba de fondo Bolero. «Bravo por ti», pensaba DeHaven.

Apartó de su mente las ideas sobre los deslices de sus vecinos y se encaminó al trabajo con paso ligero. Jonathan DeHaven era el director del Departamento de Libros Raros y Colecciones Especiales de la Biblioteca del Congreso; cargo que lo enorgullecía, dado que probablemente se tratara de la mejor colección de libros singulares del mundo. Bueno, quizá los franceses, italianos y británicos no estuvieran de acuerdo en ello; pero, como de DeHaven no era objetivo, consideraba que la versión norteamericana era la mejor.